Nos habíamos detenido junto a una de las camas. El hombre, o lo que quedaba del hombre que estaba tendido allí, era un cráneo con unos pocos pelos grises y lacios cayendo sobre las orejas y una vena perpendicular a la ceja impresionantemente inflamada. El cuerpo se había consumido debajo de la sábana, la cama parecía sobrar a su alrededor, y pensé que posiblemente no tuviera ninguna de sus piernas. La delgada tela blanca apenas se movía sobre su pecho y las aletas de la nariz vibraban sin conseguir empañar la máscara de vidrio. Uno de sus brazos estaba extendido hacia afuera, sujeto por un grillete de cobre a lo que me pareció en principio una máquina para controlar el pulso. En realidad era un arnés que mantenía al brazo firme sobre un block de papel. Habían atado de una manera ingeniosa un lápiz corto entre el pulgar y el índice. La mano, de todas maneras, estaba desmayada, exánime, sobre la hoja en blanco, con las uñas muy largas sobresaliendo hacia adelante.
– Tal vez oyó hablar de él -me dijo Seldom-, Es Frank Kalman, el continuador de los trabajos de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas y los juegos del lenguaje.
Respondí con educación que el nombre me sonaba, pero muy vagamente.
– Frank no era un lógico profesional -dijo Seldom-: en realidad, nunca fue un matemático de papers y congresos. Apenas se graduó aceptó un puesto en una gran consultora de empleos. Su trabajo era preparar y evaluar los tests para los postulantes a distintas ocupaciones. Lo destinaron a la sección de manipulación simbólica y tests de inteligencia. Unos años después le encargaron también las primeras evaluaciones de nivelación en los colegios secundarios de Inglaterra. Se ocupó toda su vida de preparar series lógicas, del tipo más elemental, como la que le mostré yo: dados tres símbolos en secuencia, escribir a continuación el cuarto. O bien, con números; dados los números 2, 4, 8, escribir el siguiente. Frank era meticuloso, obsesivo. Le gustaba revisar las montañas de exámenes uno por uno. Empezó a darse cuenta de un fenómeno realmente curioso. Estaban, por supuesto, los exámenes perfectos, que sólo permitían decir, como escribió después Frank con maravillosa cautela, que la inteligencia del candidato coincidía perfectamente con las expectativas del examinador. Estaban también, y eran la abrumadora mayoría, lo que Frank llamaba la campana normal: exámenes con algunos errores que caían dentro del tipo de equivocaciones esperables. Pero había un tercer grupo, siempre el más reducido, que a Frank le llamaba sobre todo la atención. Eran exámenes casi perfectos, exámenes en los que todas las respuestas eran las esperadas salvo una. Pero la diferencia con el caso normal es que el error en esa única respuesta distinta parecía a primera vista un despropósito absoluto, una continuación elegida a ciegas, o al azar, estaba realmente lejos del espectro habitual de equivocaciones. A Frank se le ocurrió por simple curiosidad pedir a los postulantes en esa pequeña franja que justificaran sus respuestas y fue entonces que se encontró con la primera sorpresa. Las contestaciones que él había considerado incorrectas eran en realidad otra solución posible y perfectamente válida para continuar la serie, sólo que con una justificación muchísimo más complicada. Lo más curioso es que la inteligencia de estos postulantes había pasado por alto la solución elemental que proponía Frank y, como en un trampolín, había saltado en algún momento mucho más lejos. La imagen del trampolín también es de Frank. Los tres símbolos o números escritos en el papel correspondían para él a la carrera del clavadista sobre la tabla; desde ese punto de vista, la analogía parecía darle una primera explicación: para una inteligencia que salta hacia adelante con mucho ímpetu es más natural la solución lejana que la que está inmediatamente debajo de sus pies. Pero esto cuestionaba en su misma base los presupuestos de trabajo de casi toda su vida. Frank estaba de pronto desconcertado. La solución a sus series no era de ningún modo única; respuestas que había considerado hasta entonces equivocadas podían ser soluciones alternativas y también, en algún sentido, "naturales". Y no veía ni siquiera que hubiera un modo de discernir entre lo que podía ser una respuesta al azar o la continuación que hubiera elegido una inteligencia excepcional, demasiado atlética. Fue en este punto que vino a verme y tuve que darle las malas noticias.
