Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Caulec bajó del auto. No era un momento propicio para curiosidades personales o de orden psicológico, pero no pudo evitar fijar la mirada en la cara de Enver Hoxha.

Era granito puro, materia, Gran Energía. El hombre merecía gobernar un país infinitamente más grande que Albania. Era evidente su total impermeabilidad a los efectos secundarios culturales del escape de la exhalación.

En toda la vida profesional Starr nunca se había sentido más descansado y seguro. Oficiales y NCO habían formado una pared protectora alrededor de ellos, enfrentando a sus propios soldados, llevando ametralladoras en la mano y dispuestos a disparar ante la más mínima señal de desobediencia.

Entre los albaneses, el único hombre cuya cara demostraba alguna reacción era el general Cocuk. Se la veía hinchada, roja de odio, y era reconfortante saber que tenía algo de humano.

En el cielo, por encima del valle, se veían águilas o buitres describiendo círculos, sin poder diferenciar de cuál de los dos pájaros se trataba.

36

Estaban detenidos en la entrada del "Cerdo", el blindaje en el suelo, junto a ellos, las obscuras cuerdas electrónicas enrolladas sobre la tierra como si estuvieran unidos al arma por serpientes, en una monstruosa transfusión mortal. Alrededor, dos mil soldados los vigilaban. En un automóvil, el alto comando albanés constituía una masa inmóvil de hombros, charreteras, pechos, medallas, cuellos gordos y caras solemnes, severas y rígidas. Un desfile del Día de la Primavera, pensó Starr mientras esperaba que Kaplan se desenredara del cable; luego entraron en el "Cerdo". Según el diagrama, el "cerebro" debía encontrarse en el fondo del túnel, a la derecha. Mientras caminaban acompañados por los ansiosos albaneses que les mostraban el camino, Starr experimentó una aguda, profunda y casi insoportable sensación de miseria y de angustia y emitió un juramento silencioso, furioso consigo mismo por haber sido una presa tan fácil del efecto depresivo de la exhalación. En las patas del "Cerdo" la concentración era aplastante. Tiempo después, el profesor Kaplan le dijo que el medidor del combustible marcaba ciento setenta mil unidades, aproximadamente un rendimiento casi el doble del escape final anual. Como efecto psicológico debía de ser agobiante. En cada máquina que los rodeaba se escuchaba el ruido acelerado y regular de la exhalación, y la aleación de pascalita -allí la llamaban estalinita -brillaba en el fantasmagórico color blanco-perlado. Una vez que se soltara la exhalación, dado el relativamente bajo índice de mortalidad de los albaneses, Occidente dispondría de una tregua de veinte meses, tiempo suficiente para conseguir un nuevo entendimiento con China.

Cuando uno de los oficiales albaneses abrió la puerta, Starr vio a la chica. Estaba sentada en una silla, tenía los brazos cruzados, y después que lo miró, sonrió.

– Hola -le dijo.

Mathieu estaba de pie de espaldas a la puerta. A Starr le llevó unos cuantos segundos comprender lo que veían sus ojos. Había momentos en que tenía que luchar contra la sospecha de que nada de esto estaba sucediendo y que todo el horror no era más que una consecuencia del escape cultural de la propia exhalación.

Mathieu estaba pintando un icono.

Era un icono que representaba a May. Ingenuo, improvisado, casi infantil en su carencia de habilidad, tenía un halo dorado alrededor de la cabeza y las palabras "Santa May de Albania" escritas en caracteres cirílicos mal hechos.

– Profesor Mathieu… -empezó a decir Kaplan.

Mathieu retrocedió un paso y miró al icono con severidad. Después miró al intruso y no le quedó ninguna duda al respecto: el individuo sonreía complacido.

– Santa May de Albania, la Salvadora, -dijo.

– Profesor Mathieu… -repitió Kaplan.

– Estos halos son terriblemente difíciles de hacer, sabe, -les dijo Mathieu-. Ahora veamos… Pienso que andaría bien con un poco más de dorado aquí… Sólo una pincelada… No te muevas, May.

May lo miraba con tal amor, que si esto hubiese podido contribuir en algo, el icono hubiese resultado ser una obra de arte.

