– De todas maneras -dije yo- no hubiera podido ser él, ¿no es cierto? Él estaba aquí, en la biblioteca, esta noche.
– No, nunca creí verdaderamente que pudiera ser él, pero sabía que era quizás el único que podría reconocer de inmediato la continuación de la serie.
– Sí -dije-, se acordaba perfectamente de su conferencia.
Estábamos de pie bajo el alero semicircular de la entrada y la lluvia, que el viento arrastraba en ráfagas, empezaba a salpicarnos.
– Caminemos por debajo de aquella cornisa hasta el pub- dijo Seldom.
Lo seguí, protegiendo el libro bajo la lluvia. Aquel parecía ser el único lugar abierto en todo Oxford y la barra estaba llena de gente que se hablaba con risas estentóreas, con esa alegría exaltada y algo artificial que los ingleses sólo parecían conseguir después de muchas cervezas. Nos sentamos en una mesita sobre la que habían quedado algunas aureolas húmedas marcadas sobre la madera.
– Lo siento -dijo la camarera desde lejos, como si ya no pudiera hacer nada por nosotros-, se perdieron el último llamado.
– No creo que podamos quedarnos tampoco demasiado tiempo aquí -dijo Seldom-, pero me interesaba saber qué piensa ahora que conoce la serie.
– Es mucho más simple de lo que cualquier matemático hubiera imaginado ¿no es cierto? Quizá ése sea el rasgo de ingenio, pero no deja de ser algo decepcionante. Al fin y al cabo no es más que uno, dos, tres, cuatro, como la serie de simetrías que me mostró el primer día. Pero quizá no sea, como habíamos imaginado, una clase de acertijo, sino simplemente su manera de ir contando las muertes: la primera, la segunda, la tercera.
– Sí -dijo Seldom-, ése sería el peor caso, porque podría seguir matando indefinidamente. Pero yo todavía tengo esperanzas de que los símbolos son el desafío y que se detendrá si le mostramos que sabemos… Petersen acaba de llamarme desde su oficina. Tiene sobre esto una idea que quizá valga la pena intentar y que aparentemente también la psiquiatra aprueba. Va a cambiar totalmente su estrategia respecto de los diarios: mañana publicarán en la primera plana del Oxford Times la noticia de la tercera muerte, con el dibujo del triángulo y una entrevista en la que dará a conocer también los dos primeros símbolos. Le van a preparar cuidadosamente las preguntas, para que se muestre absolutamente desconcertado por el enigma y sobrepasado por la inteligencia del criminal. Esto le dará a nuestro hombre, según la psiquiatra, la sensación de triunfo que necesita. En la edición del jueves, en la misma sección donde publicaron el capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie, aparecerá esa pequeña nota sobre el Tetraktys que escribí para Petersen, con mi firma debajo. Esto debería bastar para demostrarle que al menos yo sé y
que puedo anticipar el símbolo de la próxima muerte. De este modo, todo quedaría en el plano de ese duelo casi personal que él había elegido en un principio.
– Pero suponiendo que esto funcione -dije algo asombrado-, suponiendo que ya con bastante suerte lea esa nota suya en el suplemento del jueves, y que con muchísima más suerte esto logre detenerlo: ¿cómo haría Petersen para finalmente atraparlo?
– Petersen cree que es sólo una cuestión de tiempo. Supongo que confía en que de la lista del concierto salga finalmente un nombre. En todo caso parece decidido a intentar cualquier cosa que pueda evitar una cuarta muerte.
– Lo interesante es que de algún modo ahora tenemos todo para imaginar el próximo paso. Quiero decir, tenemos los tres símbolos, como en las series de Frank, deberíamos ser capaces de poder inferir algo sobre esa cuarta muerte. Vincular el Tetraktys… ¿con qué? Todavía de esto no sabemos nada, cómo están relacionadas las muertes con los símbolos. Pero estuve pensando en lo que dijo ese médico, Sanders, y creo que tenemos por fin un elemento recurrente: en los tres casos, las víctimas estaban viviendo de algún modo una sobrevida, más allá de lo esperado.
