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– ¿Cuál diría usted que es la cuarta figura? -me preguntó Seldom.

– Eme, corazón, ocho… -dije, tratando de darle a aquello algún sentido. Seldom esperó, algo divertido, a que yo pensara todavía durante un par de minutos.

– Estoy seguro de que podrá resolverlo apenas lo piense un poco esta noche en su casa -me dijo-. Lo que yo quería mostrarle simplemente es que estamos en este momento como si nos hubieran dado sólo el primer símbolo -dijo y tapó con su mano sobre el papel el corazón y el ocho-. Si usted hubiera visto únicamente esta figura, esta letra M, ¿qué estaría inclinado a pensar?

– Que se trata de una serie de letras, o el principio de una palabra que empieza con M.

– Exactamente -dijo Seldom-. Le hubiera dado a este símbolo el significado no sólo de letra en general, sino de una letra bien precisa y determinada, la M mayúscula. Sin embargo apenas ve usted el segundo símbolo de la serie, las cosas cambian, ¿no es cierto? Ya sabe, por ejemplo, que no puede esperar una palabra. Este símbolo es, por otro lado, bastante heterogéneo con respecto al primero, es de otro orden, hace pensar, por ejemplo, en las barajas francesas. En cualquier caso, tiene el efecto de cuestionar hasta cierto punto el significado inicial que le habíamos atribuido al primer símbolo. Todavía podemos pensar que es una letra, pero ya no parece tan importante que sea exactamente una eme. Y cuando hacemos entrar en juego al tercer símbolo, otra vez el primer impulso es reorganizar todo de acuerdo a lo conocido: si lo interpretamos como el número ocho, tendemos a pensar en una serie que empieza con una letra, sigue con un corazón, sigue con un número. Pero fíjese que estamos razonando todo el tiempo sobre significados que asignamos -casi automáticamente- a lo que son en principio, solamente dibujos, líneas sobre el papel. Esta es la pequeña malicia de la serie: que resulta difícil despegar a estas tres figuras de su interpretación más obvia e inmediata. Ahora bien, si usted consigue ver por un momento los símbolos desnudos, sólo como figuras, encontrará la constante que destruye todos los significados anteriores y le dará la clave de la continuación.

Pasamos por la ventana iluminada de The Eagle and Child. Adentro la gente se agolpaba contra la barra y, como en una película muda, reían en silencio mientras alzaban jarros de cerveza. Cruzamos y doblamos a la izquierda bordeando un monumento. Vi aparecer delante de nosotros la pared redonda del teatro.

– Lo que usted quiere decir es que, en nuestro caso, para determinar el contexto necesitaríamos por lo menos un término más…

– Sí -dijo Seldom-; con el primer término estamos todavía completamente a oscuras; no podemos ni siquiera resolver sobre esa primera bifurcación: si debemos considerar al símbolo como un trazo sobre el papel, o intentar atribuirle algún significado. Desgraciadamente no nos queda más que esperar.

Había subido mientras me hablaba las escalinatas del teatro y yo lo seguí adentro del hall, sin decidirme a dejarlo ir. La entrada estaba desierta, pero era fácil guiarse por el rastro de la música, que tenía la alegría ligera de una danza. Subimos tratando de no hacer ruido una de las escaleras y caminamos por un corredor alfombrado. Seldom entreabrió una de las puertas laterales, que tenía un revestimiento mullido de rombos, y nos asomamos a un palco desde donde se veía la pequeña orquesta en el centro del escenario. Estaban ensayando lo que parecía una czarda de Liszt. La música nos llegaba ahora clara y potente. Beth estaba inclinada hacia adelante en su silla, con el cuerpo tenso, y el arco subía y bajaba con furia sobre el violoncelo; escuché el desencadenamiento vertiginoso de las notas, como látigos sobre caballos, y en el contraste entre la ligereza y alegría de la música y el esfuerzo de los ejecutantes recordé lo que me había dicho unos días atrás. Su cara estaba transfigurada por la concentración en seguir la partitura. Los dedos se movían velocísimos sobre el diapasón y aun así había algo distante en su mirada, como si solamente una parte de ella estuviera allí. Retrocedimos con Seldom al pasillo. Su expresión se había vuelto otra vez grave y reservada. Me di cuenta de que estaba nervioso: había empezado a armar mecánicamente otro cigarrillo que no podría encender ahí. Murmuré unas palabras para despedirme y Seldom me estrechó la mano con fuerza y volvió a agradecerme que lo hubiera acompañado.

– Si está libre el viernes al mediodía -dijo-, me gustaría invitarlo a almorzar conmigo en el Merton; tal vez se nos ocurra entretanto algo más.

– Claro que sí: el viernes es perfecto para mí -dije.

Bajé la escalinata y salí otra vez a la calle. Hacía frío y había empezado a lloviznar. Cuando estuve otra vez bajo las lámparas de la avenida saqué del bolsillo el papel en que Seldom había dibujado las tres figuras, tratando de proteger la tinta de las pequeñas gotas. Casi reí al descubrir a mitad de camino la simplicidad de la solución.

