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Por las miradas que les dirigía era evidente que Albert no estaba viendo nada de eso.

– Tranquilo, ahora, tranquilo… -le decía Mathieu para calmarlo.

– ¡Salauds! -bramaba Albert.

Luego saltó del sofá dirigiéndose hacia la puerta.

Mathieu visitó al conductor de taxi todos los días, y lo tranquilizó el hecho de que tanto la esposa de éste como el médico consideraban que estaba en trance de delirium tremens. Tenía muchísima fiebre y deliraba. El médico sacudía la cabeza cuando escuchaba la delirante narración de Albert respecto del automóvil que funcionaba mediante la "fuerza del alma humana". Pocos días después, la esposa de Albert llamó a Mathieu por teléfono y le dijo que el viejo se estaba muriendo y que "yo le cuento esto porque usted ha demostrado ser una persona tan gentil". Mathieu en ese momento estaba trabajando en el garaje de Fontainebleau, donde no había ningún otro auto disponible más que el Citroen. Lo tomó y se dirigió hacia la casa donde vivía el viejo matrimonio, cerca de Villette. El auto tenía una capacidad de cuatro exhalaciones, pero funcionaba con una sola, y la aguja en el contador argonne, sobre el tablero, se mantenía en uno. Mathieu detuvo la marcha del motor y, cuando ya descendía del automóvil, sucedieron dos cosas. Primero, el motor volvió a funcionar por sí mismo, y luego, cuando Mathieu miró hacia el tablero en un gesto instintivo, notó que la aguja del contador marcaba el número dos.

Por un momento Mathieu le dirigió una mirada seria y enseguida se dio cuenta de lo que sucedía.

Ni siquiera se tomó el trabajo de subir. Albert había muerto y ahora, por así decirlo, se había sentado dentro del motor del Citroen. Mathieu regresó a su casa y se emborrachó. De alguna manera se sentía responsable de la muerte del viejo. Cuando discutían temas científicos debían ser más precavidos, aunque, ¿cómo podían haberse enterado de que un profano los estaba escuchando? Odiaba la expresión "mártir de la ciencia", pero, en cierto modo, era el caso del anclen combattant francés. Mas, entonces, también lo habían sido Montaigne, Rabelais y Pascal. Rápidamente, se estaban convirtiendo en mártires de la ciencia.

Se sintió triste, furioso y apenado. Era imposible hacer que la gente se beneficiara ampliamente de la ciencia y de los progresos ideológicos sin haber elevado, previamente, el nivel cultural de las masas. Tenían que descartar todos los moldes que aún comprimían las mentes.

En realidad, lo que se necesitaba antes de que la exhalación fuese utilizada masivamente era despertar un renacimiento cultural.

Rió y después se emborrachó de tal manera que casi llega hasta el dormitorio para despertar a May y contarle el chiste, la forma en que el auto estaba estacionado a menos de cincuenta metros del exhalador, y de cómo ahora tenían la exhalación de Albert haciendo funcionar al Citroen. Recordó, sin embargo, y a tiempo, que ella carecía de sentido del humor y también que era religiosa, por lo que no había nadie para compartir la broma.

Se dirigió al baño y metió su cabeza culpable dentro del lavatorio dejando que le cayera agua fría para desembriagarse y poder embriagarse nuevamente.

Si había algo que odiaba era tener inconvenientes mecánicos. Además, le había tomado afecto al viejo chofer de taxi; le gustaba el acento parigot; el cigarrillo Boyar de papel marrón colgándole de los labios; el enorme bigote manchado por el tabaco; las interminables conversaciones sobre la Resistance y las bromas corrientes sobre los curas y la iglesia; típicas del empedernido francés ateo. No le podía haber sucedido a nadie más simpático.

