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Mathieu le hacía comer a Gastón otra media luna.

– Folklore religioso -dijo.

– No creo que sea tan simple, monsieur le professeur. Hasta el ateo más endurecido experimenta una cierta… inquietud. Una cosa un poquito fría que le sube por la médula…

Los ojos de Mathieu se achicaron irónicos detrás del humo del cigarrillo.

– Coronel, si tiene la palabra "alma" en la mente, permítame tranquilizarlo. No es nada de eso. Si lo fuera, habría un condenado problema por resolver: el de la contaminación de un aire viciado… No es más que un producto envasado. ¿Por qué exactamente, ha querido usted verme?

– Por una sola razón. Deseo expresarle categóricamente que no hemos tenido nada que ver en el asesinato del profesor Goldin ocurrido hace dieciocho meses. Tal vez usted no esté dispuesto a aceptar mi palabra…

– ¡Oh, claro que sí!…

El fox terrier había hundido la cabeza en las rodillas de Mathieu que mantenía los dedos de las manos hundidos en los repliegues adiposos de Gastón. Mientras hablaba continuaba sonriéndole al perro. En su voz había tristeza, un tono de desesperación.

– Pero vea usted, mon colonel, me es totalmente indiferente cuál de las grandes potencias hizo asesinar a Goldin… El motivo detrás del "crimen inexplicable", como lo llamara la prensa, es tan obvio para usted como para mi… Ellos sabían que si llegaba la información a Juan XXIII, el Pontífice hubiese iniciado una protesta, una cruzada contra lo que hubiese indudablemente, llamado en su insólito lenguaje fuerte, "la esclavitud y el último envilecimiento del espíritu humano…" ¿No es así?

– Muy probable.

– Entonces, una de las grandes potencias quiso borrar a Goldin. No me importa cuál. Sin embargo, como usted sabe, no consiguieron detener a Goldin por completo… Los papeles le llegaron a Juan XXIII y tuvieron un efecto tan destructivo que el Pontífice murió… Lo mató. ¿No es así?

– Juan XXIII era un hombre muy enfermo.

– Ahora nadie se interpone en el camino…

– El Vaticano sigue discutiendo las consecuencias, profesor.

Según nuestras informaciones hoy llegarán a una conclusión. Es un problema teológico difícil…

Mathieu no escuchaba. Con la cabeza del fox terrier en las manos, parecía estar hablando consigo mismo… -Ahora no hay nadie que se interponga.

Starr lo miró sorprendido.

– Parece muy amargado, monsieur le professeur. En realidad, parece como si estuviera en contra de su propio trabajo y de sus propios éxitos… En realidad contra usted mismo.

Suavemente, Mathieu empujó el perro lejos de sí, y sonrió.

– No es nada en especial, coronel. Un viejo caso de desdoblamiento de personalidad. Retrocede en el tiempo. Pascal lo llamó el affaire de l'homme… Usted ¿cómo lo llamaría en inglés?

Se puso lentamente de pie y recogió el impermeable.

Más tarde, en el informe sobre el affaire, Starr escribiría: "Alrededor de él flotaba un aire de desesperación y de angustia, un aire tal de frustración, que de pronto me encontré tratando de consolar a un hombre que, ciertamente, era una de las criaturas menos tranquilizadoras que han existido…"

– Bueno, como le dije, la Iglesia Católica todavía discute las consecuencias…

– Enterrarán el asunto -contestó Mathieu.

16

El Papa Pablo VI se definió, tomó su "decisión", según la denominó irónicamente el cardenal Sandomme; y entre las 19,20 y las 21, un automóvil salió por la Puerta de Bronce y tomó la ruta del cementerio de Fizzoli.