– Sí, es verdad -dijo Seldom-, no había reparado en eso… -su mirada pareció perderse por un momento, como si estuviera súbitamente fatigado o lo hubieran abrumado de pronto las ramificaciones continuas del caso-. Perdón -dijo, no muy seguro de cuánto había durado este lapso-, tengo un mal presentimiento. Había creído que era una buena idea publicar la serie. Pero quizá son demasiados días desde mañana hasta el jueves.
CAPITULO 18
Guardo todavía conmigo un ejemplar del Oxford Times de aquel lunes, con la cuidadosa puesta en escena para un único lector fantasmal. Al mirar la foto ahora algo desvaída del músico caído, al recorrer los símbolos dibujados en tinta china y releer las preguntas preparadas para Petersen, puedo volver a sentir, como si me tocaran unos fríos dedos a la distancia, el estremecimiento que había percibido en la voz de Seldom cuando murmuró en el pub que quizá faltaran demasiados días para el jueves. Puedo entender sobre todo, al verlas aferradas todavía al papel, el horror que le provocaba la imprevisible vida propia de las conjeturas en el mundo real. Pero aquella mañana resplandeciente yo estaba limpio de premoniciones y leía con entusiasmo, en el que también había algo de orgullo y probablemente también alguna estúpida vanidad, aquella historia de la que sabía casi todo por anticipado.
Lorna me había llamado muy temprano con un tono de sobreexcitación. Acababa de ver, ella también, la nota en el diario y quería almorzar "sí o sí" conmigo para que le contara absolutamente todo. No podía perdonarse, ni perdonarme, haberse quedado en su casa la noche anterior mientras yo estaba allí en
el concierto. Me odiaba por esto pero se escaparía al mediodía del hospital para encontrarme en el café francés de Little Clarendon St., de modo que ni pensara en hacer planes con Emily para el almuerzo. Nos encontramos en el Café de París y reímos y charlamos de las muertes y comimos crepés de jamón con esa alegría algo irresponsable, invulnerable a todo, de los enamorados. Le conté a Loma lo que nos había dejado saber Petersen: que el percusionista había tenido una operación muy grave de pulmón y que su médico estaba sorprendido de que no hubiera muerto antes.
– Igual que en el caso de Clark y de Mrs. Eagle-ton -dije, y esperé su reacción a mi pequeña teoría. Loma se quedó pensativa por un momento.
– Pero no es exactamente así en el caso de Mrs. Eagleton -dijo-. Yo la encontré en el hospital dos o tres días antes de su muerte y estaba radiante porque los análisis habían dado una remisión parcial de su cáncer. Justamente, el médico le había dicho que podía vivir muchos años más.
– Bueno -dije, como si aquello fuera un obstáculo menor-, pero ésa fue seguramente una conversación privada entre ella y su médico, el asesino no tenía modo de saber sobre esto.
– ¿Elige personas que viven más de lo debido? ¿Eso es lo que estás tratando de decir?
Su cara se ensombreció por un instante y me indicó la pantalla del televisor en la barra, que ella tenía casi de frente. Giré en mi silla y vi la cara sonriente de una nenita con rulos, con un número de teléfono debajo y el ruego a toda Inglaterra para que llamaran.
– ¿Es la nenita que vi en el hospital? -le pregunté. Asintió con la cabeza.
– Está ahora primera en la lista nacional de trasplantes, le quedan a lo sumo cuarenta y ocho horas.
– ¿Cómo está el padre? -pregunté; todavía recordaba vívidamente sus ojos trastornados.
– No lo vi en los últimos días, creo que tuvo que volver al trabajo.
Extendió su mano sobre la mesa para entrelazar la mía, como si quisiera apartar rápidamente aquella nube imprevista, y llamó con un gesto a la camarera para pedir otro café. Le expliqué con un dibujo sobre una servilleta la posición en la que estaba el percusionista en la glorieta y le pregunté si se le ocurría alguna forma en que se pudiera provocar un paro respiratorio.