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CAPITULO 10

– Salgamos un momento a la galería; quiero fumar un cigarrillo -dijo Seldom. Había arrancado la hoja que acababa de escribir Frank y la arrojó al cesto después de echarle un vistazo. Salimos de la sala en silencio y caminamos por el pasillo desierto hasta encontrar una ventana abierta. Vimos avanzar lentamente hacia nosotros a un enfermero que empujaba una camilla. Cuando pasó a nuestro lado pude ver que la sábana cubría la cara y amortajaba completamente el cuerpo. Sólo uno de los brazos había quedado al descubierto; una tarjeta que colgaba de la muñeca indicaba el nombre. Alcancé a ver una cifra debajo, que correspondía quizá a la hora de la muerte. El enfermero maniobró para girar la camilla y la introdujo limpiamente, con la destreza de un maestro pizzero, por una puerta angosta de vidrio.

– ¿Es la morgue? -pregunté.

– No -dijo Seldom-. Cada piso tiene una sala como ésta. Cuando alguno de los pacientes muere, desalojan inmediatamente el cuerpo de la sala para liberar la cama lo antes posible. El médico en jefe del piso viene hasta aquí a corroborar la muerte, escriben algo así como un acta en una planilla y recién entonces lo trasladan a la morgue general del hospital, que está en uno de los subsuelos. -Seldom señaló con la cabeza en dirección a la sala de Frank-. Yo voy a quedarme un rato más allí, a hacerle compañía a Frankie. Es un buen lugar para pensar, quiero decir, tan bueno como cualquier otro. Pero estoy seguro de que usted querrá visitar la sala de Rayos -me dijo con una sonrisa, y cuando vio mi sorpresa sus ojos chispearon y su sonrisa se acentuó un poco más-. Después de todo Oxford es sólo un pequeño pueblo. Felicitaciones: Lorna es una gran chica. La conocí durante mi convalecencia, me pasó buena parte de sus novelas policiales. ¿Ya vio su biblioteca? -y alzó las cejas con una admiración algo extrañada-. Nunca conocí a nadie con tanta pasión por los crímenes. Tiene que ir al último piso -me dijo-: por los ascensores de aquí a la derecha.

El ascensor subió con un pesado gemido neumático. Atravesé un laberinto de pabellones siguiendo las flechas que indicaban Rayos, hasta que me encontré en una sala de espera en la que sólo había un hombre sentado, con la mirada algo extraviada y un libro abandonado sobre las rodillas. Detrás de un cubículo de vidrio vi a Lorna en su uniforme, inclinada sobre una camilla, como si estuviera explicando pacientemente el procedimiento a un niño. Me acerqué un poco más al vidrio, sin decidirme a interrumpirla. Lorna acomodaba un osito Teddy junto a la almohada. Pude ver que se trataba en realidad de una chiquita muy pálida de unos siete años, con los ojos asustados pero valerosamente atentos y rulos largos en tirabuzón. Lorna dijo algo más y la niña abrazó fuertemente al osito Teddy. Di dos golpes suaves en el vidrio; Lorna miró en mi dirección, rió sorprendida y dio una pequeña exclamación que no alcanzó a atravesar el vidrio. Me señaló la puerta a un costado y le hizo el ademán a la chiquita, con una raqueta imaginaria, de que yo era su compañero de tenis. Abrió por un instante la puerta, me dio un beso rápido y me pidió que la esperara un momento.

Retrocedí a la sala de espera. El hombre había vuelto a su libro. Noté que tenía la barba algo crecida y los ojos enrojecidos, como si no hubiera dormido en mucho tiempo. Descifré con alguna sorpresa el título: De los pitagóricos a Jesús. El hombre bajó el libro de pronto y me encontré con su mirada.

– Perdón -dije-, me llamó la atención el título. ¿Es usted matemático?

– No -dijo-, pero si le interesó el título debo suponer que usted sí lo es.

Sonreí, asintiendo, y el hombre me miró con una intensidad desconcertante.

– Estoy leyendo hacia atrás -me dijo-. Quiero saber cómo eran en un principio las cosas. -Volvió a mirarme con esa fijeza un poco fanática.- Uno se lleva sorpresas. Por ejemplo, ¿cuántas sectas, cuántos grupos religiosos, diría usted que había en la época de Cristo?

