Tots els colors de la terra i de
l'aigua que son suaus en aquesta hora incerta,
i aquests ocells que van de branca en branca
i el sol ixent i la llum que em desperta
van parlant-me de tu,
Cuando uno va solo en el coche, y cuando uno tiene un camino a las espaldas, resulta arriesgado escuchar canciones tras las que alienta la voz de un poeta, o lo que es lo mismo, alguien que sabe dotarlas de significado y hondura. Lo confirmé unos versos más adelante:
Si vols futur t'ompliré d'esperances:
vull viure el temps ben acordat amb tu **. La canción era hermosa, pero no era el día ni el momento de permitirse melancolías, así que busqué la frecuencia de alguna radiofórmula. Por suerte, tropecé en seguida con una de esas piezas de vacío rimadas en inglés rudimentario con acompañamiento de sonidos sintéticos que sirven para alejar el alma de cualquier cosa que le incumba. Con ella de fondo pude volver a pensar sin estorbos en las tareas concretas que me traía entre manos. Y en seguida se me ocurrió una idea pertinente: aunque Altavella fuera un hombre madrugador, no estaba de más llamarle para advertirle antes de presentarme en su morada.
Marqué su número de teléfono móvil. Sonó varias veces antes de que lo cogiera. Llegué a temer que no lo tuviera encima. Pero tras el octavo o noveno tono oí un chasquido y su voz cortante:
– Sí.
– Buenos días, soy el sargento Vila. ¿Le interrumpo algo?
– La lectura de una revista infecta. Se lo agradezco.
– Ah, vaya.
– Basura sobre Neus. O lo que es peor: gilipolleces mal escritas por ignorantes que se dicen periodistas sin saber siquiera gramática.
– Son los tiempos. Todo vale.
– Ya. Lástima que no valga que yo vaya y le descerraje un tiro en el coño a esta Verónica S. F. que digamos firma lo que acabo de leer.
– No le dé tanta importancia. Ya se puede imaginar que será alguna becaria, tratando de buscarse un lugar bajo el sol.
– Que aprenda a buscárselo sin dar por culo, como la gente honrada. En fin, perdone el desahogo, es que me coge caliente.
– Pues yo me proponía molestarle un poco más, lo lamento.
– Dígame usted, sin miedo, que Verónica le ha puesto el listón muy alto. Como no venga a hacerme beber aceite de ricino…
– No, eso ya no lo usamos -bromeé-. Se trata de algo mucho más llevadero. Tengo pendiente ir a mirar los papeles de su esposa.
– Sí, recuerdo. Cuando usted quiera. Ahí sigue todo. Como lo dejó.
– ¿Le va bien dentro de media hora o tres cuartos?
– Cuando quiera, le digo. Aquí estoy.
– Nos vemos ahora, entonces. Muchas gracias.
– No hay de qué. Estoy deseando que terminen ustedes, para ver si esta pandilla vomita toda su mierda y cambia de pasatiempo.
Mi cálculo pecó de optimista. Tardé cincuenta y cinco minutos en llegar ante la puerta de Altavella y apretar el timbre. Me abrió, como la otra vez, la suave y eficaz Palmira, que recordaba mi apellido:
– Buenos días, señor Bevilacqua, ¿cómo está usted? El señor Altavella le espera en su despacho. Si es tan amable de seguirme…
Quién con un alma podía negarle nada a Palmira. La seguí como un cordero, pensando en todos los idiotas desabridos que habitan el mundo, a quienes el ruido de sus propios ladridos impide escuchar la dulce música que más y mejor espolea los corazones humanos.
– Hola -dijo Altavella en cuanto me vio, levantándose de la silla-. Me va a disculpar que lo lleve al despacho de Neus y lo deje solo. Acaba de llamarme mi editor francés para pedirme que le mande con urgencia unas correcciones a la traducción de mi último libro. No sé por qué sigo ocupándome de estas cosas, a mi edad ya debería dejar todo al albur de la Providencia. Pero cogí la manía de controlar las traducciones a los idiomas que entiendo y ahora estoy atrapado en mi propia trampa, porque cuando te pones a revisar siempre encuentras algún error. Ya ve, sargento, la tonta vanidad, que acaba saliendo cara.
No supe qué decir. No me debía explicaciones. Y prefería estar solo.
