– Tiene usted razón -le concedí, aunque me escociera-. Está tan claro que resulta imperdonable que no lo viéramos nosotros. No sé mi compañera, pero yo sí he leído a Lewis Carroll, lo que en el fondo no hace sino agravar mi negligencia. Ha sido buena idea enseñárselo.
– No sufra usted por eso -trató de consolarme-. A veces uno anda a otras cuestiones y no ve lo que le pasa por delante. Ustedes tienen que procesar mucha información a la vez. Yo, en cambio, me he puesto a leer esto con la cabeza despejada. Y tengo una ventaja nada despreciable: que sé hasta qué punto Neus era fanática de este libro.
– ¿Ha visto la última anotación? -le dije.
– No, aún no.
– Léala, si hace el favor. Yo le di anoche un par de vueltas, pero ha quedado demostrado que no lo hice con mucha lucidez.
Altavella buscó el final del texto y leyó, en silencio.
– ¿Qué es lo que dice? -preguntó Chamorro.
– Esto no es una cita del libro -explicó Altavella-. Es algo que escribió ella, Neus. Se lo leo traducido al castellano, directamente: Porque ahora se trata, mi hermoso gatito, de algo entre tú y yo, entre dos nadies, fuera de los espacios brillantes donde finalmente reina el tipo rojo.
Después de leer aquellas palabras, el escritor se sumió en una meditación sombría. Imaginé que no podía penetrar el sentido preciso de la anotación, pero que, como a mí mismo, ahora que manejaba la clave, le sobraban recursos para barruntar el significado general.
– ¿Ha leído usted A través del espejo, agente? -se dirigió a Chamorro.
– Hace mucho tiempo, apenas me acuerdo -respondió, algo cortada.
– No pasa nada. Hay tantos libros… Se lo preguntaba por dar la historia por sobreentendida o no. Como usted recordará dijo, volviéndose esta vez a mí-, en ese libro Alicia empieza siendo un peón blanco de ajedrez y consigue coronarse reina, en una partida delirante que tiene todo el aspecto de un sueño y que ocurre en un mundo fantástico al otro lado del espejo del salón de su casa. Lo que no se sabe es si el sueño es suyo o del rey rojo, que pasa toda la partida dormido en una de las casillas centrales del tablero. Finalmente Alicia despierta, o regresa del otro lado del espejo, como prefieran, y sigue siendo incapaz de decidir de quién fue el sueño. Con esa pregunta termina el libro.
Altavella se interrumpió aquí. Debió de percatarse de que si continuaba en ese tono didáctico podía resultar pedante. Al dar su interpretación de la anotación de su mujer optó por ser más escueto:
– Neus parece haber decidido que todo era un sueño del rey rojo.
– Y que Alicia está ya para siempre fuera del espejo -añadí-. O lo que es lo mismo, que el sueño de ser reina no sigue más allá.
– Sí, eso es lo que viene a decir -murmuró.
Durante unos segundos, flotó en aquella azotea privilegiada un silencio que volvió irrelevante todo lo que nos rodeaba, la magnificencia de la casa y la ciudad que se extendía ante nuestros ojos.
– Creo que esto confirma sus suposiciones, sargento -habló al fin el viudo-. Neus tenía problemas. Y era consciente de ello. No sé si sabía que podía estar cerca de algo tan terrible como lo que le ocurrió. Pero sí que no debió de ser un accidente completamente inesperado.
– Coincido con usted -dije.
– Lo que me duele es no haberme enterado de nada. Quizá no fuimos tan listos, tan sensatos como nos creíamos. Quizá todo acabó siendo un amaño torpe que aceptamos por cobardía, y que no…
– No se atormente ahora -le atajé-. No creo que deba.
– No, desde luego. Es algo que tendré que resolver a solas.
– En todo caso, creo que no debemos molestarle más por hoy. Ya nos ha sido muy útil, y tenemos aún bastante trabajo por delante.
Altavella no pareció oírme. Seguía absorto en sus pensamientos, como si anduviera todavía dándole vueltas a algo.
– Podría interpretarse de una manera menos dramática -propuso de pronto-. El espejo es el mundo irreal. El mundo en el que vivía ella durante gran parte del tiempo, y que a mí tampoco me es del todo ajeno. Ese mundo en el que no eres tú mismo, sino un personaje a quien sueñan los demás. No saben ustedes lo que es esa sensación. Que la gente, cuando te da la mano, cuando te pregunta o cuando te escucha, ni te dé la mano ni te pregunte ni te escuche a ti, sino a la proyección mental que han hecho sobre ti en su imaginación. Al principio halaga sentirlo, porque en ese ejercicio de inventarte que hacen los demás hay una forma conmovedora de afecto hacia uno. Pero a medida que pasan los años, llega a asfixiarte. Acabas acorralado entre quienes te envidian o te desprecian y quienes te admiran tomándote por lo que no eres. Y entre medias cada vez queda menos espacio, y entre medias es el único lugar donde uno puede seguir viviendo sin perder la cabeza. Tal vez lo que Neus quisiera decir con esa frase no era que el sueño se había terminado, sino que ella misma deseaba acabar con él; no con todo, sino con la parte de mentira y de impostura que implicaba. Ya me disculparán, esta manera barata de hablar. A lo mejor es una tontería, pero cuando a alguien como yo le dan una metáfora, no tiene más remedio que manosearla. No se vive impunemente de la literatura.
Juzgué que debía ser generoso con él:
– A mí me parece bastante consistente lo que dice.
– En fin, perdónenme de todas formas que haya acabado derivando a mi tema -se excusó-. Temo aburrir cuando hablo de ello con desconocidos, porque cada vez tengo más la sensación de que este negocio al que me dedico es un vestigio de otra época. Al menos las señales son alarmantes. La mayoría de la gente que está dispuesta a gastar dinero en un libro sólo tiene afición a leer patrañas prefabricadas, los políticos que deberían fomentar la lectura son ineptos o directamente analfabetos y los escritores nos acabamos volviendo todos banales y cascarrabias, por no hablar de nuestra creciente incomprensión de la realidad. En el fondo, debería asombrarnos que alguien nos lea.
– No creo que todo sea tan catastrófico. A mí me gusta leer literatura, y a mi compañera también. Y ya ve a qué nos dedicamos.
– Sí, ya veo. Y es verdad que a veces uno tiene prejuicios necios -dijo, como si pensara en voz alta-. Para serles franco, había asumido que no les alegraría mucho verse obligados a tratar con alguien como yo.
El tono de Altavella era inocente, pero no podía dejar de advertir lo que sus palabras daban a entender. Si había llegado a notar que no me caía bien, era un fallo por mi parte. Traté de enmendarlo:
– Le aseguro que es mucho menos penoso tratar con alguien como usted que con buena parte de nuestra clientela habitual. Para empezar, no nos invitan a desayunar ni a disfrutar de estas vistas. Pero no podemos entretenernos ni entretenerle más. Debemos irnos.
– Sí, tampoco quiero distraerles yo. Les acompaño.
Al entrar en la casa apareció la empleada, sigilosa y siempre pertrechada con su incombustible sonrisa. Diríase que estaba allí aguardando, para recibir las órdenes que su jefe tuviera que impartirle.
– Yo les acompaño abajo, Palmira -dijo Altavella-. Si haces el favor, puedes recoger ya lo del desayuno y seguir a tus cosas.
Mientras bajábamos por las escaleras, me acordé de algo. La insospechada placidez con que había transcurrido nuestro encuentro me invitó a atreverme a mencionárselo a nuestro anfitrión:
– Una curiosidad. ¿Fue usted quien escogió la música de Corelli que sonó en la capilla? ¿Y el poema de Ausiás March para el cementerio?
Altavella se detuvo y me observó con una expresión anonadada, que he de confesar que me sirvió para paliar el bochorno de no haberme dado cuenta de las alusiones de Neus a la historia de Alicia.
– ¿Le gusta Corelli? ¿Ha leído a Ausiás March? ¿Entiende catalán?
El escritor desplegó aquella batería de preguntas como si cada una se refiriera a un prodigio más inconcebible. Me halagó, claro.