Supuse que sería educado contestar con un número muy bajo. Pero antes de que pudiera responder el hombre siguió hablando.

– Eran decenas y decenas -me dijo-: los nazarenos, los ácaros, los simonianos, los fíbionitas. Pedro y sus apóstoles eran sólo un grupúsculo. Un grupúsculo entre cien. Las cosas perfectamente hubieran podido ser distintas. No eran los más numerosos, no eran los más avanzados, no eran los más influyentes. Pero tuvieron un rasgo de astucia para diferenciarse y erguirse entre todos, una sola idea, la piedra de toque, para perseguir y exterminar a los demás grupos y quedar finalmente solos. Cuando todos hablaban únicamente de la resurrección del alma, ellos prometieron también la resurrección de la carne. La vuelta a la vida con el propio cuerpo. Una idea que ya sonaba absurda, que ya era primitiva en esos tiempos. El Cristo que se levanta de la tumba al tercer día y pide que lo pellizquen y come pescado asado. Ahora bien, ¿qué pasó con ese Cristo durante los cuarenta días que duró su regreso?

Su voz ronca tenía la vehemencia algo feroz de un recién converso, o de un autodidacta. Se había inclinado un poco hacia mí y sentí el vaho acre y penetrante a transpiración de su camisa arrugada. Di involuntariamente un paso atrás, pero era difícil desasirse de la fijeza de sus ojos. Hice otra vez un gesto de adecuada ignorancia.

– Exactamente. Usted no lo sabe, yo no lo sé, nadie lo sabe. Misterio. Sólo esto parece haber hecho: recibir un pellizcón y señalar a Pedro como su continuador en la tierra. Qué conveniente para Pedro, ¿no es cierto? ¿Sabía usted que hasta ese momento los cadáveres solamente se amortajaban? No existía, por supuesto, la idea de conservar los cuerpos. El cuerpo era al fin y al cabo lo que las religiones consideraban la parte más débil, la más efímera, la parte expuesta al pecado. Y bien, unos cuantos cajones de madera nos separan de esos tiempos, ¿no es cierto? Todo un mundo de cajones debajo del mundo. En las afueras de cada ciudad otra ciudad subterránea de cajones prolijamente alineados, conmovedoramente cerrados. Pero adentro de los cajones, todos sabemos lo que pasa. En las primeras veinticuatro horas, después del rigor mortis, empieza la des-hidratación. La sangre deja de transportar oxígeno, la córnea pierde transparencia, el iris y las pupilas se deforman, la piel se arruga. El segundo día se inicia la putrefacción en el intestino grueso y aparecen las primeras manchas verdosas. Los órganos interiores quedan inutilizados, los tejidos se ablandan. El tercer día la descomposición avanza, los gases hinchan el abdomen y un verde marmóreo invade todos los miembros. Del cuerpo emana el compuesto de carbono y oxígeno, el olor penetrante de un bistec que estuvo demasiado tiempo fuera de la heladera: empieza el festín de la fauna cadavérica y de los insectos necrófagos. Cada uno de estos procesos, cada intercambio de energía, involucra una pérdida irreversible, no hay modo de recuperar ninguna función vital. Sí, al cabo del tercer día Cristo hubiera sido un desecho monstruoso incapaz de erguirse, pestilente y ciego. Esta es la verdad. Pero a quién fe interesa la verdad ¿no es cierto? Usted acaba de ver a mi hija -dijo, y su voz bajó de pronto a un tono impotente y angustiado-. Necesita un trasplante de pulmón. Estamos esperando por ese pulmón desde hace un año, está ahora en la lista nacional de emergencias. Le quedan no más de treinta días de vida. Dos veces tuvimos la oportunidad. Dos veces rogué y supliqué. Pero las dos veces eran familias cristianas y prefirieron enterrar cristianamente a sus hijos. -Volvió a mirarme como si se sintiera acorralado.- ¿Sabe usted que la ley británica impide que si uno de los padres se suicida los órganos puedan ser trasplantados a sus hijos? Por eso -dijo, golpeando con un dedo la cubierta del libro- es interesante a veces volver al principio de las cosas, los antiguos tenían otras ideas sobre los trasplantes, la teoría de los pitagóricos sobre la transmigración de las almas…

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