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– Hay muchas probabilidades de poder hacerlo en forma discreta -aseguró el general Franker.

– Lo dudo. Pero no tenemos otra alternativa…

"Durante todo este tiempo, ha estado tomando decisiones", pensó Russel Elcott.

– Tendremos que hacer algo con respecto a la ciencia -afirmó el Presidente-. Se está escapando de las manos. Recibo cualquier sugerencia. Saben, muchachos, no quisiera parecer bíblico o blasfemo; pero necesitamos una especie de nueva computadora, de tipo espiritual, para que el Presidente pueda mirarla todas las noches antes de irse a la cama y saber, de un solo vistazo, si está caminando con Judas o con Cristo. Bueno, creo que me voy. Y recuerden, a toda costa quiero que esta cosa albanesa desparezca del mapa. Les doy seis semanas.

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El Valle de las Águilas: era el nombre que le habían dado los turcos seis siglos antes, mas desde que en el área se había construido la estación energética, que tenía miles de exhaladores que alimentaban la energía de los obreros de Albania, le habían cambiado el nombre por el de Valle del Pueblo.

Mathieu estaba sentado en el balconcito de madera de su casa bebiendo la peor cerveza del mundo y mirando hacia el lugar de la construcción, que tenía abiertas heridas color marrón en la tierra desnuda, aún visible entre las plantas y las estaciones alimentadoras.

Quedaban muchos problemas técnicos por resolver. Eran menores, pero molestos.

Empezando porque la calidad de los materiales que habían puesto a su disposición era pobre. No había nada malo con el rendimiento personal del pueblo albanés. Su exhalación latía al ritmo normal de noventa y siete a noventa y ocho que tienen los combustibles de gran poder energético, pero algunos de sus componentes, particularmente la estalinita usada en los mismos generadores como también en los tanques de almacenamiento y en los envases, eran deficientes. La aleación era "sucia" faltándole la elasticidad necesaria, tenía desagradables efectos secundarios que sobrepasaban lo moral. La exhalación se filtraba de un modo inconcebible, como si cayera. El índice de enfermedades nerviosas y mentales era muy elevado en el valle, y aumentaba cada día. La gente sufría horripilantes ilusiones, alucinaciones y visiones espirituales de naturaleza occidental, llamada decadente, debido, por supuesto, al actualmente bien conocido escape de efectos culturales de la exhalación. No había dudas de que la concentración excesiva de exhaladores dentro de un área relativamente pequeña tenía una influencia dañina sobre la mente y el sistema nervioso de la gente que vivía allí. El Comité Cultural local del Partido Comunista se quejaba constantemente a la Policía de Seguridad de que en la zona "alguien tocaba decadente música occidental, de compositores como Bach y Haendel". Por supuesto, nadie la tocaba, pero no se podía negar que la música se escuchaba ocasionalmente proviniendo de las estaciones de energía (ocultamente, por decirlo de alguna manera). Los sabuesos del partido estaban tras Mathieu constantemente preguntándole qué era lo que se podía hacer. Algunos viejos campesinos ortodoxos griegos se quejaron de haber visto en el valle "iconos que caminaban", y hasta denunciaron a la policía los nombres de dos santos que habían identificado, San Cirilo y San Antonio, a los que tomaron por agentes norteamericanos disfrazados. En la hora de mayor consumo se producía una extraordinaria brillantez de colores; todo parecía fulgurar; la luz del cielo, de pronto, alcanzaba una intensidad dorada, casi irresistible para los ojos. Muchos declararon que en las alturas, veían toda clase de cosas.

Mathieu les aseguró a las autoridades que el problema se resolvería en el momento oportuno. Que solamente era una cuestión de mejorar la tecnología del uso de componentes más "limpios", y, también, de reeducación, de rehabilitación psicológica. La gente seguía todavía teniendo en el subconsciente gran cantidad de basura dejada por el obscuro pasado cultural. Hasta que la educación y la firmeza ideológica aseguraran el triunfo de un hombre nuevo y genuinamente marxista-leninista, impermeable a la decadente propaganda cultural de Occidente, se debería mantener al pueblo albanés en una bienaventurada ignorancia respecto de la verdadera naturaleza del sistema energético de la zona. Estaban orgullosos de que, con la ayuda fraternal de los técnicos chinos y con la energía del pueblo y los recursos naturales, su territorio se hubiese transformado en un país industrializado.

