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CAPITULO 3

– Me pidieron que esperásemos fuera de la casa -dijo Seldom lacónicamente después de colgar.

Salimos al pequeño porche de la entrada, sin tocar nada a nuestro paso. Seldom apoyó la espalda contra la baranda de la escalera y armó un cigarrillo en silencio. Las manos se detenían cada tanto en un pliegue del papel o repetían interminablemente un movimiento, como si se correspondieran con las detenciones y vacilaciones de una cadena de pensamientos que debía verificar con cuidado. El abrumamiento de unos minutos atrás parecía reemplazado ahora por un esforzado intento de dar sentido o racionalidad a algo incomprensible. Vimos aparecer dos patrulleros, que se estacionaron en silencio junto a la casa. Un hombre alto y canoso, de traje azul oscuro y mirada penetrante, se acercó a nosotros, nos estrechó rápidamente la mano y nos preguntó los nombres. Tenía unos pómulos filosos, que la edad solo parecía ir vaciando y aguzando más, y un aire tranquilo pero resuelto de autoridad, como si estuviera acostumbrado a adueñarse allí donde llegara de la escena.

– Yo soy el inspector Petersen -dijo y señaló a un hombre de guardapolvo verde que nos hizo al pasar una leve inclinación de cabeza-; él es nuestro médico forense. Entren por favor un momento con nosotros: tendremos que hacerles dos o tres preguntas.

El médico se colocó unos guantes de látex y se inclinó sobre la chaise longue; vimos a la distancia que revisaba cuidadosamente durante unos minutos el cuerpo de Mrs. Eagleton y tomaba algunas muestras de sangre y piel que pasaba a uno de sus ayudantes. Un fotógrafo disparó el flash un par de veces sobre la cara sin vida.

– Bien -dijo el médico y nos hizo una seña para que nos acercáramos-: ¿en qué posición exactamente la encontraron?

– La cara miraba contra el respaldo -dijo Seldom-; el cuerpo estaba de perfil… un poco más… Las piernas estiradas, el brazo derecho flexionado. Sí, creo que estaba así. -Me miró para que yo confirmara la posición.

– Y aquella almohada estaba en el suelo -agregué yo.

Petersen recogió la almohada y le hizo notar al forense la mancha de sangre en el centro.

– ¿Recuerdan dónde?

– Sobre la alfombra, a la altura de la cabecera, parecía que se le hubiera caído mientras dormía.

El fotógrafo tomó dos o tres fotos más.

– Yo diría -dijo el forense dirigiéndose a Petersen- que la intención era asfixiarla, sin dejar rastros, mientras dormía. La persona que hizo esto retiró con cuidado la almohada bajo la cabeza, sin deshacer la redecilla, o bien, encontró la almohada caída en el suelo. Pero mientras la apretaba sobre la cara, la anciana se despertó, y tal vez intentó resistirse. Aquí nuestro hombre se asustó más de lo debido, hundió entonces el dorso de la mano o quizá incluso apoyó una rodilla para hacer más fuerza y aplastó sin darse cuenta la nariz por debajo de la almohada. La sangre es simplemente eso: un poco de sangre de la nariz; las venitas a esa edad son muy frágiles. Cuando retiró la almohada se encontró con la cara ensangrentada. Posiblemente volvió a asustarse y la dejó caer sobre la alfombra sin intentar recomponer nada. Tal vez decidió que ya daba lo mismo y se fue lo más rápido posible. Yo diría que es una persona que mata por primera vez, probablemente diestra -extendió los dos brazos sobre la cara de Mrs. Eagleton para hacer una demostración-: la posición final de la almohada sobre la alfombra corresponde a este giro, que sería el más natural para una persona que la hubiera sostenido con la mano derecha.

– ¿Hombre o mujer? -preguntó Petersen.

– Eso es interesante -dijo el forense-. Podría ser un hombre fuerte que la lastimó al aumentar simplemente la presión de los metacarpianos, o bien una mujer que se sintió débil y descargó sobre ella todo el peso de su cuerpo.

– ¿Hora de la muerte?

– Entre las dos y las tres de la tarde. -El forense se dirigió a nosotros.- ¿A qué hora llegaron ustedes?

