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Era el polaco. Estaba de pie, a la izquierda de Little, a una distancia de unos cuatro metros, y sonreía. "Sonreía. Una sonrisa apretada, superior, de zorro y de fanático. Supongo que lo que me salvó fue el haber estado siempre a la espera de algo así. Era posible que en un grupo como éste hubiese un psicópata. Éste era el último de quien hubiera sospechado, tan condenadamente religioso y devoto. Si usted me lo pregunta, señor, me hubiese inclinado por el yanqui". Dos días después, Little le confesó esto al general MacGregor, agregado militar británico en Belgrado.

– Caballeros, les debo una explicación.

– ¿No puede esperar? -preguntó Little con calma.

El polaco levantó la voz, todos lo miraron.

– Una vez uno de ustedes me preguntó cómo, conservando mis creencias religiosas, pude haberme convertido en un agente comunista de confianza… Le contesté que, desde que Occidente había destruido no solamente a Polonia, sino también a la cristiandad, el único castigo que merecía era la destrucción…

Mnisek apuntaba a la "media" electrónica que estaba alrededor de la bomba y no le falló. Un segundo después, el polaco yacía muerto sobre la tierra y Little volvía a colocar la pistola dentro de la cartuchera.

En un silencio sepulcral, salvo el inglés, todos miraban la coraza. Luego Starr consiguió hablar.

Señalaba el arma. -Cómo pudo…

– No se disparó -dijo Grigoroff pausada y suavemente-. No sirve.

– Es muy buena -aseguró Little-. Tiene un doble mecanismo de seguridad. Lo hice funcionar.

– ¿Por qué no nos lo dijo, bastardo? -bramó Starr.

– Bueno, se lo digo ahora -dijo Little débilmente-. Es un inconveniente. Ahora tenemos dos hombres menos.

Las 5.40.

Little miraba a los hombres con frialdad.

– ¿Hay alguien más que se esté poniendo un poco neurótico? -preguntó.

Las 5.42.

El sol estaba sobre la montaña y la entrada de la cueva resplandecía de luz.

Las 5.43.

Little se inclinó sobre la coraza y dejó sin efecto el mecanismo de seguridad. Luego le apuntó con la pistola.

– Bueno, aquí volamos -afirmó-. Hasta la vista.

…Por la carretera oyeron el ruido de camiones pesados, de frenos, de voces que daban órdenes.

Little miró el reloj.

– Bien. Vengan, caballeros. Cárguenlo.

Así lo hicieron y salieron de la cueva lentamente hacia la luz.

34

Hacía once horas que los jefes rusos y norteamericanos estaban en contacto. Brezhnev conversaba con alguien que se encontraba fuera de la pantalla mientras sostenía una taza de té. Kosygin, Gromyko, Grechko dejaron las pantallas vacías; luego regresaron. El Presidente no podía oír las voces, lo habían desintonizado. A pesar de que actuaba de la misma manera, cada vez que quería que los rusos no escucharan lo que estaba diciendo a sus consejeros, siempre le molestaba que sucediera esto. Y estaba preocupado por el problema que se les acercaba: era probable que el asunto de Albania incidiera en la condenada tregua de coexistencia pacífica y en la opinión pública mundial. Tendrían que decir la verdad. La UN enviaría una comisión a Albania para inspeccionar las cenizas.

Los segundos goteaban uno a uno en los relojes colocados en lo alto del mapa transparente de Albania, que tenía seis puntos colorados y azules que convergían en el "Cerdo", en dirección de Este a Oeste.

Finalmente la pantalla vacía de la televisión de la derecha cobró vida.

Se produjo la acostumbrada vibración electrónica, y el Papa Pablo VI apareció en la pantalla.

El Presidente había convocado esta reunión; pero en las horas subsiguientes de trajín y tensión lo había olvidado por completo. Ahora miró fijamente la imagen, tratando de recordar la manera de dirigirse a él.

