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La nueva Sala de Operaciones subterránea había sido reconstruida, seis meses antes, según el nuevo acuerdo concertado con los rusos. Probablemente, a causa del brillo azul plata de la pantalla de televisión que rodeaba las cabezas de los rusos, éstos parecían iconos ortodoxos comunistas. Condenados retratos de familia, pensó el Presidente. Los rostros carecían de expresión. Todos brillaban entre sí y tenían reflejos azules.

El Presidente tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que los rusos también lo veían a él y a sus acompañantes, los jefes del Estado Mayor, generales Lister y Franker, Russel Elcott, los consejeros científicos, el profesor Skarbinski y el doctor Kaplan, el secretario de Estado y el secretario de Defensa. El Vicepresidente había permanecido con los miembros del Congreso, en loco parentis, y como el Presidente lo conocía bastante, sabía que en este momento debía estar más preocupado por haber sido excluido de la sala de control, que por el problema chino.

Cerca del Presidente había más de ciento veinte personas a cargo de las líneas de comunicación, de la traducción, de la grabación y de seguridad. Un personal técnico especializado controlaba el circuito interno para que, en cualquier momento, el Presidente pudiese hablar con el comando militar norteamericano sin ser oído por los rusos.

Al Presidente le disgustaba el lugar. Demasiados diales, luces enceguecedoras, controles, mecanismos técnicos. Se sentía como un simple pasajero.

Dos mundos que se enfrentaban uno a otro por intermedio de la luz electrónica de las pantallas de televisión.

De pronto el Presidente tuvo curiosidad por saber quién hablaría, Brezhnev o Kosygin.

Lo hizo Brezhnev.

"La voz les hablaba en ruso, pero al llegar al fondo de la habitación el intérprete se hacia cargo y llenaba la sala.

– Señor Presidente, hemos llamado a nuestra Fuerza Aérea para que regrese. Ha ocurrido un hecho nuevo y sorprendente.

Al instante el Presidente sintió aprensión, lo que siempre le daba aspecto de enojado. En ese momento el semblante tenía la misma expresión de algunos años atrás, cuando la organización del partido le había negado el apoyo para ser reelecto dentro de su propio Estado.

Esperó. No pensaba formular ninguna pregunta que denotara preocupación. No confiaba para nada en los rusos, pero dentro del mundo de las represalias instantáneas, no había lugar para un acto de mala fe de último momento. Con la cabeza un tanto agachada y las manos dentro de los bolsillos escondiendo los puños, siguió contemplando en silencio a los iconos rusos de color azul plata.

– …Ha sucedido un hecho sorprendente. Los chinos están bombardeando sus propias instalaciones.

– ¿Quisiera repetir eso, señor Brezhnev? -pidió el Presidente con calma.

– Acabamos de recibir un último informe de reconocimiento de la zona del objetivo. La Fuerza Aérea china está atacando las instalaciones de Ouan Sien. Señor Presidente, están efectuando bombardeos desde gran altura sobre la planta energética de alcance ilimitado. Según nuestra información, la están destruyendo por completo.

– Un momento, señor Brezhnev -dijo el Presidente en forma lacónica.

Apagó el circuito dejando a los rusos fuera del mismo. No lo podían escuchar, aunque lo podían ver y trató únicamente de no parecer demasiado asombrado. El juego entablado entre las superpotencias exigía no confiar en nadie, y en cuanto a lo que íntimamente pensaba, los rusos aún encabezaban la lista de los zorros y compañía. La posibilidad de un acuerdo de último momento entre los soviéticos y los chinos continuaba en su mente, lo mismo que la sospecha de algún tejemaneje en la situación energética que hiciera dirigir toda la fuerza del nuevo mecanismo contra los Estados Unidos de América. En lo que a él le concernía, el Presidente de los Estados Unidos debía desconfiar siempre.

Sobre la pantalla, los iconos rusos miraban los labios del Presidente norteamericano mientras él hablaba con el general Lister.

