– Una miqueta -repuse a lo último-. Pero no tiene mucho mérito, estuve destinado aquí durante tres años. Lo debería hablar mucho mejor. En cuanto a Corelli, sí, me aficioné a él de chaval. Luego lo redescubrí en la época de la universidad por las versiones de Geminiani. Tenía un compañero de clase que estudiaba música y que me trató de convencer de que Geminiani había mejorado las composiciones de su maestro. Pero prefiero el original. Geminiani me parece frío. A Ausiás March lo conozco por Raimon -remaché, lo que no era mentir del todo.
– Me sorprende, tengo que reconocérselo.
– Bueno, es una casualidad. Nada más.
– Creo que no puedo dejar de decírselo -se sinceró-. A medida que uno va cumpliendo años le va costando más callarse lo que piensa, aunque no sea muy presentable, como es el caso. Me había hecho otra idea de ustedes, de cómo serían. No imaginé que iba a hablar con alguien que ha ido a la universidad, que conoce a Corelli y escucha a Raimon. Y mucho menos, que sabe quién era Geminiani. Me disculpará si le ofende, pero no es eso lo que asocio a un guardia civil.
– Ni usted ni mucha gente. Ni mis compañeros son en general tan marcianos como yo. Pero hay bastantes más universitarios, no crea. A mi compañera, sin ir más lejos, sólo le queda una asignatura para terminar la licenciatura en Ciencias Matemáticas. ¿O eran dos, Vir?
– Tres -precisó Chamorro, mosqueada.
– ¿Y qué carrera estudió usted? -preguntó Altavella.
No respondí en seguida. Sabía que iba a devaluarme.
– Psicología, una pérdida de tiempo.
– ¿Por qué lo dice?
– Supo expresar mucho más del alma humana Ausiás March, en esos pocos versos, que lo que han acertado a atisbar miles de psicólogos y psiquiatras en toneladas de páginas llenas de jerga y de especulaciones pseudocientíficas. No digo que todos sean unos cantamañanas durante todo el tiempo, pero incluso a los más capacitados, como Jung o Freud, se les escaparon de la pluma insignes memeces.
Altavella parecía seguir sin dar crédito, y noté que Chamorro me miraba de reojo con reprobación. Tenía razón, me estaba pasando.
– Tampoco hay que verlo con tanta dureza -opinó el viudo-. Al fin y al cabo, que nadie está exento de la estupidez ya lo decía Montaigne, hace unos pocos siglos, y creo que fue Nietzsche quien llegó a invocarla como un derecho. En lo que estamos de acuerdo es en la sutileza de los versos de Ausiás March. Los escogí yo, sí. Y a Corelli también. Por una debilidad romántica. Elegí una música que nos gustaba a los dos, a Neus y a mí. Ya que no estuve con ella cuando murió, me pareció una forma de acompañarla a título póstumo. Una bobada, ya ve.
– Discrepo. Creo que fue una elección acertada. No recordará usted, por cierto, en qué disco está esa canción de Raimon…
A Chamorro los ojos le echaban chispas. Pero a mí también me pasaba un poco como a Altavella. Ya era demasiado mayor para callarme algo que quería preguntar, salvo que pudiera causar un cataclismo.
– Claro que me acuerdo. Espere un momento. Antes de que pudiéramos reaccionar, Altavella desapareció por el pasillo. Durante los quince o veinte segundos que tardó en regresar, mi compañera no despegó los labios. Pero la manera en que me miraba se parecía bastante a la que recordaba de mi madre el día que le desintegré de un balonazo una costosa porcelana de Lladró (por accidente, no por impulso estético, los gustos de una madre no se juzgan).
El escritor regresó con un cede en la mano.
– Tenga usted -dijo, tendiéndomelo.
– Ah, gracias. Me anotaré el título.
– No, quédeselo.
– Es el suyo, no puedo aceptarlo.
– Vamos, hombre, como soborno es poca cosa. Acépteme el regalo. Me conforta mucho desprenderme de un objeto dándoselo a quien sé que lo va a disfrutar. Yo ya poseo demasiados. Y si algún día tengo ganas de volverlo a oír, ya me lo compraré. No se preocupe.
– Pues muchas gracias -resistirme más habría sido grosero.
Nos despedimos en el descansillo. Altavella estrechó nuestras manos y declaró, con un énfasis que no solía exhibir:
– Ha sido muy grato conversar con ustedes, pese a las circunstancias. Por favor, no duden en llamarme para lo que necesiten.
– Tal vez le pidamos que nos deje examinar otro día las cosas de su mujer. Su cuarto, sus papeles. No hay prisa -me apresuré a aclararle-, porque ahora mismo tenemos material de sobra para analizar.
– Bueno, si han de hacerlo, no me opondré. No se ha tocado nada. ¿Me dejarían que ahora les hiciera yo una pregunta personal?
Nos había puesto difícil negárselo.
– ¿En qué año nacieron ustedes?
– Yo, en 1963 -dije-. Mi compañera no sé si querrá revelar su edad.
– Por qué no. Yo soy del 74 -rezongó Chamorro.
