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Una camarera se acercó para tomarnos el pedido. Lorna me señaló en el menú su clásico fish and chips, y se levantó para ir al baño. Cuando Seldom terminó de ordenar y la camarera nos dejó solos le devolví el sobre con las fotos.

– ¿Pudo recordar? -me preguntó Seldom, y cuando vio mi cara dubitativa me dijo-: Es difícil, ¿no es cierto? Volver al origen como si uno no supiera nada. Deshacerse de lo que vino después. ¿Pudo ver algo que se le hubiera escapado antes?

– Sólo esto: el cadáver de Mrs. Eagleton, tal como lo encontramos, no tenía la manta de sus pies -dije.

Seldom se echó atrás en su silla y cruzó una mano bajo su mentón.

– Eso… puede ser interesante -dijo-. Sí, ahora que lo dice, lo recuerdo perfectamente, ella siempre llevaba, por lo menos cuando salía, una manta escocesa.

– Beth está segura de que todavía tenía la manta cuando ella bajó las escaleras a las dos. Después buscaron por toda la casa y la manta no apareció. Petersen no nos había dicho nada de esto -dije yo con algún despecho.

– Bueno -dijo Seldom, con una suave ironía-, es el inspector de Scotland Yard a cargo del caso, quizá no sintió la obligación de reportarse a nosotros con cada detalle. Tuve que reír.

– Pero nosotros sabemos más que él -dije, -Sólo en este sentido -dijo Seldom-: digamos, que nosotros tenemos más presente el teorema de Pitágoras.

Su cara se ensombreció, como si algo en la conversación le hubiera hecho recordar sus peores presentimientos. Se inclinó hacia mí como si fuera a confiarme algo.

– La hija me contó que no duerme de noche y que lo encontró algunas veces todavía despierto a la madrugada tratando de leer libros de matemática. Recibí otra llamada de él esta mañana. Creo que teme, como yo, que el jueves sea demasiado tarde.

– Pero el jueves es pasado mañana -dije. -Pasado mañana… -repitió Seldom, tratando de darle sentido a la expresión castellana-. Es una mezcla interesante de tiempos -dijo-. El pasado con el futuro… Lo que ocurre es que no es exactamente un día cualquiera mañana. Fue justamente por eso que me llamó Petersen. Quiere enviar algunos de sus hombres a Cambridge.

– ¿Qué pasa en Cambridge mañana? -Lorna había regresado y traía otras tres cervezas que distribuyó sobre la mesa.

– Me temo que tiene que ver con uno de los libros que le presté yo mismo al inspector Petersen. Un libro con una versión bastante fantástica sobre la historia del teorema de Fermat. Es el problema abierto más antiguo de la matemática -le dijo a Lorna-: hace más de trescientos años que los matemáticos luchan contra él y posiblemente mañana en Cambridge logren por primera vez demostrarlo. En el libro se rastrea el origen de la conjetura a las ternas pitagóricas, uno de los secretos de la primera época de la secta, antes del incendio, cuando todavía, como dijo Lavand, no se habían separado la magia de la matemática. Los pitagóricos consideraban a las propiedades y relaciones numéricas como la cifra secreta de una divinidad, que no debía divulgarse fuera de la secta. Podían difundirse los enunciados de los teoremas, para el uso en la vida diaria, pero jamás su demostración, de la misma manera que los magos se juramentan para no revelar sus trucos. El castigo para quien infringía la regla era la muerte. El libro sostiene que el propio Fermat pertenecía a una logia más moderna, pero no menos estricta, de pitagóricos. Había anunciado en la famosa anotación en el margen de la Aritmética de Diofantes que tenía una demostración de su conjetura, pero después de su muerte ni esa ni ninguna otra de sus demostraciones pudo ser encontrada entre sus papeles. Aunque supongo que lo que alarmó a Petersen son algunas muertes curiosas que rodean la historia del teorema. Claro que en trescientos años mucha gente muere, incluso los que estaban cerca de dar una demostración. Pero el autor es astuto y se las arregla para que algunas de estas muertes parezcan verdaderamente sospechosas. Por ejemplo el suicidio no hace tanto de Taniyama, con esa carta tan extraña que le dejó a su prometida.