Luego el Papa desapareció. La blanca y menuda figura reapareció inmediatamente; mas ya fuera porque la transmisión era mala o porque al hombre le sucedía algo, el caso es que durante medio minuto el Papa siguió apareciendo y desapareciendo de la pantalla, en una sucesión acelerada de fogonazos, manteniendo los brazos desplegados en alto, cabalmente revoloteando como un pájaro atrapado del que se ha apoderado el pánico. Luego intervino alguien, y, en la Sala de Control, se vio a Pablo VI en pie, los brazos aún en alto y abiertos, como si fuese una cruz blanca y viva.

– Señor Presidente, le suplico que apele sin dilación ante el gobierno de Albania…

– Su Serenidad… -empezó a decir el Presidente.

Algo le dijo que no era la manera correcta de dirigirse al hombre; pero, ¡qué diablos!

– Su Serenidad, lo hemos intentado, sin ningún resultado… Sí, conocemos la amenaza de la reacción encadenada. La llamaron "extorsión". Se negaron a rendirse e, incluso, decidieron adelantar la hora de la explosión en diez días, y después, nuevamente, en cinco horas…

– Señor Presidente, le imploro que detenga este horror…

– Es exactamente lo que estamos haciendo…

Casi dijo "Señor Papa", pero sólo se limitó a tragar.

– Si no queremos vernos reducidos al estado de monos debemos hacer desaparecer esta cosa de la tierra.

Los ojos ardientes que parecían contener milenios de sufrimiento humano estaban fijos en él. "Parece un judío" -pensó el Presidente.

– Señor Presidente: le imploro que nos demuestre su confianza en Dios y en su misericordia haciendo regresar de inmediato los aviones, y pidiéndoles a los rusos que hagan lo mismo…

Luego el Presidente dijo algo espantoso. No fue en absoluto lo que tuvo intención de decir. Lo único que quiso significar fue que no tenía ningún derecho a delegar las responsabilidades.

– No puedo permitir que otro tenga en las manos el destino del pueblo norteamericano, porque soy el Presidente de este país. No puedo dejarlo en otras manos.

Pablo VI lloraba. En la pantalla del otro lado del mundo, sus lágrimas eran perfectamente visibles. Luego el Presidente se dio cuenta de que en efecto había dicho que no tenía la intención de dejar el destino del pueblo norteamericano en las manos de Dios. Abrió la gran boca para decir que sus palabras no tenían este significado, pero otra vez algo anduvo mal en la transmisión y el Papa nuevamente empezó a saltar, a volar y a sacudirse, casi como si bailara. En la opinión del Presidente, fue un espectáculo espantoso, como si la reacción en cadena ya hubiera comenzado y la cabeza de la cristiandad se estuviera desintegrando ante sus ojos.

– ¡Que alguien arregle esto! -rugió. En ese momento reparó que el general Hollok, Rexell, el profesor Skarbinski y, prácticamente, todos, le estaban hablando.

– Señor Presidente, estamos de acuerdo con los rusos… No había escuchado qué dijeron los rusos. Jesús, pensó. No tenía por qué hacer intervenir al Papa en este asunto de guerra.

– Tenemos que hacer volver de inmediato a los aviones -le estaba diciendo el general Hollok-. Los rusos ya han dado la orden y yo también, pero tiene que estar confirmada por usted, ya lo sabe…

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Pero, señor Presidente, usted acaba de oír…

Todos lo estaban mirando.

La voz de Brezhnev sonaba en forma de una vibrante y rápida explosión, que fue reemplazada por la endurecida y lánguida voz del intérprete.

– Señor Presidente… El proceso de desintegración comenzará inmediatamente después de la explosión de cualquier arma nuclear en cualquier parte del mundo…

El Presidente continuó mirando la pantalla.

– Arreglen este condenado aparato -repitió enfurecido.

Recuperó su compostura; sabía que los rusos lo estaban mirando. No tenía por qué estar allí, sin moverse, perdiendo la cabeza. Era la cabeza del pueblo norteamericano.

– Bien. Y ahora, ¿adonde nos dirigimos?

La cara del mariscal Grechko casi irrumpía en la sala desde la pantalla.

– Hice regresar a los aviones. Apúrese, Presidente.

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