8

"Culpable". Era la palabra que tenía que examinar en cada noche de insomnio. Empero, tozudamente, seguía rehusando aceptar el veredicto porque, como dice Pascal, "la búsqueda del ser humano, su andar a tientas y su penetración cada vez más honda dentro del universo y de lo desconocido, constituyen una parte intrínseca del universo y de lo desconocido". La única explicación posible de la búsqueda compulsiva sería que el propósito de toda ciencia fuese el descubrimiento de Dios, mas esta clase de vuelo de la fantasía poética a la manera de Teilhard de Chardin, esta conveniente escapatoria, estaba completamente fuera de su alcance. Y en cuanto al resto… No era la culpa de Kastler si la primera contribución teórica para los rayos laser ahora guiaba a otros a construir el "cuchillo" que puede partir en dos a un tanque del ejército de diez toneladas. Una investigación al margen, efectuada en el espectro por Valenti, había conducido hasta un visor infrarrojo que hacía posible apuntar y matar en la obscuridad. La "proeza cumbre" de Mathieu, inspirada chispa de poesía matemática, que lo había llevado a ser elegido en el College de France a los veintinueve años, fue brillantemente explotada por los lacayos científicos del establecimiento energético, haciendo así posible la construcción de la bomba de hidrógeno francesa.

No obstante, la única respuesta a la ciencia era más ciencia.

Tampoco había una carencia de hábil racionalización. La escapatoria ética de los científicos que habían construido la "última" arma nuclear fue pensar que ésta impediría toda guerra futura. El Círculo Erasmo proyectaba algo similar: estaban empeñados en llevar a los gigantes de la energía loca aun más lejos en la misma dirección. Dicho por Valenti: "El propósito del proyecto era el de un despertar moral, el de un cambio de rumbo, y el de un renacimiento cultural". Era un mecanismo conveniente, piadoso y psicológico, aunque, en cuanto a Mathieu atañía, no servía. El veredicto seguía siendo el mismo: culpable.

Trató de abandonar la búsqueda, de "patear la costumbre", como la llamaba. Cuando en su mente empezó a vislumbrarse en forma clara la posibilidad de captar la energía exha por medio de la "inversión de la gravitación", que ya había sido descubierta por Yoshimoto quince años atrás, decidió abandonar la investigación huyendo a Tahiti para vivir allí bajo un nombre supuesto, lo que había sido una impugnación violenta respecto de su propio talento. Fueron los mejores momentos de su Vida. Luminosos, colmados por el "surf" y las estrellas y del resto se habían encargado las muchachas tahitianas. Pero una noche, mientras permanecía insomne en la choza, otra vez se apoderó de él.

Se levantó de la cama y encendió la lámpara de aceite. Las mariposas nocturnas se abalanzaban obstinadas dentro de la llama brillante, posiblemente confundiéndola con la civilización. Mathieu se quedó inmóvil, luchando contra la compulsión, contra su verdadera naturaleza: la de un transgresor e investigador eterno.

Saltó a la intemperie.

El océano centelleaba con billones de microorganismos; las nubes de un obscuro violáceo se estremecían atravesadas por un rayo silencioso; pero la tormenta se mantenía prudentemente lejos de la costa, como para guardar sus fuegos a salvo, a una distancia prudente de la mano prometeica del hombre allí de pie, en la playa.

Mathieu miró alrededor de él. Todo era color plata. Recogió un pedazo de madera arrojado por el mar y se puso de rodillas.

Entonces…

La noche era silenciosa y se podía confiar. La naturaleza contenía el aliento. No había ningún Chávez ni ningún Valenti, nadie para leer los signos y para garantizaran uso práctico, un consejo, algo nuevo de su teoría, un deleite artístico. Solamente el océano se removía inquieto, contemplando el osado trabajo del explorador.

…Entonces, mientras las estrellas empalidecían, y la charca comenzó nuevamente a hincharse por la marea que retornaba, Mathieu arrojó el palo.

El océano se acercaba cada vez más a los símbolos matemáticos sobre la arena, y los cubrió luego, con un estremecimiento desasosegado y un silbido apenas silencioso, como si temiera que alguno de ellos se le escapara. Pero el joven matemático ayudó al océano, corriendo sobre los signos, hundiendo en ellos los pies, para que cuando el sol saliera no quedara sobre la orilla ninguna señal de su trabajo.

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