Uno de los problemas que Mathieu no había conseguido resolver era el límite de cincuenta metros para la alimentación. Podían construirse apresadores más potentes, pero eran imposibles de controlar, cosa que los chinos, tres años, atrás, habían comprobado obteniendo desastrosos resultados. Por lo tanto, los exhaladores debían colocarse lo más cerca posible de los alimentadores que les habían sido destinados convirtiéndose así en otro elemento obligado de todos los nuevos edificios del valle. Lo mismo ocurriría con las cañerías. Y la gente que, por supuesto, lo ignoraría, se sentaría alrededor de los monstruos blancuzcos y metálicos que boqueaban, esperando, de la misma manera que en el pasado se sentaban alrededor del fuego en el hogar. Se les había dicho que el mecanismo era un recuperador de calor, que volvía a absorber para utilizarlo nuevamente.

Sobre las cimas de las montañas, más de cien grandes edificios estaban habitados por los obreros, que eran ancianos y jubilados. Había centros culturales, clubes, bibliotecas y la comuna entera era un modelo de prolijidad y eficiencia. Todavía había lugar para muchos progresos. Durante las últimas semanas, los técnicos chinos habían estado tan nerviosos y agitados que empezaron a tomar el aspecto de algunos franceses excitables que padecieran de ictericia. Mathieu tuvo que soportar interminables sesiones de pizarrón. Estaban tratando de "controlarlo", y los condujo hasta las mayores profundidades del laberinto de las matemáticas. Reprodujo una enorme satisfacción contemplar las caras tensas y desesperadas que trataban de seguirlo y concluían desorientadas. Le pedían que recomenzara y permanecían allí, sentados, en silencio, mirando él pizarrón con aspecto suicida, como si estuvieran cometiendo una falta contra el gran partido de Lenin, Stalin y Mao. Les era imposible seguirlo. Necesitaban tiempo y computadoras. No había ni tiempo ni computadoras, por lo cual lo odiaban, y Mathieu los invitaba a compensar la falta de conocimientos con la lectura de las obras inmortales del gran amado maestro Mao Tse-tung. El consejo era irónico a medias. Aunque a regañadientes, Mathieu siempre había admirado a la figura más descollante de la época: su prudencia, su astucia, su intuición de proyectos colosales que no tenía tiempo ni paciencia para compartir con otros y, a pesar de todo, poseedor de una voluntad de hierro en la lenta persecución de una cosecha socialista, como correspondía a un heredero de cien generaciones de campesinos. En cierto modo era una pena que actualmente Mao fuese un Buda rojo, paralítico y moribundo, sin siquiera poder advertir que estaba vivo. Lo habían reemplazado nombres nuevos del partido, que maniobraron en busca del poder, inseguros y por lo tanto peligrosos, mediocres y por lo tanto implacablemente ambiciosos. Estaban ansiosos por usar a los albaneses sin tener que correr mucho riesgo. Si el experimento salía bien, serían ellos quiénes construirían la bomba exha, creyendo así que habían superado a su fundador.

Mathieu sacudió la cabeza complacido. La idea de que alguna nación, algún estado, alguna entidad industrial, militar o política del Este o del Oeste hubiesen podido utilizarlo para lograr el dominio del mundo era realmente halagador, un tributo a su habilidad. Pero tenía que jugar la mano con mucho cuidado.

La maratón de las sesiones en el pizarrón a menudo se prolongaban hasta horas avanzadas de la noche. Marc y May se mudaron de la casa que les habían edificado en lo alto del pueblo, a una nueva que les habían construido. May odiaba el nuevo alojamiento y permanecía despierta durante la noche escuchando las palpitaciones de la exhalación dentro del acumulador central.

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