Me guió hasta una habitación situada al otro extremo del corredor. Era más pequeña que su despacho, pero también resultaba espaciosa. No menos de veinte metros cuadrados, estimé, tomando como referencia el parco salón-comedor-vestíbulo de mi apartamento. Estaba llena de libros, con las tres paredes sin ventana forradas de estanterías. La mesa en la que supuse que trabajaba Neus era, como la de la productora, de diseño bastante espartano. Y como aquella otra, se veía también muy despejada. Los papeles se amontonaban sobre una mesa auxiliar. La difunta gustaba de tener espacio libre allí donde producía.
– Todo está a su disposición -me ofreció Altavella-. Y llévese lo que le parezca. Sólo le pido que me diga lo que coge, salvo que sea algo que me incrimine a mí, que eso ya supongo que no podrá contármelo.
Me quedé parado. Pero al verle sonreír comprendí que era un chiste. Gabriel Altavella conservaba su particular sentido del humor.
– Descuide -dije.
– Bueno, luego le veo. Voy a pasar al e-mail mis pegas, para que los franceses sigan creyendo que soy un ególatra fastidioso. No se apure, les he sacado unas cuantas, así que tardaré un buen rato.
Aunque en un principio no me había otorgado mucho más de un par de horas para aquel trámite, he de admitir que no me vino mal disponer de tiempo y soledad para revolver el despacho de Neus Barutell. En las pilas de papeles había de todo: infinidad de publicaciones y una copiosísima correspondencia. Tenía un montón específico donde sólo se apilaban invitaciones para acudir a los lugares y actividades más dispares. Tan pronto le proponían presentar o asistir a fiestas benéficas, en favor de toda clase de causas, como le solicitaban que fuera a dar pregones en medio centenar de municipios dispersos por la geografía nacional. También había cartas de admiradores, de detractores, de chiflados que le exponían su historia para que la tratara en su programa, de presos que le contaban cómo habían sido encarcelados sin motivo, denunciaban a los supuestos responsables del montaje que les había arruinado la vida (a menudo, los propios jueces) y le pedían a Neus que desenmascarara a los malvados y los ayudara a ellos, pobres víctimas de la injusticia, a recobrar la libertad. De éstas había no menos de veinte, y lo que me estremeció fue pensar que por pura probabilidad estadística alguno de los casos sería verídico. Traté de ponerme en el pellejo de Neus, el colector único al que iba a parar aquel flujo torrencial, y que debía vivir día a día sintiéndose el rompeolas de tanta fantasía, tanta angustia o tanta ambición ajenas. Me pareció que esto la hacía acreedora a algo más de compasión que de envidia, y no dejé de valorar como merecía que conservara todas las cartas, aunque materialmente no fuera capaz de atenderlas, en vez de tirarlas sin más.
No podría dar ahora cuenta precisa de todo lo que leí y hojeé, con una sensación de desbordamiento y a ratos hasta de ahogo. Me pareció un destino abrumador, el de Neus: por concentrar no sólo la atención y la admiración o la animadversión de tantos millones de personas, sino por sufrir además el asedio febril de cientos o miles, el cariño real o fingido, generoso o utilitario, que inspiraba todas aquellas misivas con casi infinita diversidad de caligrafías, tipografías y logotipos, pero invariablemente portadoras de algún ávido requerimiento.
Entre aquel marasmo, aunque no puedo descartar que hubiera otras muchas cosas que hubieran debido hacerlo, encontré cuatro objetos que llamaron mi atención, por motivos diferentes. Dos libros, un bloc y un papel que guardaba en uno de los dos volúmenes. Primero di con el bloc. Era uno de esos que venden en las tiendas de los museos, con la reproducción de alguna famosa obra de arte en las tapas y un papel de calidad superior a la habitual. No era muy grande y se hallaba en un cajón de su mesa. El cuadro que aparecía en la tapa, incluso un ignaro guardia civil como yo podía identificarlo, era Nighthawks, de Hopper, esa conocidísima imagen de varios solitarios en la barra de un bar que hace esquina, en la desierta noche de una indeterminada ciudad norteamericana. Sólo había escrito unas líneas en la primera página, sin indicar fecha alguna. Era un texto que iba a darme que pensar: