En ese momento, en mi cerebro se juntaban demasiadas ideas, recuerdos y emociones como para acertar a distinguir si lo que acababa de decirme era un discurso inteligible y sólido o una mera cortina de humo tras la que intentaba justificarse. Tampoco podía dirimir quién tenía razón, si Neus o él. Vagamente intuía que cada uno la tenía de una forma diferente, en un plano de la realidad inasequible al otro. Acaso sea siempre ésa la fisura, no ya entre un hombre y una mujer, sino entre dos seres humanos cualesquiera. Pero yo sólo soy un tipo que cumple el encargo de tratar de enfrentar a los homicidas con las consecuencias legales de sus actos, y por lo general me va bien no creerme capacitado para hacer mucho más. Como tampoco quería ser maleducado, me procuré una hábil salida por la tangente:
– Mientras le escuchaba, me he acordado de un libro. Si me permite la pedantería de recomendarle otra lectura, desde mi ignorancia, a alguien como usted, le aconsejo que lo lea. Es la Autobiografía psíquica de Hermann Broch. Supongo que al autor lo conoce. Yo sólo he leído de él ese libro, luego lo intenté con La muerte de Virgilio, que por lo visto es una obra maestra, pero me quedé dormido varias veces y no pude pasar de la página cincuenta, tal vez le parece un sacrilegio.
Altavella sonrió abiertamente.
– No, no me lo parece. Yo lo acabé sólo por esnobismo.
– El libro del que le hablo es muy distinto. Tampoco es demasiado ameno, pero hace un autoanálisis interesante. Se diagnostica a sí mismo como neurótico incurable y examina su relación con las mujeres, que responde a ese esquema que describía usted hace un momento. También él se sentía dividido y nunca le parecía tener la mujer ideal, sino mujeres que la representaban parcialmente y de las que no era capaz de desprenderse, pero con las que jamás podía contentarse. A ratos resulta bastante enfermizo en sus razonamientos, pero en medio del revoltijo de tortuosas disquisiciones psicoanalíticas acaba aferrándose por encima de todo a un concepto más sencillo y positivo.
– ¿Cuál?
– El de esperanza. Viene a decir, quizá lo estoy deformando algo, que la esperanza es el motor básico de las personas. Y que su ética personal, que le permite la infidelidad y la hipocresía, le prohíbe socavar la esperanza ajena. Su meta es alimentar y nunca destruir la esperanza de las mujeres con las que se relaciona. En tanto lo consigue, soporta su infelicidad y su trastorno. Pero en fin -me sentí de pronto fuera de lugar-, no sé por qué le cuento todo esto. Me parece que es hora de que me vaya, antes de que se me escapen más inconveniencias.
– No, no crea que lo son -dijo, indulgente-, aunque si me paro a meditar sobre lo que dice me temo que debo sospechar que me está diagnosticando una neurosis. También buscaré ese libro. Sólo hay una cuestión que me intriga, si puedo ser yo ahora un poco cotilla.
– Usted dirá.
– ¿Qué le lleva a leer esos libros, y a recordarlos tan bien? Si no le entendí mal, reniega usted de su carrera de Psicología.
Era perspicaz, Altavella. Traté de desviar el disparo.
– La psicología como campo de conocimiento me parece apasionante. De lo que reniego es de la seudociencia que suele ocultarse bajo ese nombre, y de quienes contrabandean ideología, la que sea, llamando anormales a quienes simplemente no ven la vida como ellos o proponiendo pautas que son morales y no científicas. La moral es cuestión de cada uno, a mi entender, y un catedrático de Harvard no tiene más entidad a esos efectos que un pescadero o una barrendera.
– No me refería a nada de eso. Y usted lo sabe.
Analicé la situación. Hablando de moral, allí tenía un dilema de esa índole. ¿Era lícito eludir, tratándole como un idiota, a un hombre que se había sincerado conmigo y había respetado mi inteligencia?
