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El superior general miró fríamente al dinosaurio francés a través de esos ojos pálidos, luminosamente azules, de párpados rojizos como el jenjibre y desprovistos de pestañas, una mirada glacial, misteriosamente desnuda.

– Por supuesto, creo que Sandomme tiene un punto de vista del asunto radicalmente diferente y, sin duda, su consejo ha de ser mejor.

Sandomme se limitó a murmurar algo dentro de la barba, sabiendo que era la única manera de conseguir dominar un leonino bramido de furia.

El orador siguiente era el cardenal Haller de Alemania, de casi ochenta y ocho años de edad, que tenía una blancura extraordinaria, de una calidad traslúcida. El pelo, la barba, la piel, los labios y los mismos ojos tenían una tonalidad casi fantasmal; era la blancura de los hombres muy ancianos y de las catedrales nuevas.

– Sólo puedo repetir mi profunda convicción de que nuestra amada iglesia debe combatir este ultraje, firme y abiertamente… Es uno de los momentos de la historia en los que debemos comprometernos enteramente y sin equívocos…

El cardenal Paulding, de los Estados Unidos de Norteamérica, no pudo contenerse más. Era un hombre de cara redonda y roja, que usaba lentes gruesos y tenía un ligero defecto para hablar. Por haber sido banquero había conseguido que la iglesia norteamericana saliera de una situación económica difícil para entrar en la prosperidad y, desde el principio, se comportó como un opositor firme de aquellos prelados a quienes él denominaba "medievales".

– Es ridículo. ¿Por cuánto tiempo más vamos a seguir aferrados a las supersticiones? Ha sido identificado un nuevo elemento atómico, y es todo. No es ni costoso, ni escaso como el uranio o el plutonio; nos puede ayudar a erradicar la pobreza en todas partes y, de esa manera, luchar contra el comunismo ateo de la manera más efectiva… El hecho de que el nuevo elemento pueda controlarse técnicamente por sí mismo prueba que es solamente un fenómeno físico y no uno espiritual… Si nos oponemos a la energía generada por el cuerpo -es una energía corporal y nada más, energía humana- todos ustedes saben lo que sucederá. Las fuerzas del comunismo seguirán adelante construyendo reactores o plantas, o como sea que las denominen, y en todos los frentes nos dejarán muy atrás, ya sea en el industrial o en el militar…

Lo que impresionaba mucho al cardenal Sandomme era que todos los obispos presentes se comportasen como si en la situación hubiera algo nuevo e inesperado, como si una nueva calamidad hubiera conmovido la fibra espiritual de la humanidad. No era más que el último tramo en el camino de la degradación espiritual que la humanidad había empezado a recorrer mucho tiempo atrás… Pero hasta Sandomme se emocionó cuando escuchó al padre Buominari, quien, con la cara rutilante de lágrimas no ofreció nada más que su dolor y su plegaria…

7

En medio de los vericuetos del tráfico de París, el Citroen azul se movía lentamente. La máquina del auto constituía el más perfecto esfuerzo logrado por el Círculo de Erasmo hasta ese momento, después que el combustible común había sido reemplazado por la exhalación. Sin embargo no faltaron algunos problemas con la prensa. La noticia de que un grupo de científicos franceses estaban experimentando un concepto completamente nuevo de un automóvil "a propulsión atómica" había llegado hasta los diarios, lo que culminó con una visita de los periodistas al garaje. Se les dieron las respuestas usuales de "costos prohibitivos", y perdieron rápidamente el interés.

En la misma época ocurrió el desgraciado incidente de Albert, el chofer de taxi.

