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– ¿Puedo pedirte un favor? Sólo por esta noche -dijo, con la voz entrecortada-: no consigo dormirme allá arriba… ¿podría quedarme aquí hasta la mañana?

– Por supuesto, claro que sí -dije-. Voy a desarmar el sillón, así te dejo mi cama.

Me agradeció, aliviada, y se dejó caer sobre una de las sillas. Miró algo aturdida en torno y vio mis papeles desparramados sobre el escritorio.

– Estabas estudiando -dijo-. No quisiera interrumpirte.

– No, no -dije-, estaba por hacer un intervalo, yo tampoco podía concentrarme. ¿Preparo un café?

– Preferiría un té para mí -dijo.

Nos quedamos en silencio, mientras yo ponía a calentar agua y trataba de encontrar una fórmula de condolencia adecuada. Pero fue ella la que habló primero.

– Me dijo tío Arthur que estabas con él cuando la encontraron… debió ser horrible. Yo también tuve que verla: me hicieron reconocer el cadáver. Dios mío -dijo, y sus ojos se volvieron transparentes, de un azul líquido y tembloroso-: nadie se había preocupado por cerrarle los ojos.

Giró la cabeza y la alzó un poco hacia un costado, como si pudiera hacer retroceder las lágrimas.

– Realmente lo lamento mucho -murmuré-: sé cómo te estarás sintiendo…

– No, no creo que sepas -dijo-. No creo que nadie lo sepa. Era lo que había estado esperando durante todo este tiempo. Desde hace años. Aunque sea terrible decirlo: desde que supe que tenía cáncer. Me imaginaba que ocurriría casi como fue, que alguien vendría a decírmelo, en la mitad de un ensayo. Rogaba que fuera así, que ni siquiera tuviese que verla mientras la llevaban. Pero el inspector quiso que la reconociera. ¡No le habían cerrado los ojos! -volvió a decir en un susurro consternado, como si se hubiera cometido una injusticia inexplicable-. Me paré junto a ella pero no pude mirarla; temía que todavía, de algún modo, pudiera hacerme daño, que pudiera arrastrarme, que no me soltara. Y creo que lo consiguió. Sospechan de mí -dijo, abatida-. Petersen me hizo muchísimas preguntas, con ese modo fingidamente considerado y después, ese horrible hombre del periódico ni se molestó en disimularlo. Les dije lo único que sé: que cuando me fui, a las dos, estaba dormida, junto al tablero de scrabble. Pero siento que no tendría fuerzas para defenderme. Soy la persona que más deseaba verla muerta, mucho más, estoy segura, que quienquiera que la haya matado.

Parecía consumida por los nervios; las manos le temblaban inconteniblemente y al advertir mi mirada las ocultó cruzando los brazos bajo las axilas.

– En todo caso -dije, mientras le alcanzaba la taza-, no creo que Petersen realmente esté pensando nada de eso: saben algo más, que no quisieron difundir. ¿No te dijo nada el profesor Seldom?

Negó con la cabeza y me arrepentí de haber hablado. Pero vi sus ojos azules, expectantes, como si temieran todavía dejar paso a una esperanza, y decidí que la indiscreción latina podía ser más piadosa que la reserva británica.

– Sólo te puedo decir esto, porque nos pidieron que lo mantuviéramos en secreto. El que la mató le dejó a Seldom un mensaje en su casillero. En la nota aparecía escrita la dirección de la casa y también la hora: las tres de la tarde.

– Las tres de la tarde -repitió ella lentamente, como si un peso enorme la liberara de a poco-. A esa hora yo ya estaba en el ensayo. -Sonrió de una manera temerosa, como si una batalla larga y difícil empezara a ser ganada y tomó un sorbo de su té. Me miró con gratitud por encima de la taza.

– Beth… -dije. Su mano junto al regazo había quedado cerca de la mía y tuve que contener el impulso de tocarla-. Sobre lo que dijiste antes… si yo puedo ayudarte de algún modo con los trámites del funeral, o con cualquier cosa que precises, no dudes en pedirme lo que sea. Seguramente el profesor Seldom o Michael ya te habrán ofrecido pero…

– ¿Michael? -dijo y rió secamente-. No creo que pueda contar mucho con él, está aterrado con esto. -Y agregó con una nota de desprecio, como si describiera a una especie particularmente cobarde:

– Es un hombre casado.

Se puso de pie y antes de que pudiera impedirlo se acercó al lavabo junto a mi escritorio para enjuagar su taza.

– Pero supongo, sí, que siempre puedo acudir al tío Arthur, Eso era algo que solía decirme mi madre. Creo que era la única que sabía cómo era la bruja bajo su máscara. Siempre me decía que si me quedaba sola y necesitaba ayuda recurriera al tío Arthur. "¡Si se te ocurre la manera de arrancarlo de sus fórmulas!", me decía. Es una especie de genio matemático, ¿no es cierto? -me preguntó con un dejo distraído de orgullo.

– Uno de los más grandes -dije.