– ¿Cómo es posible que no sepamos sobre esta novedad? ¿Es decir, siempre que sea cierta?

– Por la posición del satélite nos llevan una ventaja de tres minutos. Probablemente en este mismo momento nuestro Servicio de Inteligencia está interpretando la información…

Sobre la pared de las comunicaciones empezó a parpadear una luz blanca y el general Lister levantó el tubo del teléfono, luchando contra el impulso de decirle al Servicio de Inteligencia lo que pensaba. Aun teniendo en cuenta la diferencia de órbita y de latitud entre los satélites espías norteamericanos y los rusos que transmitían la información, seguía habiendo una demora de cinco minutos que resultaba inexplicable. En los anales de una nación cinco minutos no significaban mucho, pero podían ser suficientes para ponerle fin a la historia. Tendría que ocuparse de eso más tarde. Por el momento se concentró en las noticias que estaba recibiendo.

El Servicio de Inteligencia informaba que la Fuerza Aérea china acababa de efectuar un bombardeo sobre la planta de energía experimental de Ouan Sien.

El general Lister pudo explicarse la demora: el Servicio de Inteligencia no podía convencerse de ello y había querido verificarlo una segunda vez.

El Presidente lo estaba mirando.

– Confirmado, señor. Los chinos están bombardeando sus instalaciones.

– ¡Qué diablos! -exclamó el Presidente.

Volvió a establecer la conexión con los rusos.

– Señor Brezhnev, ¿tiene usted alguna explicación para el comportamiento de los chinos?

Por un momento el icono dudó. -En la opinión de nuestros científicos de acuerdo con el primer cálculo aproximado se desconectó uno de los elementos del apresador gigante presentándose enseguida una situación de peligro. Probablemente era imposible acercarse al mecanismo sin ser triturado. No había otro modo de manejar la situación salvo destruir todo el sistema por completo. Estamos tratando de averiguar qué es lo que anduvo mal.

– ¿Quiere decir que están matando en esa zona a parte de su propio pueblo?

– Posiblemente ya estén muertos. Además, señor Presidente, cuando uno permite que una situación se descontrole, es fácil que suceda esto. Sólo podemos presumir que no había ninguna otra forma de hacerlo.

A las 21.30, en el preciso instante en que los apresadores de alcance medio quedaron fuera de control, murió la población de Ouan Sien. Instantáneamente perecieron todos los técnicos, científicos y obreros que estaban dentro de un radio de tres kilómetros, así como también los tres equipos de rescate que habían sido enviados sucesivamente a la zona. A pesar de todo, no hubo ninguna clase de daños materiales. No habían sido dañados ni los edificios ni el ganado ni la vegetación y en toda la comuna ni siquiera se había roto un vidrio. No había modo de desconectar la planta puesto que todos los controles electrónicos estaban dentro del área afectada, salvo bombardeándola desde gran altura.

Las consecuencias del arrastre repentino del apresador se sintieron también lejos de Ouan Sien. Dentro de un radio de quinientos kilómetros, los habitantes se volvieron idiotas. Sin embargo, no era posible generalizar. Algunos se dedicaban a marchar en estrechas filas cantando estribillos patrióticos, y otros, en cambio, estaban en un estado de bienaventurada euforia, como si los hubiesen liberado de las características humanas y no sintiesen más el peso de los problemas por el hecho de pensar, elegir, tomar decisiones y por el sentimiento de ser libres. Aún podían trabajar, y por cierto algunos trabajaban mejor que antes, pero siempre que alguien les diera órdenes. No constituyeron una pérdida completa para la sociedad.

El anciano, a través de la ventana, miraba los árboles que estaban fuera del palacio. Los pájaros, que diez años atrás habían desaparecido, habían regresado y cantaban, pues la naturaleza tiene su modo de vencer la voluntad del hombre. Sobre las rodillas el gato arqueaba el lomo y alzaba la cola, y la mano de Mao le rascaba suavemente la oreja.

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