– Entonces en ese caso los crímenes serían…

– Una advertencia -dijo Seldom-. Una advertencia al mundo de los matemáticos. La conspiración que imagina el libro, ya se lo dije a Petersen, me parece a mí una suma ingeniosa de disparates. Pero hay algo que de todos modos me preocupa: Andrew Wiles trabajó en absoluto secreto durante los últimos siete años. Nadie tiene una pista de cómo será su demostración: ni siquiera a mí me dejó ver nunca ninguno de sus papeles. Si algo le pasara antes de su exposición y desaparecieran esos papeles podrían pasar quizás otros trescientos años antes de que alguien pudiera repetir esa prueba. Por eso, más allá de lo que yo creo, no me parece mal que Petersen envíe alguno de sus hombres. Si algo llegara a ocurrirle a Andrew -dijo, y su cara volvió a ensombrecerse-, nunca me lo perdonaría.

CAPITULO 23

El miércoles 23 de junio me desperté cerca del mediodía. Desde la pequeña cocina de Lorna llegaba olor a café y un segundo olor paradisíaco de waffles recién hechos. Sir Thomas, el gato de Lorna, había logrado tirar al suelo buena parte del cobertor y estaba ovillado al pie de la cama. Pasé a su lado y abracé a Lorna en la cocina. El diario estaba abierto sobre la mesa y mientras Lorna servía el café revisé rápidamente las noticias. La serie de crímenes con los misteriosos símbolos, decía el Oxford Times con indisimulable orgullo local, se había convertido en la noticia de tapa de los principales diarios de Londres. Se reproducían en la primera página los grandes titulares que habían aparecido el día anterior en los diarios nacionales, pero aquello era todo, no había evidentemente ninguna otra novedad en el caso.

Busqué en las páginas interiores alguna noticia sobre el seminario en Cambridge, Había apenas un suelto muy cauteloso, bajo el título "El Moby Dick de los matemáticos", en el que se enumeraba la larga cronología de fracasos en los intentos por demostrar el teorema de Fermat. El diario mencionaba al final que se estaban haciendo apuestas en Oxbridge sobre lo que ocurriría esa tarde en la última de las tres conferencias y que estaban por el momento seis a uno, todavía en contra de Wiles.

Lorna había reservado una cancha para jugar al tenis a la una. Pasamos por Cunliffe Close para recoger mi raqueta y jugamos largamente sin que nadie nos interrumpiera, sin atender a otra cosa que al cruce de la pelota sobre la red, en ese pequeño rectángulo fuera del tiempo. Cuando salimos de las canchas vi en el reloj del club que eran casi las tres y le pedí a Lorna que antes de volver pasáramos un momento por el Instituto. El edificio estaba desierto, y al subir las escaleras tuve que ir encendiendo las luces a mi paso. Entré en la sala de computadoras, que estaba también vacía, y abrí mi cuenta de e-mail. Allí estaba el breve mensaje que se propagaba como una contraseña a todos los matemáticos a lo largo y ancho del mundo: ¡Wiles lo había conseguido! No había detalles sobre la exposición final; sólo se decía que la demostración había logrado convencer a los especialistas y que una vez escrita podía llegar a las doscientas páginas.

– ¿Alguna buena noticia?- me preguntó Lorna cuando volví a subir al auto.

Le conté y supongo que percibió en el tono de admiración de mi voz el orgullo extraño y contradictorio por los matemáticos que me dominaba.

– Quizás hubieras preferido estar allí esta tarde -dijo y luego, riendo-. ¿Qué podría hacer para compensarte?

Hicimos el amor con una felicidad imparable de conejos por el resto de la tarde. A las siete, cuando ya empezaba a oscurecer y estábamos todavía tendidos uno junto al otro en un silencio exhausto, sonó el teléfono muy cerca de mí. Lorna se estiró sobre mi cuerpo en la cama para atender. Vi que en su cara aparecía una expresión de alarma y luego, de pesadumbre horrorizada. Me hizo una seña para que encendiera el televisor y con el auricular sostenido sólo en el mentón empezó a vestirse rápidamente.

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