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– Tonterías -respondió Mathieu-. Saben que técnicamente lo pueden hacer, y si tienen que verificar todos los aspectos matemáticos, sólo puedo decirle que los norteamericanos llegarán antes. Y, entonces, ¿qué? El ensayo puede tener lugar dentro de unas pocas semanas y espero que usted esté presente.

– También desean estar seguros de que la población local no correrá ningún peligro -agregó el mariscal-. Cuando hicieron un experimento similar, hace dieciocho meses, en China, ya sabe cuáles fueron los desastrosos resultados locales.

– La situación es completamente diferente. Desde entonces hemos avanzado mucho.

El mariscal asintió. Pinchaba las arvejas grasosas con el tenedor. Mathieu no había conseguido nunca comprender porqué cuanto más pobre era un país, más suculenta y grasosa era la comida.

– Entonces, con toda claridad, ¿por qué eligió usted trabajar para nosotros, señor Mathieu? Usted no es comunista -le espetó Enver Hoxha.

Para librarme del gusano Erasmo, pensó Mathieu.

– Me gusta la forma racional y realista con que ustedes encaran el problema del hombre fuerza -le respondió-. Además, vuestro país es muy pequeño y yo ya estaba harto del imperialismo norteamericano y del ruso.

Luego el mariscal quiso saber con qué rapidez, en la opinión de Mathieu, Estados Unidos podría convertir sus industrias a la nueva fuente de energía.

– Los especialistas están trabajando aún; pero se necesitan muchas palabras nuevas, un nuevo vocabulario, una jerga técnica tranquilizadora. Tienen que vendérselo al pueblo y no han encontrado el ángulo apropiado para la campaña de persuasión. Pero allí está. Justamente aquí tengo algunas nuevas muestras norteamericanas. Las recibí por intermedio de Suiza.

Levantó el portafolio del suelo y lo abrió. Siempre le había causado gracia el respeto que le tenían los comunistas a la tecnología norteamericana. Un pedazo de maquinaria bien concebida y lograda, que prendía en los ojos la misma clase de luz que se encendía en los ojos de un hombre del Renacimiento cuando veía la Virgen de Miguel Ángel. La cara de Enver Hoxha dejó traslucir una expresión de placer cuando Mathieu le alcanzó el aparato. Era un lustrador de zapatos. En los Estados Unidos se "vendía en quince dólares con noventa y siete centavos, y Mathieu señaló la inscripción de la etiqueta y la leyó en voz alta: "Permanentemente lubricada; para siempre…"

El mariscal empujó la silla hacia atrás, se agachó y aplicó el cepillo a los zapatos. Se deslizaba suavemente, haciendo un zumbido agradable y amistosamente norteamericano. La cara de Enver Hoxha expresaba una intensa satisfacción.

– Funcionará eternamente -manifestó Mathieu-, o por lo menos hasta que duren los componentes metálicos. La pila se puede sacar para ser usada con otro propósito.

Como el lustrador, lo abrió y les mostró el mecanismo minúsculo, apenas un poquito más grande que una cabeza de alfiler.

El mariscal examinó detenidamente la pila.

– ¿Negro? -preguntó.

Al principio Mathieu no le entendió.

– ¿Negro o vietnamés? -insistió el mariscal.

– No, no lo creo -dijo Mathieu con una sonrisa simpática-. Pienso que es un buen cristiano, la exhalación de un blanco norteamericano. Lo llaman AVISPA. La mejor calidad.

Mathieu volvió a hacerlo funcionar y el mariscal lo aplicó nuevamente con fruición a los zapatos.

28

Los rusos entraron en onda a las 13.30, hora norteamericana. Al Presidente se le había dado apenas un aviso de cinco minutos, y no había habido ningún indicio de emergencia procedente de Moscú ni de Yugoslavia. El comando operativo responsable de la situación en Albania se encontraba en Belgrado, y durante las veinticuatro horas se había mantenido el contacto con el personal de guardia. Todo parecía caminar de acuerdo con los planes y el contacto había resultado solamente una rutina técnica. La operación podía tener éxito o fallar, y esto último significaría un abierto ataque desde el aire contra el "Cerdo", pero, según las informaciones del Servicio de Inteligencia y los reconocimientos aéreos, el ensayo de fisión del exha no se realizaría antes de dos semanas.

