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– Perdona, el tráfico, estaba fatal.

– Vale, no importa, ya lo imaginé.

Nos costó mucho menos entrar de nuevo en la ciudad. Tras un rato de serpentear por la estrecha carretera que conducía hasta el Tibidabo, aparcamos cerca de la cumbre, junto al parque de atracciones.

– Aquí está -dije-. Como ves la iglesia es un espantajo, y el parque de atracciones a mí siempre me recuerda esas películas de miedo donde un payaso sádico persigue a los niños para torturarlos y dejar luego sus cadáveres abandonados al pie de la noria. Pero ahí abajo está Barcelona, y es una ciudad que vale la pena mirar. Toda tuya.

– Cómo eres -dijo Chamorro-. Relájate, hombre. Será una horterada, será más original la vista del otro día, pero a mí me apetecía y has tenido el detalle de traerme. ¿Por qué no te olvidas de todas tus manías y disfrutas un poco del panorama, antes de que tengamos que salir de nuevo zumbando para no llegar demasiado tarde a la cena?

– De acuerdo. Lo retiro todo. Esto es precioso y voy a dejar que me fascine por una vez. Sabes por qué se llama Tibidabo, ¿no?

– Pues no.

– Coño, yo creía que eras católica. Por aquello de cuando el demonio tienta a Cristo en el desierto, y desde una atalaya le promete darle todo lo que ve si se pone a su servicio. Tibi dabo: te daré, en latín.

– Ah. Es que yo de latín, poco.

– Así va el mundo, con esa ignorancia de la cultura clásica y de la historia sagrada, incluso entre las chicas formales como tú.

– Ya ves -rió-. Es una vergüenza.

Contemplamos el paisaje. Para mi gusto, aquella vista era demasiado lejana. Se perdían los detalles de la ciudad y de los barrios, que se convertían en una mancha apenas matizada por la cuadrícula de las calles. Pero al anochecer resultaba más aparente. No hay ciudad que no se vea hermosa y limpia de noche, por sucia y ruin que sea de día.

– ¿Puedo decir algo? -preguntó Chamorro.

– Sería la primera vez que te lo impidiera.

– Te he visto un poco raro, desde que llegamos aquí.

– Soy un poco raro.

– Más de lo habitual.

– Esto ha sido duro. Ha habido que fajarse, para sacarlo adelante.

– Ya lo sé. Estaba allí, te recuerdo.

– Pues eso, sería el cansancio.

Chamorro guardó silencio, como para dejarme reflexionar mejor.

– ¿Está todo bien? -dijo.

– Claro. Más o menos. Como siempre.

– ¿También conmigo?

– Por supuesto. De ti no tengo queja. Todo lo contrario, lo que empiezo a tener es miedo de que asciendas y de no encontrar a nadie tan bueno para reemplazarte. Voy a echarte de menos, cuando te vayas.

– No voy a irme a ninguna parte, de momento.

– Tendrás que buscar tus oportunidades, como todo el mundo.

– Oye, Rubén.

– Dime -la invité, sin tenerlas todas conmigo.

– ¿Qué te pasó aquí? -me soltó, a quemarropa.

Me mantuve con la vista al frente, procurando parecer impertérrito.

– Te lo contaré algún día, Virginia. Pero ese día no va a ser hoy.

Mi compañera asintió, pensativa.

– Como quieras. No es por fisgar. Es porque me preocupo por ti.

– Así lo entiendo. Pero hoy no quiero remover nada. Admira esto y luego vamos a cenar y emborracharnos, que nos lo hemos ganado.

– Me parece buena idea. ¿Quién conducirá de vuelta?

– Tú. Quiero ver cómo lo haces borracha.

– Con prudencia. Igual que estando sobria. ¿Acaso lo dudabas?

– Ni por un momento, Vir. Ni por un momento.

Cuando llegamos al restaurante gallego, que se llamaba O Meu Lar y habían cerrado para nosotros, el resto de la banda ya estaba allí. Con los del equipo, los que se habían sumado de la comandancia (el capitán Cantero, el teniente Vendrell y el subteniente Robles), la cabo primero Jimena, Riudavets y Asensi y cinco más de los suyos, se había juntado allí una mediana y ruidosa multitud. Fue Robles, genio y figura, quien nos vio llegar y se adelantó a darnos la bienvenida:

– Hombre, el gran Ruphert Belalugosi y su bella ayudante Virginia. Ya empezábamos a creer que os lo habíais montado y que debíamos apañarnos sin vosotros. ¿O es que te has perdido por el camino?

– No, no me he perdido, Robles. No esta vez.

– Es que de joven se perdía siempre -explicó-. Un desastre.

– Ya lo superé, gracias a ti.

El subteniente me abrazó efusivamente. Una vaharada de su aliento me reveló que ya llevaba un par de vinos encima. Como poco.

– Ven acá, que estás hecho un monstruo. En semana y media has acabado con la mitad de la delincuencia de la ciudad. Incluyendo a los más peligrosos de todos, los que se camuflan en la pasma.

– No te pases, Robles -le corrigió el capitán Cantero.

– ¿Acaso no es verdad? -dijo, afectando inocencia.

Me senté en la barra junto al subteniente y le señalé la copa.

– ¿Qué es ese tintorro que bebes?

– Qué tintorro. Rioja, reserva.

– Pídele a tu amigo el jefe de esto que me ponga otra, anda.

Apenas tuve la copa en la mano, le propuse un brindis:

– Por las cagadas compartidas.

– Bueno -se encogió de hombros-, si no se te ocurre nada mejor…

– Creo que es lo que toca -y añadí, bajando la voz-: Al final fui.

– ¿Y qué? -preguntó, con los ojos encendidos.

– Y nada. La vi y ni siquiera entré. Estaba guapa. Parecía irle bien.

– Mejor así. Acuérdate de aquello de las estatuas de sal.

– Con todo, Robles, cuando miro para atrás veo que he tenido suerte. Que hemos tenido suerte, tú y yo. Podríamos estar como…

– Calla, gilipollas. Pues claro que tenemos suerte. Y lo que hay que hacer es aprovecharla. Por todos los que no la tienen.

– Estamos de acuerdo.

– Enhorabuena -dijo-. Y la cabeza alta, siempre, que puedes llevarla.

Comimos y bebimos más de lo que aconsejaba el sentido común. Incluso Riudavets se dejó llevar y acabó pidiéndole a Tena que cantara El novio de la muerte, cosa que la guardia, bastante cargada también, hizo a voz en grito. Al borde de las lágrimas atacó ese pasaje que dice:

Y al regar con su sangre la tierra ardiente,
murmuró el legionario con voz doliente…

No sé por qué, en ese preciso instante me acordé de Neus. Su muerte no había tenido nada que ver con la que recreaba la canción, y la rancia épica guerrera que inspiraba la letra le era tan ajena como a mí. Pero me conmovió sentir cómo palpitaba la fe, una fe que yo no podría nunca profesar, en el canto de aquella muchacha arrebatada por el vino. Al final, discurrí entonces, lo único sabio es creerse algo y entregarle el corazón. Ni siquiera importa que tenga mucho sentido, porque nadie sabe para qué estamos aquí. Eso fue lo que Neus perdió, y con ello se le vino abajo el sueño y acabó siendo menos que el peón que había sido, como todos, en la casilla de salida. Así fue como conoció, y no pudo resistir, la soledad inmensa y definitiva de la reina sin espejo.

Getafe-Valverde del Hierro – Barcelona,

1 de septiembre de 2004-27 de julio de 2005.

Île de Ré, agosto de 2005.

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