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– ¿Por qué? -preguntó Stanko.

– Malditos idealistas, -masculló Little.

Caulec estaba de pie junto al auto del comando. Hoxha estaba sentado mirando hacia adelante y tenía un aire de total indiferencia. Su cara estaba tan vacía que por la espina dorsal del francés corrió frío. Todo lo que pasaba por la mente de esta máscara era fácil de adivinar: visiones de interminables horas de viejos refinamientos; de torturas turcas aplicadas a los saboteadores imperialistas. Las perspectivas fueron aparentemente tan apreciadas por el dictador estalinista que, de pronto, se decidió a adoptar una nueva precaución. Le habló a un oficial albanés. Instintivamente, Caulec sacó la pistola y la apuntó en dirección al mariscal. Un gesto totalmente innecesario, pero necesitaba relajar la tensión. El oficial albanés sacudió la cabeza.

– Paz, paz, -dijo rápidamente en inglés.

Luego transmitió a las tropas las órdenes de Enver; los soldados depositaron las armas a los pies.

– Ha cometido un terrible error en los cálculos, Mathieu, -estaba diciendo el profesor Kaplan-. Una equivocación tremenda.

– Sí, me he equivocado -contestó Mathieu-. Me importó.

La voz le tembló un poco y la muchacha pareció preocupada.

– Por favor, Marc. Todo andará bien, lo sabes. Ahora nada será como antes. Todo cambiará. Todo será diferente. Marc, has realizado algo maravilloso. Has ayudado al mundo a recuperar la cordura y a darse cuenta.

Mathieu la miró amorosamente.

– Cállate, Santa May de Albania. Lo único que he logrado es un horrible icono más. Ahora, Kaplan, escucha. ¿Conoces lo que actúa como disparador en el proceso de desintegración psicológica, o, digamos "espiritual"? Se enseña en el jardín de infantes.

– Un aparato nuclear.

– Bien. Mi única contribución es que la bomba nuclear no necesita construirse dentro de la estructura. Cualquier explosión nuclear sobre la tierra, no importa dónde, ni cuan lejos esté de aquí, hará que se inicie el proceso de desintegración. Está en manos de ustedes. Dejen caer una sola bomba y nada humano quedará en ustedes. No importa cuan lejos de aquí la tiren o sobre quién.

– ¡Imposible!

– Así es, profesor. Y es típico. Como acaban de decir, es solamente una metáfora. Y porque es la manera como todos ustedes piensan; porque ustedes creen que es solamente un mecanismo literario y porque no se sienten obligados respecto de los museos, de la literatura, de la poesía y de las metáforas -es decir, de la propia cultura- han hecho que esto sea factible y por eso es que no habrá más metáforas, ni más cultura, únicamente materialismo y el término de los sueños.

– ¡Imposible! -gritó Kaplan frenéticamente-. No se puede obtener una ola de sacudida ilimitada menos gama de ningún mecanismo nuclear…

"Mientras los escuchaba", escribió Starr, "pensé que la única equivocación en la que Mathieu había incurrido era el haber imaginado que se necesitaba el "Cerdo" para despojarnos de nuestra exhalación. En eso estaba completamente equivocado. El "Cerdo" no era nada más que un sobrante de guerra"

– Apúrese -le dijo a Kaplan-. No tenemos la eternidad… al menos, espero sinceramente que así sea.

Todo el equipo científico chino estaba quieto en el túnel, mientras que un capitán albanés mantenía el orden. Pero la ametralladora que sostenía en las manos no era necesaria. Nadie pensaba que los saboteadores tuvieran la idea de hacer explotar la coraza para así convertirse en la nada junto con la zona que los circundaba. "En ese momento, sin embargo, el odio experimentado por Enver Hoxha ha de haber sido de una naturaleza tan devastadora," escribió Little, "que lo único que salvó al mundo de la deshumanización total fue la ignorancia del dictador albanés respecto de las consecuencias de la explosión de la coraza. Junto con todos mis compañeros, salvo, por supuesto, Starr y el profesor Kaplan, lo ignorábamos beatíficamente. Porque, simplemente, el blindaje, según la explicación de Mathieu, no servía para nada. De no haberlo ignorado, Enver Hoxha nos hubiese tenido a su merced, no sólo a nosotros sino también al mundo entero. Las cartas hubieran estado en su mano y hubiese dictado las condiciones, amenazando con el exterminio a la tierra entera".