– Quieta, muchacha… Quiero decir, no te muevas para nada. Tengo que darle más luz al halo.

– ¿Por qué no me puedo mover? No tengo un hald, así que no importa. ¿Puedo fumar?

– No mientras trabajo en el halo. Trata de ayudar.

– Profesor Mathieu -le gritó Kaplan repentinamente-. ¡Usted se ha equivocado!

Mathieu lo miró, y luego otra vez al icono.

– ¿Dónde me he equivocado? ¿Demasiado oro? Bueno, tiene que irradiar luz, sabe. ¿Cómo pintaría usted un halo?

– ¿Quiere hacer el favor de dejar de odiarnos por unos segundos, profesor? -le encareció Starr suavemente-. Todos somos una porquería. Usted ha estado trabajando en la porquería durante años. Lo que pasa es que no puede terminarla sin ponerle final a las otras cualidades de la exhalación, si se puede decir así. Usted termina con la porquería, y ya no habrá más belleza, profesor. No más halos dorados. Tenemos un pequeño artefacto nuclear y si algún albanés nervioso aprieta el gatillo…

– ¡Profesor Mathieu, usted se ha equivocado! -seguía gritando Kaplan.

– ¿Quién? ¿Yo? Ninguna equivocación.

– La desintegración de la exhalación provocará una reacción en cadena…

Mathieu lo miró.

– ¿Usted hizo todo el trayecto hasta aquí para repetirme las palabras de Jesucristo?

– Una reacción en cadena, profesor. Una total desintegración espiritual…

– San Mateo -agregó de pronto May.

– ¿QUÉ? -vociferó Kaplan.

– Está repitiendo palabras de San Mateo -le dijo May con simpatía.

Starr se rió. Fue una risa falsa, un horrible gruñido, y se quedó en silencio.

– Mathieu -tronó Kaplap, los pelos erizados que brillaban mediante una exhalación estática-. Mathieu, no quedará nada de lo que hace que el ser humano sea un ser humano…

Mathieu pareció escandalizado. Estaba limpiando su pincel y lo dejó.

– Escuchen, idiotas brillantes, ¿cuánto creen ustedes que queda de lo que se necesita para hacer de un ser humano un ser humano?

– Bueno, profesor, no sea antipático -le dijo Starr-. Los museos, por ejemplo. Acaban de pagar un millón de dólares por un Velázquez.

– No me refiero a lo que queda fuera. Hablo de dentro -le replicó Mathieu.

– Perdóneme, mi estimado colega, no es el momento de emplear metáforas…

– Eso es lo que quiero decir -dijo Mathieu-. Si esto no es más que una metáfora, entonces usted no es un ser humano.

Uno de los oficiales albaneses empezó a gritar. Señalaba hacia la puerta y gritaba.

Kaplan se puso blanco.

– ¿Qué diablos está tratando de decirnos? -preguntó Starr.

– Que nos apuremos; no puede estar seguro de que algún soldado nervioso…

Starr se sorprendió.

– ¿Usted entiende el albanés? ¿Desde cuándo?

– No necesito hablar el albanés para…

Starr empezaba también a preocuparse por los nervios de los albaneses.

– Allons, enfants de la patrie -entonó en el mejor francés-. Una bomba nos está esperando.

– ¡Metáforas! -murmuró Mathieu-. ¿Qué es lo que hace que un ser humano sea un ser humano? ¿Me quieren decir cuánta gente es la que tiene el privilegio de saber "qué es lo que hace que un ser humano sea un ser humano"? Si nosotros destruimos todos los escapes, todos los efectos secundarios, todos los museos, salas de conciertos y bibliotecas, el noventa y nueve por ciento de la población del mundo no notará la diferencia… ¡Y hablan de metáforas!

Afuera, Little miró el reloj. Habían calculado la liberación de la exhalación en veinte minutos, pero en el interior había dos intelectuales brillantes, el profesor Mathieu y el profesor Kaplan, lo que significaba que se demorarían más tiempo. De pronto, le asaltó un pensamiento extraño.

– ¿Algún pedazo de ladrillo de ustedes sabe si el francés Mathieu es judío?

53
{"b":"100884","o":1}