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Petersen reagrupó las hojas y miró a Seldom.

– ¿Coincide esto con lo que usted estaba pensando?

– No en cuanto al símbolo. Todavía creo que si los mensajes están dirigidos a los matemáticos, la clave también debería ser, en algún sentido, matemática. ¿Hay en el informe alguna explicación sobre esta característica de "levedad" en las muertes?

– Sí -dijo Petersen, volviendo hacia atrás a las páginas que había salteado-, lo lamento: la psiquiatra considera que los crímenes son una forma de cortejo hacia usted. En M se mezcla el deseo genérico de venganza con el deseo, mucho más intenso, de pertenecer al mundo que usted representa, de recibir admiración, aunque sea horrorizada, de los mismos que lo han rechazado. Por eso elige por ahora una forma de matar que, supone, aprobaría un matemático, con una mínima cantidad de elementos, aséptica, sin crueldad, casi abstracta. M trata a su modo, como en la primera etapa de un enamoramiento, de serle grato; los crímenes son, también, ofrendas. La psiquiatra se inclina a pensar que M es un homosexual reprimido que vive solo, pero no descarta que pueda haberse casado y que aún ahora tenga una vida familiar convencional, que enmascare estas actividades secretas. Agrega que a esta primera etapa de seducción puede sucederle, si no obtiene ningún signo de respuesta, una segunda etapa colérica, con crímenes más sanguinarios, o dirigidos a personas mucho más próximas a usted.

– Bueno, esta chica casi parece conocerlo personalmente, sólo falta que nos diga si tiene un lunar en la axila izquierda -exclamó Seldom, y no pude distinguir si lo que había en su tono era sólo ironía o un asomo de irritación contenida. Me pregunté si le habría chocado la referencia homosexual-. Me temo que los matemáticos sólo podemos hacer conjeturas mucho más modestas. Pero, de todas maneras, volví a pensar en lo que me dijo y quizá deba dejarle saber mi idea… -Buscó su libretita en el bolsillo, tomó prestada del escritorio una lapicera fuente y garabateó un par de trazos que no alcancé a ver. Arrancó la hoja, la dobló en dos y se la extendió a Petersen-: ahora tiene usted dos posibles continuaciones para la serie.

En el modo de doblar el papel al entregárselo hubo algo confidencial que Petersen pareció registrar. Abrió el papel, le dio una mirada y se quedó en silencio por un momento antes de volver a doblarlo y guardarlo en un cajón de su escritorio, sin preguntar nada. Quizás en el pequeño duelo que habían sostenido los dos hombres Petersen se conformaba por ahora con haberle arrancado el símbolo y no quería forzar a Seldom con más preguntas, o quizá, más simplemente, prefiriera conversar luego en privado con él. Se me ocurrió que tal vez debiera levantarme para dejarlos a solas, pero fue Petersen el que se incorporó en ese momento para despedirnos con una sonrisa inesperadamente cordial.

– ¿Tuvieron los resultados de la segunda autopsia? -preguntó Seldom mientras nos dirigíamos a la puerta.

– Ese es también un pequeño misterio interesante -dijo Petersen-; los forenses estaban al principio desconcertados: no encontraron en el organismo rastros de ninguna sustancia conocida, creyeron incluso que podría tratarse de una droga invisible muy reciente, de la que yo no había escuchado nunca. Pero esto por lo menos creo haberlo resuelto -dijo, y por primera vez vi en sus ojos algo parecido al orgullo-: él puede creerse muy inteligente, pero nosotros también pensamos un poco cada tanto.

CAPITULO 14

Salimos en silencio del departamento de Policía y caminamos de regreso por St. Aldates hasta Carfax Tower sin intercambiar una palabra.

– Necesito comprar tabaco -dijo Seldom-, ¿me acompañaría al Covered Market?

Asentí con la cabeza y doblamos en High Street sin que yo hubiera vuelto a hablar. Seldom se sonrió para sí.

– Está molesto porque no compartí el símbolo con usted. Pero créame que tengo una razón.

– ¿Una razón distinta de lo que me contó ayer en el parque? Ahora que ya se lo enseñó a Petersen no alcanzo a ver por qué las consecuencias de que yo lo conozca podrían ser peores.