Cada uno de los hombres del comando llevaba consigo un diagrama del "Cerdo" y había practicado más de cien veces el proceso completo de liberación. A Kaplan lo habían llevado por si se presentaba algún problema técnico de último momento. Pero mirando las caras "de ansiedad, de nervios y de terror de los chinos, Starr se dio cuenta de que era allí donde encontrarían una cooperación inmediata. Harían el trabajo a las mil maravillas. "Admito que había empezado a sentir una cierta obstinación, un sentimiento agradable de poder absoluto", escribió. Les ordenó que liberasen la exhalación del pueblo albanés; tomó del brazo a Mathieu y a Kaplan y los condujo afuera. Ambos seguían discutiendo. Starr se detuvo en la puerta y miró hacia atrás.

– May -llamó suavemente.

May estaba mirando el enredado laberinto de retorcidas cañerías. La exhalación respiraba dentro, pulsando y latiendo.

Adelantó la mano y tocó el sistema suavemente. Sonreía.

– Ahora estarás bien -dijo amorosamente, habiéndole a solo Dios sabía quién o qué. Pero lo que fuese se podía arreglar muy bien con un poco más de amor.

– Ven, Santa May de Albania -llamó Starr-. Regresas a casa.

37

Estaban esperando.

El blindaje nuclear estaba en tierra. Con las articulaciones flexibles parecía un gigantesco escarabajo prehistórico color verde botella, que había salido arrastrándose de las eternas tinieblas para que lo matara la luz. El "Cerdo", agazapado pesadamente sobre las arqueadas y gruesas columnas, estaba allí descansando, semejante a un templo pagano, digiriendo a los sacerdotes, al incienso y a los sacrificios humanos. Babilónico, pensó Starr.

Las tropas, las manos vacías, estaban diseminadas alrededor en forma de media luna.

En el automóvil, Enver Hoxha estaba sentado completamente inmóvil, desdeñoso e impasible, testigo del inminente despilfarro de la energía del pueblo albanés. Lo expelido durante dieciocho meses por el pueblo de Albania estaba a punto de irse por un desagüe.

Volvieron a conectarse con el blindaje.

Mathieu y Kaplan permanecían callados. La muchacha tomó la mano de Mathieu y Starr, que los estaba mirando, sintió una aguda punzada de celos. Luego volvió a levantar los ojos hacia el templo pagano de la energía.

– Mayor -llamó Starr suavemente.

– ¿Sí? -murmuró Little.

– ¿Quién diablos fue el que dijo: "Que la luz se haga"?

– Er… ¿Cómo es el nombre?… Einstein -contestó Little.

– Lenin en 1917 -lo corrigió Grigoroff.

Little trató de mejorar los puntos.

– Edison -profirió-. El hombre que inventó las bombitas eléctricas.

Alzaban los ojos hacia la cabeza del "Cerdo". Conocían la tarea de memoria. Había que vaciar las patas completamente en la cámara de desintegración, que se encontraba en la cabeza del "Cerdo". Luego había que disminuir progresivamente la resistencia de la cabeza hasta que la estalinita alcanzara el nivel de gravedad del cero neutral.

– ¿Qué sucede si algo anda mal? -preguntó Stanko.

– Nada puede salir mal -respondió Little con displicencia-. Es científico.

– Quiero decir, más arriba.

– ¿Usted se refiere a allá arriba, arriba, arriba?

– Sí, allá arriba, arriba, arriba. Quiero decir que ahora está contaminado. Es de segunda mano.

– Entonces no sé lo que puede pasar -le contestó Little-. Misericordia, supongo, una cosa así. Pienso que allá arriba tendrán su rutina propia. Nosotros cuidemos nuestro propio culo.

Starr verificó que en la cámara de desintegración había ahora ciento setenta mil unidades de exha albanesa. Era mucho gas. La última teoría post-Hoyle -la ley de Bachman- decía que una "implosión", que hacerla estallar, crearía en algún lugar del cosmos un mundo de materia dos veces mayor que el tamaño del sistema solar. El paso siguiente sería un universo creado por el hombre. Cuando este pensamiento le pasó por la cabeza, por primera vez desde que el operativo había comenzado, Starr se sintió enfermo de horror.

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