El primer indicio de una llamada "en rojo" de Moscú se produjo a las 13 cuando el Presidente estaba sentado frente a un vaso de "bourbon" y un plato de queso casero. Apenas tuvo tiempo de convocar al "equipo": Dean Rexell, el director de CÍA; el secretario de Defensa, a quien hubo que sacar del hospital donde se estaba recuperando de un ataque cardíaco; el general Maxwell Robert, jefe del Estado Mayor Conjunto, que acababa de hacerse cargo el día anterior. Las llamadas automáticas a todo el personal de "alarma uno" todavía se estaban realizando en todas las direcciones. El general Franker, asistente personal del Presidente para los asuntos de seguridad nacional, estaba en Belgrado con Russel Elcott, y como había una situación de frialdad entre el Presidente y su secretario de Estado, se lo dejó durmiendo un sueño reparador. Al Vicepresidente se lo dejó a cargo de los miembros del Congreso. El Presidente llamó también a Dean Edwafds, que estaba en la Casa Blanca en calidad de huésped, y que, si bien no era experto en nada, era una persona de confianza y un verdadero amigo.

Los primeros minutos en la Sala de Control estuvieron dedicados al acostumbrado mal humor que se apoderaba del Presidente cada vez que lo hacían esperar. Su primer comentario al bajar fue un malhumorado:

– Bueno, cuando no es una cosa, es otra.

Luego, sin ninguna razón aparente, pensó en Harry Truman, la vieja mula. Ésa era la clase de ánimo típicamente norteamericana que necesitaba en el momento: un obstinado, tenaz y empeñoso afán por la supervivencia. Sabía que la "emergencia roja A", en la clave de la semana, significaba algo de una enorme importancia inmediata.

Hacía mucho tiempo que el Presidente había llegado a la conclusión de que en la cima de la responsabilidad mundial lo que se necesitaba, sobre todas las cosas, no era genio, ni intelectualidad sobresaliente, sino un fuerte y terrenal sentido común de granjero prudente y un sentido de decencia. El resto era posible alquilarlo o pedirlo prestado. En la cumbre, las cosas se volvían extrañamente elementales y, cada vez más, las decisiones estaban dictadas, no por pensamientos originales, sino por un obstinado y claro atenerse a lo fundamental que empezaba por el dos más dos son cuatro, sucediese lo que sucediese. En los asuntos de vida o muerte que afectaban a billones de seres humanos, el único requisito absoluto que debía tener en cuenta quien ejercía el poder total, era el de desconfiar totalmente del poder.

Como siempre le ocurría en las ocasiones en las que normalmente debía sentirse ansioso e incluso asustado, no siendo el Presidente de los Estados Unidos, y siéndolo exactamente lo mismo, se sentía de un humor pésimo, enojado y agresivo, y como se conocía a sí mismo empezó a concentrarse para controlar su carácter.

Por alguna razón que nada tenía que ver con las informaciones que se había estado recibiendo respecto de los progresos del operativo en Albania, sabía que en unos pocos minutos el "Cerdo" estaría mirándole la cara una vez más, haciendo una mueca particularmente horrible, sucia e históricamente desdeñosa.

Cuando aparecieron los rusos en la pantalla, el Presidente experimentó una sensación extraña, completamente nueva: un sentimiento de alivio, como si estuviera nuevamente entre amigos de confianza. El sentimiento llegó tan inesperadamente y fue tan fuerte que, deliberadamente, reaccionó en contra; no tenía por qué esperar que lo tranquilizaran. Su fuerza se encontraba ahí, alrededor de él. Era el pueblo norteamericano. Una mirada al rostro de los rusos, y supo que se trataba de algo malo y urgente. No tenían cara de asustados sino de desamparados. La expresión de la cara del mariscal Grechko era la de un hombre que acaba de comerse a su perro y está sufriendo de indigestión y de remordimiento. Brezhnev, Suslov, Kosygin -y esta vez también había otras caras de expertos y consejeros -todos parecían haber perdido el control de sus facciones. Primeramente el Presidente pensó en la derrota y, una vez más, se encontró preguntándose a sí mismo por qué sentía tanta aprensión ante la sola idea de que el liderazgo comunista fuese desplazado. De pronto se sintió como si estuviera en presencia de una comisión investigadora de actividades antinorteamericanas- La impresión de desamparo llegó con tal fuerza, que el Presidente tuvo que volver a reaccionar sólo porque necesitaba recuperar el equilibrio. Era el tipo de persona a la que la proximidad del fin del mundo le provocaba la violenta exigencia de tomar café. Pidió uno y también sandwiches.

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