– Podrían ser… otras-dijo Seldom-, pero no es ése exactamente el motivo. Lo que quiero evitar es que mis conjeturas interfieran con las de usted. Es lo mismo que hago con mis alumnos de doctorado: trato de no adelantarme a ellos con mis propios razonamientos. Lo más valioso en el pensamiento de un matemático es el momento solitario de la primera intuición. Aunque no lo crea confío más en usted que en mí para que encuentre la idea correcta: usted estuvo allí en el principio y el principio, como diría Aristóteles, es la mitad del todo. Usted, estoy seguro, registró algo, aunque todavía no sepa qué, y sobre todo, usted no es inglés. En ese primer crimen está la matriz, ese círculo es como el cero de los números naturales, un símbolo de máxima indeterminación, sí, pero que a la vez lo determina todo.

Habíamos entrado en el mercado y Seldom se demoró en elegir su mezcla de tabaco en la cigarrería de una mujer india. La mujer, que se había incorporado de un taburete para atenderlo, llevaba un vestido largo y envolvente de seda y una insignia en la frente de un verde esmeralda. De su oreja izquierda pendía un aro de plata como una cinta circular. En realidad, mirando con más atención, vi que era una serpiente enroscada. Recordé de pronto lo que había dicho Seldom sobre el uróboro de los gnósticos y no pude resistirme a preguntarle sobre el símbolo.

– Shunyata -me dijo, tocando levemente la cabeza de la serpiente-: el vacío y la totalidad. El vacío de cada cosa por separado, la totalidad que las abraza. Difícil, difícil de entender. La realidad absoluta, por encima de todas las negaciones. La eternidad, lo que no tiene principio ni fin… la reencarnación.

Pesó con cuidado en una balanza de precisión las hebras de tabaco y cambió un par de palabras más con Seldom mientras le entregaba el vuelto. Salimos por el laberinto de puestos hacia la calle y en la arcada, de pie, nos encontramos a Beth junto a una pequeña mesa de la orquesta del Sheldonian, repartiendo unos volantes de propaganda. Estaban organizando una función benéfica y los músicos de la orquesta -nos contó- se turnaban para ofrecer las entradas. Seldom alzó uno de los programas.

– El concierto de 1884 con cañones auténticos y fuegos artificiales en Blenheim Palace -dijo-. Me temo que no podrá escapar de Oxford sin ir, por lo menos una vez, a un concierto con fuegos artificiales. Déjeme por favor invitarlo -y sacó del bolsillo el dinero para dos entradas.

No había vuelto a conversar con Beth desde mi viaje a Londres, y mientras buscaba los talonarios y escribía los números de los asientos me pareció que rehuía mi mirada. En todo caso, el encuentro parecía incomodarla.

– ¿Podré verte finalmente tocar? -le dije.

– Creo que será mi último concierto -y sus ojos se cruzaron por un instante con los de Seldom, como si fuera algo que aún no le había dicho a nadie y no estuviera muy segura de la aprobación de él-: me caso a fin de mes y voy a pedir una licencia… no creo que después siga tocando.

– Es una pena -dijo Seldom.

– ¿Que no siga tocando o que me case? -dijo Beth, y se sonrió sin alegría de su propio chiste.

– ¡Las dos cosas! -dije yo. Rieron francamente, como si mi frase les hubiera procurado un inesperado alivio, y al verlos reír así volvió a mí lo que me había dicho Seldom, que yo no era inglés. Aun en esa risa espontánea había algo contenido, como si se tomaran una libertad infrecuente de la que no debían abusar, y aunque Seldom hubiera podido protestar que él era escocés, había de todos modos entre ellos, en los gestos, o más bien en el cuidadoso ahorro de gestos, un indudable aire en común.

Salimos por Cornmarket Street y le señalé a Seldom un afiche en una de las carteleras comunales que ya había visto antes en la entrada de la Biblioteca Bodleiana: era el anuncio de una mesa redonda en la que participarían el inspector Petersen y un autor local de novelas policiales: ¿Existe el crimen perfecto? El título de la charla hizo detener a Seldom por un instante.

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