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– Ahora, coronel, -sugirió Little-, asegúrese de que haya suficiente luz. Tiene que haber bastante. Por favor, camine hacia ellos llevando las manos bien en alto, y no se les acerque demasiado, quédese allí, de pie manteniendo las manos levantadas o de lo contrario sospecharán alguna emboscada. Quédese sin moverse, y grite que usted es un saboteador norteamericano que ha decidido entregarse.

– Estamos perdiendo tiempo, mayor, -respondió Caulec-. Conozco mi trabajo.

– Pierre, trate de no hacerse matar, -añadió Starr-. Siempre es un error. Si lo matan, nos veremos en el Ritz, allá arriba.

– Y bien, señores, en acción -dijo Little.

La BBC y Eton, otra vez, pensó Starr al escuchar la voz del inglés. Todo está bajo control.

En cuanto estuvieron dentro del refugio, la noche, imperceptiblemente, fue cambiando los colores.

Según las informaciones que poseían, una patrulla militar inspeccionaba la cueva cada dos horas. En el descenso habían perdido cuarenta minutos. Ahora no tenían tiempo suficiente para armar el caparazón nuclear anticipándose a la llegada de la patrulla de las cuatro de la mañana. La tarea les llevaría quince minutos y eran las 3,45. Tenían que esperar. Se tiraron sobre la roca, postrados, casi inconscientes, con el sudor que se convertía en una especie de helada melaza, agazapados detrás de piedras lo suficientemente grandes como para protegerlos de la vista de quienquiera que, desde la entrada, mirara distraídamente hacia adentro; sin embargo, si los soldados cumplían al pie de la letra la inspección, estaban obligados a inspeccionar la cueva entera hasta el fondo. Matarlos silenciosamente no era un problema, pero si una patrulla desaparecía significaba una inspección en el término de pocos minutos. En tal caso la demora en el descenso podía significar el desastre. Little se enderezó apoyándose sobre el codo e inspeccionó con atención los ojos de sus acompañantes.

Conocía de memoria los antecedentes personales de cada uno y, de todos modos, a esta altura tenía que dar por sentado la eficiencia, el auto control y el criterio. La mirada era solamente rutina, una marca que le había dejado la vida de ex sargento de guardia de cuarteles, años y años de botas, de cinturones y de botones de bronce, de escupir y luego de lustrar antes de la inspección. Salvo alguna tensión congelada en los rasgos y la señal de fatiga, ninguno de los hombres mostraba síntomas de nerviosidad. La responsabilidad que pesaba sobre sus hombros no significaba otra cosa que la supervivencia individual, además el profesional no se juega más que por su vida. Y por suerte, la grandeza de la "causa" no los llenaba de espanto. Eran bastardos, pensó Little, lo que constituía un pensamiento reconfortante en un momento de peligro, porque significaba que no estarían inspirados aunque tampoco paralizados, ni tampoco desequilibrados por un excesivo temor del significado que tenía todo el asunto. El único idealista, el muchachito albanés había sido incitado por el idealismo típico de un improvisado. Es decir "liberar a las almas cautivas del pueblo albanés", que, en el manual de Little, significaba simplemente que les faltaba un hombre.

Grigoroff estaba muy ocupado aflojando y ajustando el cable electrónico que unía el traje con el interruptor, cosa de poder tener más libertad de movimientos. Little pensó que tenían cierto parecido con los hombres ranas. El aspecto del ruso era sólo de concentración. El indómito pelo rubio color paja, apenas cubierto por el casco, colgaba en rizos casi femeninos sobre la cara que Little, cada vez que la miraba, encontraba notablemente hermosa. Era tan alto que, incluso sentado, tenía que agachar la cabeza para no golpearse con las rocas. El mayor suspiró y se esforzó en mirar hacia otro lado. Komaroff verificaba cuidadosamente las dos granadas que le colgaban del cinturón aunque, considerando la fuerza explosiva de la coraza que llevaban como protección, tenía las granadas sólo para agregar un poco de suerte. Stanko se había desprendido el traje y efectuaba una profunda exploración de su ingle.