Después de la filtración en la prensa, decidieron guardar el Citroen fuera de la ciudad, en el garaje de la casa de Valenti en Fontainebleau, donde tenían una sucursal del laboratorio y un taller escondido al resguardo de la Faculté des Sciences. Como los tres tenían que recorrer constantemente la carretera entre Fontainebleau y París, decidieron alquilar un auto conducido por un chofer, y su elección recayó sobre Albert Cachou, un anclen combattant, veterano de la guerra de 1940, de enorme nariz, voz estrepitosa y bigote gris que constituían un espectáculo y un sonido familiar en la fila de taxis estacionados junto a la Sorbonne. Guardaban el Citroen cerrado con llave en el garaje. Una tarde Mathieu y Valenti estaban haciendo un experimento con el calibrador de argonne. La distancia para la alimentación o carga de combustible era de cincuenta metros libremente y ambos investigadores estaban ocupados en anotar las distancias y la velocidad que el medidor necesitaba para registrar la exhalación sin perder su contacto. Estaban solos y hablaban. Valenti comentaba enojado lo indigno que se sentía cada vez que tenía que introducirse en un hospital a escondidas, como si fuera un ladrón, llevando el exhalador a cuestas. Le hacía recordar la época en que los cirujanos, para obtener cadáveres para sus estudios de anatomía, tenían que valerse de violadores de tumbas. Medievalismo puro. Además, como liberal que era, consideraba que el atrapar la exhalación dándole luego un uso indiscriminado era una medida staliniana, ya que no se había consultado previamente a la fuente, es decir, a aquel que la había producido. Hacía resurgir el problema sobre el derecho que tenían los seres humanos de elegir su destino libremente. Debía consultárseles qué uso querían que se diera a su respectiva desintegración: depositarla en un automóvil, en una lavadora de ropa, en un tractor o incluso en una fábrica de salchichas. Se les debía conceder libre elección. La exhalación no podía robárseles como si se tratara de un engranaje cualquiera de una producción industrial distribuida por una máquina ya que no era una simple situación intercalada. La libre elección de los dadores debería establecerse como un derecho cultural. Valenti se sentía profundamente preocupado por la situación y hablaba extensamente mientras que la exhalación apresada borboteaba a sus anchas dentro del nuevo motor del Citroen. Luego volvieron, una vez más, al tema del desperdicio, a la imposibilidad de fragmentar la exhalación en unidades microscópicas de acuerdo a las necesidades. El Citroen tenía un motor de cuatro exha, cantidad con la que se podía hacer funcionar la planta nuclear de Pierrelatte. Tan enfrascados estaban en el problema que no oyeron detenerse el taxi en el exterior. Continuaron conversando hasta que de pronto, escucharon fuertes suspiros. El viejo Albert estaba de pie en la puerta, y sólo mirarlo fue suficiente. Había estado escuchando todo. Mathieu nunca había visto a un hombre tan asustado. La cara del anclen combattant expresaba un descreimiento tan indignado, que era casi como si Francia hubiese sido derrotada otra vez, y ahora para siempre. Era una expresión de dolor profundo e íntimo, como si lo hubieran insultado personalmente. Señaló al Citroen con un dedo tembloroso.

– Mm…

Los otros esperaron nerviosamente.

– Mm…

– Ca ne vas pas, mon vieux? ¿Le sucede algo? -le preguntó Mathieu paternalmente.

– Merde, merde, merde! -chilló Albert y cayó desmayado después de tratar, en vano, de cerrar la puerta.

– Allí tienes mil años de cultura, -murmuró enojado Mathieu, agachándose junto al viejo conductor de taxi-. Voltaire, el racionalismo, el ateísmo, el marxismo, y luego esto. El miedo más primitivo y supersticioso… Y dice ser un francés…

Consiguieron que volviera en sí; pero los ojos seguían dilatados, helados y tenían una expresión de horror. Tal vez el síntoma peor fue que lo hicieron beber media botella de coñac sin que se emborrachara. La idea era dejarlo completamente borracho y luego convencerlo de que nunca había oído lo que creía haber escuchado.

– El alcohol es la maldición de Francia -lo amonestaba severamente Mathieu, apretándole la botella de coñac contra los labios-. Se empieza por escuchar voces, como Juana de Arco, no es que Juana de Arco bebiera ni nada por el estilo. Lo que quiero decir es que se oyen cosas, o se ven culebras o ratas…

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