CAPITULO 5

Cuando dejé atrás la última ondulación del close y me acerqué a la casa vi que los patrulleros seguían allí; había ahora también una ambulancia y una camioneta azul con el logotipo del Oxford Times. Un hombre larguirucho con rulos grises sobre la frente me detuvo cuando empezaba a bajar la escalera hacia mi habitación; tenía un pequeño grabador y una libreta de apuntes en la mano. Antes de que pudiera presentarse, el inspector Petersen se asomó a la ventana que daba a la galena y me hizo una seña para que me acercara.

– Preferiría que no mencione a Seldom -me dijo en voz baja-. Dimos únicamente el nombre de usted a la prensa, como si hubiera estado solo al encontrar el cadáver.

Asentí y volví junto a la escalera. Mientras respondía las preguntas vi que se estacionaba un taxi. Beth bajó con su violoncelo y pasó muy cerca de nosotros sin vernos. Tuvo que decirle su nombre al policía de la entrada para que le permitieran pasar. Su voz sonó débil y algo estrangulada.

– Así que esta es la chica -dijo el periodista mirando su reloj-. También tengo que hablar con ella, creo que hoy ya me perderé la cena. Una última pregunta: ¿qué le dijo Petersen recién, cuando le pidió que se acercara?

Dudé un instante antes de responderle.

– Que tal vez tenían que molestarme con algunas preguntas más mañana -dije.

– No se preocupe -me dijo-. No sospechan de usted.

Reí.

– ¿Y de quién sospechan? -le pregunté.

– No sé: supongo que de la chica. Sería lo más natural, ¿no es cierto? Es la que se quedará con el dinero y con la casa.

– No sabía que Mrs. Eagleton tenía dinero.

– Es la pensión para héroes de la guerra. No es una fortuna, pero para una mujer sola…

– Igualmente: ¿no estaba Beth ya en el ensayo a la hora del crimen?

El hombre pasó hacia atrás las hojas de su libreta.

– Veamos: la muerte ocurrió entre las dos y las tres, según el informe del forense. Hay una vecina que se cruzó con ella cuando salía hacia el Sheldonian un poco después de las dos. Yo llamé al teatro hace un rato: la chica llegó puntualmente para el ensayo a las dos y media. Pero todavía quedan esos minutos, antes de que saliera. De modo que estaba en la casa, pudo hacerlo, y es la única beneficiada.

– ¿Va a sugerir eso en su artículo? -dije, y creo que mi voz sonó algo indignada.

– ¿Por qué no? Es más interesante que atribuírselo a un ladrón y recomendar a las amas de casa que mantengan las puertas cerradas. Voy a tratar de hablar ahora con ella -y me dirigió una breve sonrisa maliciosa-: lea mi nota mañana.

Bajé a mi cuarto y sin encender las luces me quité los zapatos y me eché en la cama, con un brazo cruzado sobre los ojos. Una vez más intenté rehacer en mi memoria el momento en que entramos con Seldom en la casa y toda la secuencia de nuestros movimientos, pero no parecía haber nada más allí: nada, por lo menos, de lo que Seldom podría estar buscando. Sólo reaparecía en toda su vividez el movimiento dislocado del cuello y la cabeza de Mrs. Eagleton al derrumbarse, con los ojos abiertos y espantados. Escuché el motor de un auto que se ponía en marcha y me icé sobre los brazos para mirar por la ventana. Vi cómo sacaban el cadáver de Mrs. Eagle-ton en una camilla y lo subían a la ambulancia. Los dos patrulleros encendieron las luces; al maniobrar para salir los conos amarillos proyectaron una sucesión de sombras fantasmagóricas y huidizas sobre las paredes de las casas. La camioneta del Oxford Times ya no estaba y cuando la pequeña comitiva de autos se perdió en la primera curva, el silencio y la oscuridad del clóse me parecieron por primera vez agobiantes. Me pregunté qué estaría haciendo Beth arriba, a solas en la casa. Prendí la lámpara y vi sobre el escritorio los papers de Emily Bronson con algunas de mis notas en los márgenes. Me preparé un café y me senté, con el propósito de retomar donde los había dejado. Estudié durante más de una hora, sin llegar mucho más lejos. Tampoco conseguía la pequeña calma piadosa, ese singular bálsamo intelectual, el simulacro de orden en el caos, que se obtiene al seguir los pasos de un teorema. Escuché de pronto lo que me parecieron unos golpes amortiguados en la puerta. Eché hacia atrás la silla y esperé un instante. Los golpes se repitieron, con más claridad. Abrí y distinguí en la oscuridad la cara confusa y algo avergonzada de Beth. Tenía puesto un deshabillé violeta y estaba en chinelas, con el pelo sólo sujeto adelante por una vincha, como si algo la hubiese hecho saltar de la cama. La hice pasar y se quedó junto a la puerta, con los brazos cruzados y los labios algo temblorosos.

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