Seldom me consultó rápidamente con la mirada.

– Eran las cuatro y media -y dijo después, dirigiéndose a Petersen-: yo diría que más probablemente la mataron a las tres.

El inspector lo miró con un destello de interés.

– ¿Sí? ¿Cómo lo sabe?

– Nosotros dos no llegamos juntos -dijo Seldom-. La razón por la que yo vine hasta aquí es una nota, un mensaje bastante extraño que encontré en mi casillero en Merton College. Desgraciadamente no le presté al principio mucha atención, aunque supongo que ya era tarde de todos modos.

– ¿Qué decía el mensaje?

– El primero de la serie -dijo Seldom-. Solamente eso. En grandes letras mayúsculas. Debajo estaba la dirección de Mrs. Eagleton y la hora, como si fuera una cita: las 3 pm.

– ¿Puedo verlo? ¿Lo trajo con usted? – Seldom negó con la cabeza.

– Cuando lo recogí de mi casillero eran casi las tres y cinco y yo estaba llegando tarde a mi seminario. Lo leí mientras iba camino a mi oficina y pensé, francamente, que era otro mensaje de un perturbado mental. Publiqué hace un tiempo un libro sobre series lógicas y tuve la mala idea de incluir un capítulo sobre crímenes en serie. Desde entonces recibo todo tipo de cartas con confesiones de crímenes… en fin, lo tiré en el cesto apenas entré en la oficina.

– ¿Puede ser entonces que todavía esté allí? -dijo Petersen.

– Me temo que no -dijo Seldom-; cuando salí del aula volví a acordarme del mensaje. La dirección en Cunliffe Close me había dejado algo preocupado: recordé mientras daba la clase que Mrs. Eagleton vivía aquí, aunque no estaba seguro del número. Quise volver a leerlo, para confirmar la dirección, pero el ordenanza había entrado a limpiar mi oficina y el cesto de papeles estaba vacío. Fue por eso que decidí venir.

– Podemos hacer de todos modos un intento -dijo Petersen y llamó a uno de sus hombres-. Wilkie: vaya a Merton College y hable por favor con el ordenanza… ¿cuál es el nombre?

– Brent -dijo Seldom-. Pero no creo que sirva: a esta hora ya debe haber pasado el camión recolector.

– Si no aparece lo llamaremos para que le dé a nuestro dibujante una descripción de la letra; por ahora esto lo mantendremos en secreto: les pido a los dos máxima discreción. ¿Había algún otro detalle en el mensaje que usted pueda recordar? Tipo de papel, color de la tinta, o algo que le haya llamado la atención.

– La tinta era negra, yo diría que de lapicera fuente. El papel era blanco, común, tamaño carta. La letra era grande y clara. El mensaje estaba cuidadosamente doblado en cuatro en mi casillero. Y había, sí, un detalle intrigante: debajo del texto habían trazado prolijamente un círculo. Un círculo pequeño y perfecto, también en negro.

– Un círculo -repitió Petersen pensativo-; ¿como si fuera una firma? ¿Un sello? ¿O eso le dice a usted algo distinto?

– Tal vez tenga que ver con ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie -dijo Seldom-; lo que yo sostengo allí es que, si uno deja de lado las películas y las novelas policiales, la lógica oculta detrás de los crímenes en serie -por lo menos de los que están históricamente documentados- es en general muy rudimentaria, y tiene que ver sobre todo con patologías mentales. Los patrones son muy burdos, lo característico es la monotonía y la repetición, y en su abrumadora mayoría están basados en alguna experiencia traumática o una fijación de la infancia. Es decir, son casos más apropiados para el análisis psiquiátrico que verdaderos enigmas lógicos. La conclusión del capítulo era que el crimen por motivaciones intelectuales, por pura vanidad de la razón, digamos, a la manera de Raskolnikov, o en la variante artística de Thomas de Quincey, no parece pertenecer al mundo real. O bien, agregaba en broma, los autores han sido siempre tan inteligentes que todavía no los hemos descubierto,

– Ya veo -dijo Petersen-; usted piensa que alguien que leyó su libro recogió el desafío. Y en ese caso el círculo sería…

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