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– Claro que sí -mintió Starr.

– Pero alguien tiene que decírselo al pueblo albanés. Se alzarán en son de protesta y destruirán de una vez por todas al "Cerdo" de la energía. Iré a decírselo.

– Sí, algún día lo harás -le dijo Starr.

Durante la noche recorrieron los últimos cuatro kilómetros del viaje, siguiendo al muchacho albanés y al resguardo de la luna que iluminaba el camino. Encima de las cabezas millones de centellantes ojos amarillos hablaban de años luminosos y de ausencia.

En el receptor escuchaban voces de soldados albaneses; los ruidos amplificados de insectos que escarbaban; de piedras que caían; de pájaros que soñaban y los de sus propios pasos. Todo colmaba el mundo de terremotos, de oleajes y de montañas que estallaban. Cada vez que desconectaban el aparato, el silencio caía sobre ellos con una sordera total. Los rayos infrarrojos transformaban la tierra en un planeta rojo. Parecía como si caminasen hacia su destino a través de una historia de sangre a través de la sangre necesaria para que esto pudiese suceder.

A las dos de la madrugada, Starr escuchó un grito desgarrante que lo hizo lanzar un juramento de terror antes de apagar el receptor. Muy, muy lejos, cantaba un gallo. Les llevó más de una hora antes de poder ver cómo las estrellas brillaban desde tierra: era el pueblo de Ziv. Siguieron los riscos hacia el Sur y, de pronto a sus pies apareció el valle entero que tenía miles de pilares que brillaban en la noche con un fulgor blanco. -Descanso de diez minutos -ordenó Little. Starr se acostó boca arriba, cerró los ojos y sintió sobre la frente una mano suave y dulce. Se despertó: era la brisa del mar. La noche se apoyaba sobre él con toda su multitud rutilante, y mientras permanecía por unos segundos más, acostado, mirando la estrella del Pastor, el norteamericano pensó con tristeza que de haber tenido unos pocos hombres bien entrenados, dos mil años atrás, en Judea, nunca se habría llegado a esto…

30

La besó y cerró los ojos, mientras apretaba la frente contra su pecho. Era el mejor y el único lugar en el mundo donde se podía cerrar los ojos con confianza. La suavidad y el hálito de la vida, la tibieza… El término de la búsqueda.

– Por favor, Marc, apaga la luz.

Obedeció.

– Odio esta luz.

– ¿Por qué?

– Es gente.

– Energía humana.

– El pueblo albanés.

– La están usando en todas partes. Es la menos costosa.

Afuera la noche refulgía. Un ruido lento y profundo llenaba el valle. Había momentos en los que se sentía preocupado. La concentración y la presión de la energía eran tales que era casi imposible pensar que, a pesar de toda la potencia de los compresores de estalinita, la fuerza de ascenso quedase cautiva y no consiguiese liberarse. Hacía tiempo que se había logrado el punto de saturación, pero esto daba lugar a un amplio margen de seguridad. Sólo unas pocas horas más. Entonces… Sonrió. Y después, por fin, la inocencia.

– Buscando estoy el rostro que tenía antes de que el mundo fuese creado…

– ¿Por qué dices esa frase, Marc? Te la he oído repetir a menudo. ¿Qué significa?

– Es un poema de Yeats.

– ¿De qué trata?

– De la inocencia.

– ¿Qué inocencia? ¿La inocencia de quién, Marc?

– La inocencia anterior a la creación del mundo. Antes de que nosotros lo hiciéramos, May. Se nos había dado la posibilidad y se desperdició. Antes, la inocencia existía.

– ¿El Jardín del Edén? ¿El pecado original?

Otra vez puso la cabeza contra la tibieza de May. Un nuevo comienzo. De regreso en el reino animal Sonde, tal vez, exista otra oportunidad, un nuevo ser, una nueva creación, un hombre compasivo…

– Marc.

– Sí.

– Es para mañana, ¿no es así?

– Ya sabes que es para mañana, May. Lo sabes todo: hace meses que estás tomando fotografías microfílmicas de cada pedazo de papel, de cada diagrama. He tenido que vigilarte constantemente, o la Seguridad te hubiera atrapado. Eres tan condenadamente descuidada. Hasta escondes un transmisor laser en miniatura dentro de tus zapatos.