– No tienes por qué culpar a tu chica -le dije Komaroff en ruso-. Puedes pescártelas en un autobús o en un cine.

El montenegrino se rió, la nariz de gancho que casi le llegaba al labio superior sobre el bigote negro, y los dientes le brillaron en las sombras. Cuando sacó la mano tenía varios cigarrillos quebrados y una caja de fósforos; los atuendos electrónicos carecían de bolsillos. Starr le dio un cigarrillo y fuego, y advirtió la inspección pensativa que los ojos de Little llevaban a cabo sobre todos ellos.

– ¿No nos dirigirá un pequeño discurso, mayor? -le preguntó Starr-. A la manera tradicional inglesa: "Espero que cada hombre cumpla con su deber…" Algo nuevo desde el fondo del corazón.

– Vete al c… -replicó Little, y Starr se quedó contento.

– Es la primera vez que ha dicho algo amistoso, -respondió.

Little fue uno de los que sobrevivió al operativo, y más tarde expresó la siguiente opinión sobre Starr: "Como sucede a menudo con el soldado norteamericano", -escribió- "el coronel Starr estaba acostumbrado a usar 'comentarios hirientes'. Los yankis lo hacen para relajar los nervios. Supongo que es bastante apropiado para liberarse de la tensión y no debe tomarse como señal de nerviosidad. Sin embargo, debo admitir que este oficial abusaba de mi paciencia. De ninguna manera esto significa una reconvención sobre la magnífica contribución del coronel Starr en el operativo; es solamente un comentario sobre cierto aspecto del militar norteamericano que debe tenerse en cuenta en cualquier futuro operativo multinacional".

Starr vaciaba el termo de bolsillo: un elemento no previsto en el equipo.

– ¿Sabe algo, mayor? Nunca me había dado cuenta de que para ser un grosero, primero hay que ser un caballero. Tiene que ser bien nacido. Ningún h… de p… de obrero puede ser un grosero. Tiene que ser un caballero neto.

Little miró el reloj. Las 4,45.

– ¿Qué me quiere decir?

– Quiero decir que usted nunca será un grosero, así haga los esfuerzos necesarios.

– A mí, tampoco me gusta usted- recalcó Little.

El informe al Pentágono, del coronel Starr, dirigido al Departamento de Operaciones Espaciales, contenía los siguientes comentarios:

"Siempre tuve la sensación de que el mayor mérito del ex sargento de cabellera cardosa y de bigote de puro jengibre consistía en tener que mantener el acento educado que había adquirido con gran esfuerzo; y que la mímica de la voz, la postura y la calma helada y dominante requerían tanta concentración que no daban lugar a un combate normal. Supongo que esto se conoce como volver a caer en la tradición militar". En ese momento el polaco estaba sentado y se apoyaba contra una roca, y aunque entonces Little no advirtió nada especial, más tarde recordaría con claridad extraordinaria la sonrisa apretada, desdeñosa y casi venenosa que se dibujaba en los labios del capitán Mnisek.

La entrada de la cueva dejaba entrever el cielo. Starr notó el hilo blanco de una cascada de la montaña, visible a través de la bruma del alba al otro lado del valle, más allá de la estructura rectangular de ladrillos rojos del hospital. También notó que la cueva era un lugar civilizado: estaba llena de basura. Botellas rotas, ropa sucia, excrementos secos.

Antes de verlos, oyeron a los albaneses que hablaban y se reían. Luego tres soldados aparecieron en la mancha de luz grisácea y pasaron junto a la cueva sin mirar dentro. Little ya estaba sacando el silenciador de la pistola, cuando reapareció uno de los soldados y entró. El mayor esperó que el albanés se acercara para matarlo, porque así los otros dos, cuando lo buscaran, tendrían que caminar hasta el fondo de la cueva. El soldado dio unos pasos, se detuvo, se agachó llevando la pistola Skoda en la mano y miró con atención alrededor de él. Little le apuntó entre los ojos. El soldado dejó la Skoda sobre el suelo, les dio la espalda, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas, mientras silbaba suavemente. Sólo le llevó un minuto. Después se fue.

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