– El libro de Broch me lo recomendó un amigo de la carrera que siguió con el negocio de la Psicología -respondí-. Y le hice caso y lo leí, y lo recuerdo tan bien, como usted dice, por razones personales. Tampoco es ningún secreto de estado. Hace años me apunté la proeza de arruinar un buen matrimonio, con una estupenda mujer. Desde entonces, me cuesta sentirme con derecho para comprometer a otra.
No sé por qué llegué tan lejos. Acaso fue por culpa del vino. Lo que sí sé es que Altavella no esperaba tanto. Me miró con simpatía.
– Ahora veo que usted nos entiende -concluyó-. Me alegra, de veras, que todo esto haya estado en sus manos, y no en las de otro.
– Por mis manos sólo ha pasado el trabajo policial -aclaré-. Lo otro es cosa suya, de ustedes dos, y crea que como tal lo respeto.
– Gracias. Pero no se sienta abrumado por conocer la parte oscura. Neus y yo también fuimos muy felices. No imagina cuánto.
Me impresionó advertir cómo las lágrimas le anegaron entonces la mirada. Pero Altavella era un hombre ducho en las cosas grandes y pequeñas de la vida. No se precipitó a enjugarse los ojos. Continuó así, quieto, hasta que la leve brisa que había empezado a soplar se los secó. Seguro que no era la primera vez que recurría a ese truco.
Esa tarde todavía me dio tiempo a hacer una tontería más. En el recuerdo he tratado de achacarla igualmente al vino compartido con Altavella en su terraza, pero puede que ésa sea una de las chapuceras excusas que uno busca para relevarse de la culpa por aquello que en el fondo sabe inexorable conforme a su naturaleza. Localicé la cafetería sin esfuerzo. Tantas veces había ido allí, en el año siguiente a que todo saltara en pedazos. Podría haberse dado la coincidencia de que ella tuviera el día libre, pero no fue así. La vi a través de la cristalera. Ahora tendría poco más de treinta años, calculé, y se había vuelto más grave, mucho más medida en todos sus movimientos. Casi no perduraba en ella más que un ligero rastro de la antigua muchacha en la que me había extraviado y encontrado a la vez. De aquella que me había enseñado los versos de Estellés, y su sentido:
El nostre amor es un amor brusc i salvatge,
i tením L'enyorança amarga de la terra… * Estuve allí, en la acera, durante un buen rato, observándola. Había pasado el tiempo suficiente, tal vez, como para que no resultara sólo doloroso y destructivo entrar a hablar con ella, pedirle que me pusiera un café, preguntarle por su vida y contarle lo que de la mía podía decirle. A lo mejor se habría alegrado de verme, como yo, confusamente, me alegraba de verla. Ni siquiera aquella tarde, en que cargaba con la plena conciencia de todo lo que con ella se me había roto para siempre, dejaba la visión de su rostro de arrancarme una sonrisa.
Al final me marché, sin saludarla y sin reaparecer por tanto en su horizonte, donde ya habría otras nubes y otros soles que reclamaban su atención. Duele constatar que algo que ha sido tuyo, o así lo creíste, ya sólo puedes abordarlo como extranjero, y que no hay mejor manera de probarle tu afecto que apartándote hacia la penumbra. Desarma pensar que poco a poco resbalas, así, hacia la penumbra de todo.
Se me ocurrió que llegado a aquel punto, y puesto que el error ya estaba cometido, no había nada mejor que pudiera hacer que ir a buscar a Chamorro para cumplir mi promesa y subirla al Tibidabo. Las páginas amarillas de la memoria hay que alternarlas con hojas azules de futuro, porque como llegó a comprender incluso un sujeto tan desvalido y fúnebre como Hermann Broch, no existe, ni puede inventarse, otra forma de vivir. Traté por tanto de restarle importancia a la caravana de salida de fin de semana que me tocó sufrir antes de llegar a la comandancia, y cuando a las ocho y cuarto vi esperándome ante el pabellón a una Chamorro algo irritada por el retraso, pero luminosa y arreglada para la ocasión, me dije que merecía la pena haber soportado el atasco. Para apaciguarla, improvisé una declaración exculpatoria: