– ¿Usted cree que es un anzuelo de Petersen? -me preguntó. Era algo en lo que no había pensado.
– No, la charla está anunciada desde hace casi un mes. Y supongo que si quisieran tenderle una trampa lo hubieran invitado también a usted.
– Crímenes perfectos… Hay un libro con ese mismo título que yo consulté cuando trataba de establecer las analogías de la lógica con la investigación criminal. El libro pasaba revista a decenas de casos nunca resueltos. El más interesante, para lo que yo buscaba, era el de un médico, Howard Green, que llegó a la formulación para mí más precisa del problema. Quería matar a su esposa y escribió un diario minucioso, verdaderamente científico, sobre todas las posibles ramificaciones adversas. No era difícil, concluía él, matarla de una manera en que la policía no pudiera culpar definitivamente a nadie. Proponía catorce formas diferentes, algunas realmente ingeniosas. Lo que era mucho más difícil era librarse a sí mismo para siempre de cualquier sospecha. El peligro principal para el criminal, sostenía, no era la investigación que pudiera hacerse de los hechos hacia atrás -eso podía siempre solucionarse borrando o confundiendo rastros con una preparación suficiente del crimen- sino las trampas sucesivas que podían tenderle hacia adelante. La verdad, escribió en términos casi matemáticos, es férreamente única: cualquier apartamiento de la verdad es siempre refutable. Él sabría en cada interrogatorio lo que había hecho y cada coartada en la que pensaba tenía inevitablemente un elemento de falsedad que con la suficiente paciencia podía ser puesto al descubierto. Ninguna de las alternativas que analiza lo convencen: hacerla matar por otro, simular un suicidio o un accidente, etc. Llega entonces a la conclusión de que debe proporcionarle a la policía otro culpable, uno que sea obvio e inmediato y que cierre la investigación. El crimen perfecto, escribe, no es el que queda sin resolver sino el que se resuelve con un culpable equivocado.
– ¿Y la mata finalmente?
– Oh no, ella lo mata a él. Descubre una noche el diario, tienen una pelea terrible, ella se defiende con un cuchillo de cocina y logra herirlo mortal-mente. Al menos esto es lo que le cuenta al tribunal. El jurado, horrorizado por la lectura del diario y las fotos de los hematomas de su cara, dictamina que el homicidio fue en defensa propia y la declara inocente. Es por ella en realidad que el crimen figura en el libro: muchos años después de muerta unos estudiantes de grafología demostraron que la letra en el cuaderno del Dr. Green era una imitación casi perfecta, pero sin duda no pertenecía a él. Y descubrieron también este pequeño detalle fascinante: el hombre con el que se casó ella discretamente poco después era un copista de ilustraciones y obras antiguas de arte. Me gustaría saber quién de los dos fue en todo caso el que redactó el diario: es una impostación magistral del estilo científico. Fueron increíblemente audaces porque el diario, que se leyó durante el juicio, decía y revelaba línea por línea lo que ellos habían hecho. Mentir con la verdad, con todas las cartas sobre la mesa, como un acto de ilusionismo con las manos desnudas… A propósito: ¿conoce usted a un mago argentino que se llama Rene Lavand? Si lo vio alguna vez no puede olvidarse.
Negué con la cabeza, ni siquiera me sonaba remotamente el nombre.
– ¿No? -dijo Seldom sorprendido-. Tiene que verlo actuar. Sé que vendrá muy pronto a Oxford, podemos ir juntos a verlo. ¿Recuerda nuestra conversación en Merton College, sobre la estética de los razonamientos en distintas disciplinas? La lógica de las investigaciones criminales fue, como le dije, mi primer modelo. El segundo fue la magia. Pero me alegro de que no lo conozca -dijo con el entusiasmo de un niño-, eso me dará la oportunidad de ver su espectáculo otra vez.
Habíamos llegado frente a la puerta de The Eagle and Child. Vi por una de las ventanas a Lorna. Estaba sentada de espaldas a nosotros, con el pelo rojizo suelto hacia atrás y hacía girar distraídamente sobre la mesa el posavasos redondo de cartón. Seldom, que había sacado mecánicamente su sobre de tabaco, siguió mi mirada.
– Vaya, por favor, vaya -dijo-: a Lorna no le gusta esperar.
CAPITULO 15
Pasaron casi dos semanas sin que me enterara de ninguna otra novedad en el caso. Perdí también durante esos días todo contacto con Seldom, aunque supe por un comentario casual de Emily que estaba en Cambridge, ayudando a organizar un seminario de Teoría de Números. "Andrew Wiles cree que puede probar la última conjetura de Fermat", me había dicho Emily divertida, como si se refiriera a un niño incorregible, "y Arthur es uno de los pocos que se lo toman en serio". Era la primera vez en mi vida que escuchaba el nombre de Wiles. Había creído hasta entonces que ya ningún matemático profesional se ocupaba del último teorema de Fermat. Después de trescientos años de batallas, y sobre todo, después de Kummer, el teorema se había convertido en el paradigma de lo que los matemáticos consideraban un problema intratable. Se sabía que la solución, en todo caso, estaba más allá de todas las herramientas conocidas, y que era tan difícil como para consumir la carrera y la vida de cualquiera que lo desafiara. Cuando le dije algo de esto a Emily, asintió como si también para ella fuera un pequeño misterio. "Y sin embargo", me dijo, "Andrew fue mi alumno, y si hay alguien en el mundo que pueda resolverlo, yo también apostaría por él".
Yo mismo decidí aceptar en esas semanas una invitación a una escuela de Teoría de Modelos en Leeds, pero en vez de prestar atención a las conferencias me encontraba en cada sesión escribiendo en los márgenes de mi cuaderno, como una invocación al vacío, los símbolos del círculo y el pez. Había tratado de leer entre líneas los informes del diario en los días siguientes a la muerte de Clark, pero quizá por alguna intervención de Petersen, la posible conexión entre los dos crímenes era mencionada sólo al pasar, y aunque se describía el símbolo del pez, el diario parecía a oscuras sobre este punto y se inclinaba a considerarlo como una clase de firma. Le había pedido a Lorna que me escribiera detalladamente sobre cualquier novedad de la que se enterara, pero lo que recibí en una hoja manuscrita no fue un informe, sino una carta de una variedad que hubiera creído desaparecida, o que no hubiera asociado con ella; larga, tierna, inesperada: era una carta de amor. Alguien hablaba en el seminario del experimento de la habitación china y mientras yo releía las frases de Lorna que parecían escritas en un arrebato del que no había querido arrepentirse, pensaba que el problema más lacerante de la traducción es saber qué dice, qué quiere decir realmente la otra persona cuando desliza bajo la puerta una hoja con la terrible palabra. Le transcribí en mi contestación el ruego de Qais ben-al-Mulawah en uno de los versos para Layla:
Oh Dios, haz que el amor entre ella y yo sea parejo
que ninguno rebase al otro
Haz que nuestros amores sean idénticos,
como ambos lados de una ecuación.
Volví a Oxford el día del concierto. Tenía en mi casillero del Instituto un pequeño plano que me había dejado Seldom con indicaciones y alternativas para llegar a Blenheim Palace y un horario para encontrarnos. A la tarde, cuando estaba terminando de vestirme, sentí unos golpes en la puerta. Era Beth, y por un instante quedé enmudecido, sin poder hacer otra cosa que mirarla. Llevaba un vestido negro con un escote profundo y guantes que le enfundaban los brazos casi hasta los codos. Tenía los hombros totalmente desnudos, y el pelo, echado hacia atrás, dejaba al descubierto la línea firme del mentón y el cuello largo y esbelto. Estaba, por primera vez, pintada, y la transformación no podía ser más arrasadora. Sonrió nerviosamente bajo mi mirada.