– La paradoja de Wittgenstein sobre las reglas finitas -dije yo.
– Exactamente. Frank había redescubierto en la práctica, en un experimento real, lo que Wittgenstein ya había demostrado teóricamente hace décadas: la imposibilidad de establecer una regla unívoca y ordenamientos "naturales". La serie 2, 4, 8, puede ser continuada con el número 16, pero también con el 10, o con el 2007: siempre puede encontrarse una justificación,
una regla, que permita añadir cualquier número como el cuarto caso. Cualquier número, a continuación. Esto es algo que no le causaría mucha gracia saber al inspector Petersen y casi enloqueció a Frank. Tenía en ese momento más de sesenta años, pero me pidió las referencias y tuvo el valor de entrar, como si fuera otra vez un estudiante, en esa caverna abandonada que son los trabajos de Wittgenstein. Y usted sabe cómo es el descenso a la oscuridad de Wittgenstein. En un momento se sintió al borde del abismo. Se daba cuenta de que no podía confiar ni siquiera en la regla de multiplicar por dos. Pero emergió con una idea, bastante parecida a lo que yo mismo estaba pensando. Frank se mantuvo aferrado con una fe casi fanática a una última tabla en el naufragio: las estadísticas de sus experimentos. Consideraba que los de Wittgenstein eran de algún modo resultados teóricos, de un mundo platónico, pero que la forma en que las personas concretas pensaban era algo diferente. Después de todo, sólo una pequeñísima proporción imaginaba esas respuestas atípicas. Conjeturó entonces que si bien en principio todas las respuestas eran equiprobables, había quizás algo inscripto de algún modo en la psiquis humana, o en los juegos de aprobación-reprobación durante el aprendizaje de símbolos, que guiaba a la gran mayoría al mismo sitio, a la respuesta que se presentaba a la razón de los hombres como más simple, más nítida, o más grata. Pensó en definitiva, en la misma dirección que yo, que operaba alguna clase de principio estético a priori que sólo dejaba filtrar para la elección final unas pocas posibilidades. Se propuso entonces dar una definición abstracta de lo que llamaba el razonamiento normal. Pero tomó un camino verdaderamente extraño. Empezó a visitar hospitales psiquiátricos y a probar sus tests con pacientes lobotomizados. Recogió ejemplos de palabras sueltas y símbolos escritos por sonámbulos, participó en sesiones de hipnotismo. Sobre todo, estudió el tipo de símbolos que intentan transmitir los enfermos en estado casi vegetativo, con daños cerebrales. Lo que buscaba en el fondo era algo que por definición es casi imposible: estudiar lo que queda de razón cuando la razón no está allí vigilando. El creía que podía detectar tal vez un tipo de movimiento o agitación residual que correspondería a un surco inscripto orgánicamente, o a un camino rutinario marcado por el aprendizaje. Pero supongo que ya había una inclinación morbosa que tenía que ver con lo que estaba planeando. Le habían detectado poco tiempo atrás un cáncer de una variedad muy agresiva, que ataca primero las piernas, aquí lo llaman el cáncer del leñador, los médicos sólo pueden ir talando los miembros uno por uno. Vine a verlo después de la primera amputación. Parecía de buen humor, dentro de lo que podía esperarse. Me mostró un libro que le había regalado su médico, con fotografías de cráneos destruidos parcialmente por accidentes, intentos de suicidio, no escribió un solo símbolo lógico, ni un solo número. Lo único que Frankie escribe, infinitamente, es el nombre de una mujer.