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– Sí, señor Brezhnev.

– Señor Presidente, hace unas pocas horas que hemos conseguido calcular con exactitud la fuerza de la próxima explosión albanesa…

El Presidente se dio cuenta de que en la quinta pantalla de la derecha había una cara nueva, una cara muy joven. La séptima pantalla de televisión estaba vacía.

– El profesor Yuri Kapitza aquí presente…

– Por favor, profesor Skarbinski -llamó el Presidente.

El científico se acercó.

– ¿Quién es esa persona?

– El sobrino de Peter Ka…

– No interesa de quién es sobrino.

– El que está a cargo del proyecto soviético del exha -balbuceó Skarbinski.

El Presidente conectó el círculo exterior.

– Ahora, aclárenmelo -reclamó el Presidente.

– No es solamente una explosión, señor Presidente -respondió el joven Kapitza-. Es una reacción en cadena.

El Presidente estaba empezando a perder la paciencia.

– Señor…¡Eh! Lo siento pero mi generación estaba acostumbrada a regresar del colegio en un coche tirado por caballos. ¿Es que no se puede tener aquí algún vocabulario claro y honesto?

Ambos científicos conversaron por espacio de dos minutos y el Presidente no los escuchó. Miraba la cara de Skarbinski. Estaba de color ceniza. No necesitaba saber más. Comprendía el lenguaje de inmediato.

– ¿Cuáles son las malas noticias? -preguntó secamente el Presidente.

Ahora los rusos se mantuvieron callados.

– Es una reacción en cadena, señor Presidente, -repitió Skarbinski.

– Ya lo he oído. En la práctica, ¿qué diablos quiere decir?

– La aniquilación -dijo Skarbinski-. No física. Psicológica, mental, espi…

– La conozco -aulló el Presidente.

– Los albaneses o el mismo Mathieu han cometido un error de cálculo. Aparentemente es imposible desintegrar la exhalación sin provocar una reacción en cadena, es decir, sin desintegrar el exha humano en todos lados donde se encuentre. Aparentemente hay una especie de unidad…

– Suprima el "aparentemente", hijo -sugirió el Presidente.

– El profesor Kapitza asegura que éste es un hecho indiscutible. Es el resultado que les ha dado la nueva computadora.

– ¿Y qué pasa con nuestra computadora? -preguntó el Presidente-. Al menos es cristiana.

Skarbinski lo miró, como si lo que había oído hubiese sido una broma, mala y fuera de lugar.

– Es lo que quise decir -confirmó el Presidente-. ¿Qué sucede con nuestra computadora? Se supone que estábamos trabajando con toda dedicación.

– Todavía no está terminada, señor -contestó Skarbinski.

– Sería interesante saber lo que tendrá que decir cuando esté terminada -replicó el Presidente-, y a quién se lo dirá. Supongo que para entonces no estaremos ninguno de nosotros. Profesor, quiero una respuesta directa. ¿Es que esto significa la destrucción total?

– No lo creo, señor.

– ¿Sí o no? -vociferó el Presidente.

Skarbinski estaba apoyado contra la mesa. Era un hombre joven -treinta años-, y parecía no tener que esperar para ser desintegrado. De pronto, el Presidente sintió odio por su valor. Era uno de los más grandes científicos norteamericanos, y el Presidente hubiese querido llevarlo junto con todos sus colegas internacionales a dar un paseo hasta el Potomac, en un carruaje tirado por caballos, donde los estarían esperando la cantidad necesaria de bolsas de cemento.

– La destrucción exactamente, no, señor Presidente. Es la especie de desintegración interna, señor, como las que tuvieron lugar en China y durante la explosión accidental de Merchantown, que atrapó a la gente que aún estaba viva y la redujo a un estado animal.

– Pues, hijo, qué esperanza me está usted dando ahora -comentó el Presidente con calma.

La sensación de estar enfrentando algo que le era imposible de controlar y que ni siquiera podía empezar a comprender, lo puso en tal estado de furia que no tenía parangón con ninguno de los que había presenciado anteriormente su círculo doméstico.