Sintió que el cuerpo de May se endurecía en sus brazos.

– Está bien -le dijo-. Lo supe siempre. Está muy bien, Santa May de Albania tratando de salvar, al alma inmortal de la desintegración.

El corazón de May latía con fuerza contra la frente y le besó, el lugar.

– ¿Por qué no me lo dijiste, Marc?

– Convenía a mis planes. Quería que los grandes bastardos lo supieran.

– ¿Por qué?

– Por que puede hacerles recobrar los sentidos. Está en sus manos. Todo lo que tienen que hacer es detenerse en el acto donde están actualmente y tomar una nueva dirección. Destruir las acumulaciones nucleares. Abolir los bloques de energía. Crear estados pequeños, infrasociedades. Suprimir los estados poderosos, las combinaciones colectivas múltiples reduciéndolas a un mínimo de poder y a un nivel de responsabilidad ética máxima. Descender de lo nacional a unidades culturales interdependientes. Existen soluciones, todos los estudiantes de sociología las conocen. Concluir con la grandeza del poder y empezar una nueva senda dirigida hacia la grandeza del hombre.

– No lo harán.

– Entonces tendrá lugar la reacción en cadena y por fin habrá un poco de inocencia.

– Sólo embrutecimiento.

– El embrutecimiento es una cosa que sólo conoce el hombre; los animales, no.

En la obscuridad May buscó la mano de Marc.

– Eres tan… tan estudiante, realmente, -le dijo-. Igual que todos los estudiantes de París en el mes de mayo, haciendo barricadas…

Apretó la mano de él contra la mejilla; la besó.

– ¿Entonces no es un error? ¿No ha habido ningún error de cálculo, no has cometido ninguna equivocación? ¿Lo has sabido siempre?

– Por supuesto.

– ¿Sabías verdaderamente que iba a suceder una reacción en cadena?

– Desde el principio de la ética, May, todo el mundo lo ha sabido. No existe, no puede haber algo como la "deshumanización limitada". No puede haber un límite, digamos, para los nazis, para Stalin, o para My Lai en Vietnam. En la exhalación hay una unidad fundamental. No puedes desintegrar locamente la exhalación, sin envilecer lo que ella es en sí. Sólo que en el pasado era un concepto de moral religiosa. Ahora, la ciencia lo ha logrado. No puedes desintegrar una exhalación, Santa May de Albania. Continúa extendiéndose siempre. Existe una unidad básica.

– Y mañana, ¿lo harás?

– No. Lo harán ellos mismos.

– Pero eres tú…

– No. Aceptarán hacerlo. Lo dispararán ellos mismos. Sólo se necesita una explosión nuclear.

– No lo saben y ya es demasiado tarde para hacérselo saber -sostuvo May.

– Ellos lo saben. Lo han sabido todo el tiempo. No obstante lo harán igual. No querrán perder el poder. Saben cómo evitarlo, pero prefieren destruir al mundo antes que perder el poder. Está en sus manos. Tirarán la bomba. Lo saben, May, y hace dos días yo le envié otro mensaje a Pablo VI.

A esa hora del crepúsculo en la que la luna y las estrellas mitigan el cansancio de los ojos con el azul y la frialdad plateada del infinito, y la tierra aún conserva el último hálito de tibieza del día, el Santo Padre se encontraba de pie en la gruta de olivos de la residencia veraniega de Castel Gandolfo.

En la belleza de la noche; en el silencio de los pájaros y de las hojas; en la quietud y la fragancia de los árboles; en la quieta indiferencia de la naturaleza no había nada que pudiera haberse tomado por una señal de preocupación o de piedad por el hombre, como si lo que la humanidad se estaba haciendo a sí misma no encontrara ningún eco en sus viejos compañeros. Sin embargo era una falta de fe ver indiferencia y alejamiento, aquí en toda esta belleza serena e inmaculada, pues también podía implicar una intención, un mensaje de confianza.

El Pontífice escuchaba al profesor Gaetano:

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