– Sí, eso es lo que decía mi madre. Mirando ahora hacia atrás, supongo que estaría un poco enamorada en secreto de él. Siempre estaba pendiente de las visitas del tío Arthur. Pero será mejor que me calle de una vez, antes de que te cuente todos mis secretos.

– Eso sería divertido -dije.

– ¿Qué es una mujer sin secretos? -Se quitó la vincha, que dejó sobre la mesa de luz y se echó con las dos manos el pelo hacia atrás, alzándolo un poco antes de soltarlo detrás de la cabeza.- Oh, no me hagas caso -dijo-, es el estribillo de una vieja canción galesa.

Se acercó a la cama y retiró el edredón. Subió las manos al cuello del deshabillé.

– Si te das vuelta un momento -me dijo-, me gustaría quitarme esto.

Fui con mi taza al lavabo. Cuando cerré la canilla y el agua dejó de correr me quedé todavía de espaldas un instante. Escuché que pronunciaba mi nombre, con un esfuerzo conmovedor, tropezando en la doble ele. Se había metido en la cama y el pelo se esparcía seductoramente sobre la almohada. El edredón la cubría casi hasta el cuello pero había dejado fuera uno de los brazos.

– ¿Puedo pedirte un último favor? Es algo que hacía mi madre cuando era pequeña. ¿Podrías darme la mano hasta que me duerma?

– Claro que sí -dije. Apagué la lámpara y me fui a sentar en el borde de la cama. La luz de la luna entraba débilmente desde la altura del techo e iluminaba su brazo desnudo. Puse mi palma sobre la suya y entrelazamos al mismo tiempo los dedos. Su mano era cálida y seca. Miré más de cerca la piel suave del dorso y los dedos largos, con las uñas cortas y prolijas, que se habían abandonado confiadamente en los míos. Algo me había llamado la atención. Giré disimuladamente con cuidado mi muñeca para ver del otro lado su dedo pulgar. Allí estaba, pero era curiosamente delgado y muy pequeño, como si perteneciera a otra mano, una mano infantil, la mano de una niñita. Noté que abría los ojos y me miraba. Quiso retirar la mano pero yo la apreté más fuerte y acaricié con mi propio pulgar su pulgar diminuto.

– Ya descubriste el peor de mis secretos -dijo-. Todavía me chupo el dedo de noche.

CAPITULO 6

Cuando me desperté a la mañana siguiente Beth ya se había ido. Miré algo desconcertado la suave concavidad que había dejado su cuerpo en la cama y estiré la mano para buscar mi reloj: eran las diez de la mañana. Me levanté de un salto; había quedado en encontrarme con Emily Bronson en el Instituto antes del mediodía y todavía no había leído sus trabajos. Con cierta sensación de extrañeza, puse en mi bolso la raqueta y la ropa de tenis. Era jueves y en la marcha habitual de mi mundo todavía tenía mi partido por la tarde. Antes de salir volví a dar un vistazo decepcionado al escritorio y la cama. Hubiera esperado encontrar aunque más no fuera una pequeña nota, un par de líneas de Beth, y tuve que preguntarme si esa desaparición sin mensajes no sería precisamente el mensaje.

Era una mañana tibia y serena, que hacía aparecer lejano y vagamente irreal el día anterior. Pero cuando salí al jardín Mrs. Eagleton no estaba allí arreglando los canteros, y las cintas amarillas de la policía todavía rodeaban el porche. Un poco antes de llegar al Instituto crucé a uno de los quioscos de Woodstock Road y compré una dona y el diario. Encendí en mi oficina la cafetera eléctrica y abrí el diario sobre el escritorio. La noticia encabezaba la página de Locales con un gran titular: Asesinan a una ex heroína de guerra. Habían incluido una foto de una Mrs. Eagleton juvenil e irreconocible y otra del frente de la casa con el vallado de contención y los autos de policía estacionados. En la nota principal mencionaban que el cadáver había sido encontrado por un inquilino, un estudiante argentino de matemática, y que la última que había visto con vida a la viuda era su única nieta, Elizabeth. No había en el relato nada que yo no conociera; la autopsia, en las últimas horas de la noche, al parecer tampoco había arrojado nada nuevo. En un recuadro sin fuma se hablaba de la investigación policial. Reconocí de inmediato, bajo la aparente impersonalidad del estilo, el tono insidioso del periodista que me había entrevistado. Afirmaba que la policía se inclinaba a descartar que el crimen hubiera sido cometido por un intruso, a pesar de que la puerta de entrada estaba sin llave. Nada había sido tocado o robado en la casa. Había aparentemente una pista, que el inspector Petersen mantenía en secreto. El cronista estaba en condiciones de arriesgar que esa pista podría incriminar "a miembros del círculo familiar más íntimo de Mrs. Eagleton". Inmediatamente dejaba saber que el único familiar directo era Beth, quien heredaría "una modesta fortuna". De todas maneras, concluía la nota, hasta que hubiera otras novedades, el Oxford Times acompañaba la recomendación del inspector Petersen para que las amas de casa olvidaran los buenos viejos tiempos y mantuvieran a toda hora la puerta con llave.

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