– Lo que quiero saber, y esto lo pienso seguir hasta el fin, y a usted se lo digo, -chilló- es ¿por qué no está terminada nuestra computadora? ¿Se da cuenta de que me encuentro en una situación en la que debo confiar en una maldita computadora comunista?

No se molestó en desconectar el otro circuito.

– Quiero que me presenten todos los motivos sobre la demora y quiero saber quién es el responsable -vociferó el Presidente-. Una vez más me agarran sin los pantalones…

La voz del intérprete casi se ahogaba. Mientras luchaba por encontrar palabras hubo un silencio, y después llegó el relato pálido y discreto característico de los norteamericanos.

– Ustedes han puesto a los contribuyentes norteamericanos en la situación de tener que confiar ciegamente en una computadora comunista respecto de una situación que involucra (corríjanme si estoy equivocado) la existencia misma del alma cristiana… ¡eh! y de la judía. Les pregunto, ¿qué clase de situación es?

– Señor Presidente -dijo Kosygin con voz clara, pero temblorosa-. Esto es un asunto puramente técnico, científico, pero no una cuestión ideológica. Las computadoras no están orientadas políticamente.

– Señor Kosygin -gritó el Presidente-, ¿es que su computadora cree en Dios? Quiero decir, ¿con qué tipo de información la han alimentado?

Ante este exabrupto hubo un silencio mortal, y los iconos rusos se miraron entre sí.

– Bueno, nuestra computadora, sí, -agregó el Presidente-. O se hará. Si no responde o no quiere este tipo de información, lo haremos igual. Si no, señor Kosygin, no quiero saber nada más. Y es por esto que no creo en los resultados de la computadora de ustedes. Ninguna computadora comunista vendrá a enseñarme que la desintegración de nuestra alma humana está en nuestras manos, porque el alma pertenece a Dios. En lo que a mí concierne, señor Kosygin, su maquinaria es una porquería, y no sabe lo que está diciendo, porque los científicos comunistas le han escatimado una parte muy importante de datos (de su "Cerdo", quiero decir) y este dato, al que me refiero, es la existencia de algo tan importante como es la existencia del poder de Dios. Se han abstenido de alimentarla con una información tan capital y necesaria, hecho que debe ser tenido en cuenta ya que concierne a la desintegración de nuestra alma humana, a la de nuestro espíritu. Esta omisión no es nadie más que Dios, caballeros, y para la información científica, se pronuncia "DIOS".

Los iconos rusos tenían el aspecto de haber estado tratando de hablar con un visitante de otro planeta. Ahora el Presidente tenía la sensación satisfactoria de haber borrado a los rusos del mapa. Era una satisfacción puramente moral pero, ante las circunstancias, ayudaba.

En un cálculo poco hábil de la oportunidad operativa, éste fue el momento que eligió Dean Edwards para entrar llevando una bandeja con café y sandwiches, y nuevamente las caras de los rusos demostraron que estaban mirando algo que no tenía precedentes. El Presidente se apoderó de una taza de café y se quemó. Dirigió una mirada prudente hacia las pantallas.

– Señores, siento no poder ofrecerles una taza de café y un sandwich -dijo-. Pero aún hay un límite en lo que la ciencia puede darnos.

Volvió a tomar la taza y sorbió un trago.

– Señor Presidente -dijo Skarbinski- el mayor peligro es…

– Sí, sí, ya lo sé. Usted ya me dio el cuadro, ahora no necesita ponerle el marco.

Levantó los ojos hacia los iconos comunistas.

– Señor Kosygin -dijo con tranquilidad-, no creo en nada de esto.

– Señor Presidente, la computadora…

El Presidente dejó la taza.

– A la mierda con la computadora -tronó el Presidente de los Estados Unidos, y se produjo un silencio tremendo desde una punta del mundo a la otra.

El Presidente se tranquilizó. Tuvo la sensación gratificante de que acababa de decir algo que el país esperaba que dijera.

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