– Claro -asintió, pensativo-. Es que son ustedes muy jóvenes. Lo que yo guardo aún en la cabeza es un país muy antiguo, un país mugriento que ustedes han tenido la suerte de no conocer, apenas. No saben el favor que me han hecho. Ya no tendré que pensar en un tío con bigote, pocas luces y mala leche, cuando alguien me hable de la Guardia Civil. Lo dicho, un placer conocerles, y aquí tienen su casa.
A eso no supe si debía responder. Preferí retirarme en silencio.
Ya en la calle, mi compañera soltó lo que había estado reteniendo.
– Mira que te gusta dar la nota, ¿eh?
– ¿Por qué lo dices?
– Claro que también el rival se las traía -observó, inclemente-. Cuando habéis empezado a competir por ver quién resultaba más redicho, he tenido la sensación de estar en un jardín de infancia. ¿Cómo es posible que a los hombres os idiotice tanto la vanidad?
– Bah, y yo me pregunto cómo es posible que las mujeres nos toméis tan en serio. No era más que un juego. Por su parte y por la mía. Y si a los dos nos divierte, y no le hacemos mal a nadie…
– Bueno, teníais público. Que no podía marcharse, además. Y al que os encantaba dejar sin oportunidad de terciar en vuestro torneo.
– Vamos, Chamorro, no me seas susceptible. Además, si alguien ha quedado en ridículo, he sido yo. Tuve la clave delante de las narices y he necesitado que me la destapara él para darme cuenta.
– Sabes que lo has compensado de sobra luego, con el alarde musical. Por eso sonríes así, que ya nos vamos conociendo.
– No. Sonrío porque al final, cuando ya casi creía que esta gestión iba a resultar baldía, hemos dado un paso importante, más importante de lo que parece. Y por cierto, ese paso acredita el valor de tu intuición, así que no deberías sentirte disminuida -la provoqué.
– Gracias, hombre. No me siento nada disminuida.
– El hecho es que Neus andaba metida en alguna clase de apuro: lo estaba pasando mal, como tú imaginabas. Eso quiere decir que aumentan las posibilidades de que su muerte no fuera totalmente aleatoria. Y con ellas, las posibilidades de que la resolvamos. Para empezar ya sabemos qué demonios significan las misteriosas iniciales R.K., aunque sea a su vez un signo de algo que tendremos que encontrar. Y acuérdate de la frase que leímos en su bloc junto a esas dos letras.
– Suyo, no mío -citó.
– Lo que coincide con el sentido de la última anotación del diario.
– Sí, pero sólo tenemos símbolos crípticos. ¿Quién es el Rey Rojo?
– Que los símbolos cuadren y resulten coherentes ya es un paso. Ayer no entendíamos nada. Lo demás ya vendrá, a su tiempo.
Habíamos llegado al coche. Le ordené a Chamorro:
– Tira para el centro.
– ¿Para el centro? ¿Adónde vamos?
– De momento, a una librería. A ver si tienen un ejemplar de A través del espejo en inglés. Me da que va a merecer la pena refrescarlo.
Por el camino llamé a Rubio. No había estado de brazos cruzados. Tenía los resultados del laboratorio de ADN: el perfil genético del semen hallado en el cuerpo de la difunta no se correspondía con el de nadie que tuviéramos en nuestro banco de datos. Había conseguido además el retrato-robot del acompañante de Neus: en su opinión, una birria a la que difícilmente se parecería alguien. También había localizado a Josep Albert Salvany: aquella mañana tenía rodaje en unos estudios situados en un polígono de la periferia. Me apunté la dirección. Por otra parte, Juárez ya había contactado con los proveedores de Internet y a primera hora de la tarde, nos aseguraba, dispondríamos de las claves para acceder a las cuentas de correo web de Neus. Donde no había habido tanta suerte era con los teléfonos móviles prepago. Dos de ellos correspondían a la compañía donde trabajaba la amiga de Chamorro y también podríamos tenerlos intervenidos y estar en condiciones de rastrear su ubicación a mediodía, pero el tercero era de otra compañía donde no habían ofrecido tantas facilidades. Exigían ver el original de la orden judicial, no les valía el fax, y le habían dicho a Rubio que debían someterlo a su departamento de asesoría jurídica antes de darnos acceso a la línea, ya que ése era su procedimiento interno para evitar incurrir en responsabilidades frente a sus clientes. No me sorprendía mucho; no era la primera vez que me encontraba con ese celo para preservar la intimidad de la clientela en alguna compañía de servicios. Un celo que entendía, desde luego, y que habría entendido mucho mejor si no me constara, por propia experiencia, cómo muchas de ellas aprovechaban después los datos personales de los usuarios para desarrollar otros negocios, cuando no para traficar con ellos. Pero no me engañaba: entre otras razones, los móviles prepago son una mina de oro para las empresas de telefonía porque permiten el anonimato y resultan más escurridizos; ser demasiado ágiles a la hora de facilitar su intervención equivaldría a sabotear su propio negocio. Le pedí a Rubio el número de teléfono y el nombre del representante de la compañía, para tratar de ejercitar con él mis dotes de persuasión.