La repulsiva tarea le había sido encomendada a monseñor Domani, ascendido a jefe de la Secretaría Papal, que iba sentado en el asiento posterior. Su cara tenía una expresión de indignación, de, haber sido herido e, incluso insultado. De cuando en cuando detenía la mirada, que mostraba una evidente repulsión, en la valija que estaba a sus pies -la valija latía suavemente- y, entonces juntaba las manos y elevaba los ojos al cielo. El padre Busch, principal del Instituto de Teología de Frankfurt, estaba sentado junto a él, en el otro rincón del auto, y su rostro reflejaba una tristeza pensativa. A pesar de sus sesenta años era un hombre de aspecto juvenil, y tenía el pelo tan blanco que brillaba en la obscuridad. Estaba ligeramente fastidiado por los accesos tan italianos de la excesiva expresividad de monseñor Domani.

– ¿Tenemos que hacerlo? -preguntó el joven sacerdote en forma lastimera-. Me parece tan equivocado…

– Es la forma decentemente cristiana de hacerlo -observó el padre Busch firmemente, aunque conservaba algunas dudas-. No puede haber ningún mal… cualquiera sea la energía que en realidad contiene.

– ¡Energía!

Monseñor Domani cerró los ojos; simplemente no podía soportar el espectáculo de la valija que palpitaba junto a los pies…

El auto se detuvo frente a las puertas del cementerio. Los estaba esperando el señor Valli, el direttore, y les abrió la puerta. Besó la mano del obispo y le dio la bienvenida a monseñor Domani.

– Vamos -aconsejó el padre Busch.

– ¿No quieren esperar a alguien más? -preguntó el señor Valli-. No hay nadie para indicarnos el camino, ni para llevar el ataúd.

– No viene nadie más. Por favor, condúzcanos usted, amigo.

El señor Valli se mostró un tanto sorprendido:

– Pero se me ordenó que preparara un entierro.

– Así es. Ahora haga el favor de mostrarme el camino.

Lo siguieron. Cuando llegaron al lugar, el padre Busch rodeó con un brazo los hombros del señor Valli.

– Ahora, mi amigo, será mejor que regrese a su casa. Sabremos volver solos.

Por un momento, el señor Valli arrastró los pies. Quería preguntar dónde se encontraba el cadáver, ya que la valija que monseñor Domani llevaba era demasiado pequeña para contener un muerto. Por supuesto, a menos que se tratase de alguna clase de animal, un perro, por ejemplo, pero aquél era el lugar de descanso de seres humanos, por lo que no podía haber confusión. Miró la valija una vez más y se dio cuenta de que respiraba. Por supuesto, era imposible, y lo atribuyó a la botella de Chianti que había bebido durante la cena. La miró mejor y vio que no sólo respiraba, sino que suspiraba, jadeaba y latía y, de pronto, tuvo la espantosa sospecha de que contenía un ser viviente. Por la médula le corrió frío hasta los muslos que se estremecieron, cosa que siempre le sucedía cuando tenía miedo, incluso durante la guerra. Trató de razonar. Era obvio que dos personajes tan distinguidos no podían tener encerrado, dentro de una valija, un corazón que siguiese vivo y latiendo. Los protestantes no serían capaces de una cosa semejante.

– ¿Qué está esperando? ¡Váyase! -le gritó monseñor Domani, muy nervioso.

El señor Valli consiguió levantar los pies del suelo, y se alejó al trote. Había algo a lo que nunca había podido resistir: la curiosidad. En estos días sucedían muchas cosas extrañas: platos voladores, etc. Era bastante probable que estuviesen enterrando a algún hombrecito espacial, color verde, muerto del susto sufrido al llegar a la tierra. Posiblemente se tratase de algo científico. Algún ser que vivía al revés y moría al revés, respirando cuando estaba muerto. Por lo tanto era completamente normal y no había nada de qué preocuparse. En cuanto estuvo fuera de vista, regresó y se escondió detrás de un arbusto.

Lo que vio, sobrepasó en forma absoluta a cualquier razonamiento y explicación posible, y se sintió aun más perturbado que cuando dos años atrás encontró a su hija en la cama con un negro norteamericano. Y por querer satisfacer la curiosidad, sólo consiguió un interrogante tan punzante que durante meses permaneció melancólico e irritable. Se despertaba en la mitad de la noche, pronunciando palabras de indignación y de protesta.

Monseñor Domani seguía de pie sosteniendo la valija hasta que se la alcanzó al padre Busch haciendo un gesto casi suplicante.

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