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– Lo comprendo, y sé que no es el caso. ¿Dónde estaba?

– Tirada en un descampado, en las afueras. La encontró una de nuestras patrullas de seguridad ciudadana que fue a investigar un aviso. Un vecino llamó diciendo que creía haber oído disparos.

– ¿Y su último domicilio conocido, según la tarjeta de residencia?

– L'Hospitalet de Llobregat.

– Sí que empiezan a ser demasiadas coincidencias -opinó Rubio.

– ¿Por qué? -preguntó Riudavets.

Consideré que debía contarle sin más retraso lo que le faltaba:

– Esta tarde hemos estado intentando localizar a la usuaria de un teléfono móvil con el que se comunicó Neus Barutell el día de su muerte. Le hemos interceptado una conversación en rumano, en la que la mujer que hablaba se identificaba como Cata. Estaba por la zona de Hospitalet, pero cuando hemos llegado allí y hemos querido ir a engancharla, el teléfono se ha quedado muerto. O lo apagó, o se lo apagaron.

– Visto lo visto, me inclino por lo segundo -apostó el mosso.

– Esto quiere decir -resumí- que cada uno tenemos una muerta, que las dos están relacionadas y que nos necesitamos mutuamente.

– Y que lo digas. Déjame hacerte dos preguntas que entenderás que no puedo aguantarme: ¿tenéis el listado de llamadas de esa Cata en los últimos días? ¿Ha vuelto a utilizar alguien su teléfono?

Miré a mis compañeros. Luego le respondí a Riudavets:

– A lo segundo, negativo. A lo primero, si me guardas el secreto, te diré que tenemos algo que quizá te va a valer más. El último número al que llamó la chica, el nombre de quien se lo cogió, la conversación completa y la traducción de lo que hablaron. Ella parecía muy asustada, y el otro, un tal Stefan, se desentendió de todo y acabó colgando. Cata hablaba de alguien que iba por ella y le pedía ayuda. Él le dijo que no podía hacer nada y que se lo hubiera pensado mejor.

Riudavets meditó sobre lo que acababa de contarle.

– Da gusto juntar las fuerzas -declaró, con una euforia apenas reprimida-. Que yo recuerde, nunca había avanzado tanto en dos horas de investigación. Si tenéis la bondad de darme el número de teléfono de ese Stefan, me voy zumbando al juzgado de guardia para que me autoricen a intervenirlo y tenerlo controlado lo antes posible.

No le dije en seguida que sí. También yo tenía mis prioridades.

– Te lo daremos, pero con una condición.

– ¿Cuál?

– Que podamos avanzar a la vez. Tú te beneficias de la información que yo tengo y yo de la que tú saques. Lo que te propongo es, uno, que compartamos en tiempo real lo que la intervención de ese teléfono vaya produciendo. Y dos, que, cuando estemos en disposición de echarle el guante a ese Stefan, lo hagamos de forma conjunta. No me importa que formalmente lo detengas tú. Pero quiero tener acceso franco a él para preguntarle lo que necesite en relación con Neus.

Riudavets tampoco se apresuró a darme lo que le pedía.

– Es algo irregular y contrario a nuestros procedimientos -juzgó-. Pero al mismo tiempo es justo. Y aquí contamos con una ventaja.

– ¿Sí?

– Lo que yo tengo es el asesinato de una puta extranjera. Es decir, algo que básicamente no le importa a nadie y que desde luego no me va a obligar a trabajar con el aliento de mis jefes en el cogote. Mientras lo hagamos con discreción, no ha de haber ningún problema.

– ¿Tenemos entonces un trato?

– Lo tenemos.

Le tendí la mano. Me la estrechó con fuerza.

– A ver, Chamorro, dale el número -dije.

Mi compañera rebuscó entre sus notas y encontró el número de teléfono de Stefan. Lo escribió en una hoja de bloc que luego arrancó y entregó a Riudavets. Mientras plegaba el papel, el mosso observó:

– Estamos también de suerte con el juez al que le toca hoy guardia. Es de esos que no tienen horas y no consienten que nadie les dé largas. A veces es una faena, como cuando te has tirado un par de noches sin dormir y le entregas al sospechoso deseando irte a la cama y te pide informes o diligencias complementarias urgentes sin importarle que estés hecho polvo. Pero para esto nos va a venir bien. Dándosenos un poco bien, mañana mismo tenemos pinchado este canuto.

– Eso es ahora cosa vuestra. Nosotros nos encargamos del teléfono de Catalina. Y mañana te remitimos el listado de sus llamadas.

– Perfecto. Me voy al juzgado. Intentad dormir algo.

– Y tú -le recomendé.

Dormimos, pero no mucho. Al final serían cerca de las tres cuando nos metimos en la cama, y a las siete menos cuarto ya tenía los ojos abiertos. No me entretuve entre las sábanas, aunque habría podido quedarme un poco más. Me afeité, me aseé, me vestí y me fui a tomar el desayuno. Siempre tonifica madrugar y mirar el mundo cuando todavía no se ha puesto en funcionamiento. En el recinto de la comandancia no se veía más bicho viviente que los que habían estado de servicio durante la noche. Hacia las siete y media, con el café humeante bajo la nariz, vi venir a Chamorro y a Tena. Tampoco ellas habían podido quedarse a remolonear en la cama. A las ocho menos cuarto se nos sumó el sargento Rubio, completando la nómina de los forasteros. Sin esperar a Ponce y a Gil, que solían llegar sobre las ocho, nos pusimos a planificar la jornada. Había mucho juego que repartir.

– Alguien tiene que estar con los mossos, en cuanto tengan pinchado el teléfono de Stefan -dije-. No es que no me fíe de ellos, creo que Riudavets es un tipo legal. Pero me siento más tranquilo si alguno de nosotros, bien empapado de todos los detalles de nuestro caso, está encima para procesar la información según la vayan obteniendo.

– Si quieres, lo hacemos nosotros -dijo Rubio.

Celebré que se anticipara a mi elección. Siempre es más agradable aceptarle a un voluntario el ofrecimiento que dar una orden.

– Muy bien, adjudicado. Te paso el móvil de Riudavets y a una hora prudencial, las nueve o así, le pegas un toque. Alguien tiene que estar pendiente de los listados de llamadas que nos faltan. Como la fuente es amiga tuya, Chamorro, me temo que te toca. Y ya que te quedas aquí, aprovecha para darle una vuelta al amigo Vinuesa. Que no sienta que le desatendemos, por una parte, y de paso procura también averiguar si no tiene alguna otra información que pueda sernos útil.

– Entendido -dijo Chamorro.

– Mientras tanto, yo iré a hacerle una visita a Altavella.

– ¿Y eso?

– Hay un par de cosas que no quiero dejar de amarrar -expliqué-. Desde hace unos días los acontecimientos nos han superado un poco y nos han ido quedando flecos por ahí. Tengo que preguntarle algo al viudo, ya sabes a qué me refiero, y por otra parte esta mañana me he acordado con cierto desasosiego de que no hemos mirado los papeles que pudiera tener Neus en su domicilio. Nos cegamos con el contenido de los ordenadores o, por decirlo de una manera más benévola con nosotros mismos, nos dieron mucha y muy buena información, y eso nos ha hecho menospreciar lo que pueda haber en otra parte.

– ¿Qué crees que puedes encontrar en su casa?

– No lo sé. Por eso mismo hay que investigarlo.

– Veo que no les asignas nada a Pin y Pon -anotó Chamorro, cruzando una mirada maliciosa con la guardia Tena.

– Sí. Te los dejo como ayudantes. Por si hay que hacer alguna gestión, para que te echen una mano con las comprobaciones de números de teléfono y también para que te hagan de gorilas con Vinuesa.

– Qué suerte tengo. Menos mal que para gorilas sirven.

– No seas tan dura. Sirven para algo más, mujer.

– Psé.

– Hablando de los reyes de Roma -avisó Tena.

Gil y Ponce se sentaron a tomar un café rápido, el tiempo que me llevó informarles de lo que ya había hablado con los otros. A las ocho y cuarto nos levantamos y cada uno asumió su cometido.

El mío consistió en coger el coche y meterme en el atasco de entrada a Barcelona. Durante diez o quince minutos estuve escuchando las noticias del día, o mejor dicho esa mezcla de acontecimientos reales y ficciones rutinariamente elaboradas (desde los cruces de declaraciones de los líderes políticos hasta los resultados deportivos) que nos resignamos a aceptar que constituyen las noticias del día. Luego me aburrí y decidí escuchar algo de música. Apreté el botón del reproductor de discos compactos y entró una pista del cede de Raimon:

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