Me sobresaltó de pronto el ruido de un sobre atrancado que alguien no conseguía pasar debajo de la puerta. Abrí y vi a Beth, que se erguía rápidamente, con las mejillas coloreadas. Tenía varios otros sobres en la mano.
– Pensé que no estabas -dijo-, si no hubiera golpeado.
La hice pasar y levanté el sobre del suelo. Adentro había una tarjeta con uno de los dibujos de Alicia y Humpty Dumpty y una inscripción imitando un bando real que anunciaba: Invitación a un no casamiento.
La miré, con una sonrisa intrigada.
– Es que no podemos casarnos todavía -dijo Beth-. Y el juicio de divorcio puede ser muy largo… pero queremos hacer de todos modos una fiesta. -Vio por detrás de mi espalda las fotografías sembradas sobre la cama.- ¿Fotos de tu familia?
– No, no tengo familia en un sentido clásico. Son las fotos que tomó la policía el día que mataron a Mrs. Eagleton.
Pensé que Beth era indudablemente inglesa y que su mirada podía ser tan representativa como cualquier otra. Más aún, Beth había sido la última en ver a Mrs. Eagleton con vida y tal vez pudiera detectar cualquier cambio en la pequeña escena. Le hice una seña para que se acercara y vi que vacilaba con una expresión de horror. Finalmente dio dos pasos al borde de la cama y las recorrió rápidamente, como si temiera detenerse en cualquiera de ellas.
– ¿Por qué te las dieron después de tanto tiempo? ¿Qué creen todavía que pueden averiguar de aquí?
– Quieren encontrar la conexión del primer símbolo con Mrs. Eagleton. Quizá al mirarlas ahora puedas darte cuenta de algo más, algo que falte o esté en una posición distinta…
– Pero es lo que ya le dije al inspector Petersen: no puedo acordarme de cómo estaba exactamente cada cosa en el momento en que me fui. Cuando bajé la escalera vi que se había quedado dormida y salí lo más silenciosamente que pude, sin ni siquiera mirar otra vez hacia allí. Ya pasé una vez por esto: esa tarde, cuando tío Arthur me fue a avisar al teatro, ellos me estaban esperando aquí arriba en la sala, con el cadáver todavía allí-levantó, como si se propusiera vencer un antiguo terror, la foto en la que se veía el cuerpo de Mrs. Eagleton estirado en la chaise longue-. Lo único que pude decirles -dijo, tocando con un dedo la fotografía- es que faltaba la manta de los pies. Nunca, ni aún en los días más calurosos, se recostaba sin ponerse la manta sobre los pies. No quería que nadie pudiera ver sus cicatrices. La buscamos ese día por toda la casa pero la manta no apareció.
– Es verdad -dije yo, asombrado de que se nos hubiera pasado aquello por alto-. Nunca la vi sin esa manta. ¿Por qué querría el asesino que quedaran expuestas las cicatrices? O tal vez, se llevó la manta como un souvenir y
también tenga guardados recuerdos de los otros dos crímenes.
– No sé, no quisiera tener que volver a pensar en nada de esto -dijo Beth dirigiéndose a la puerta-. Ya fue una pesadilla para mí… quisiera que ya hubiese terminado todo. Cuando vimos morir a Benito en el medio del concierto y apareció Petersen en el escenario, creí que moriría yo también allí mismo. Lo único en lo que podía pensar es que querría, de algún modo, volver a culparme a mí.
– No: descartó de inmediato que pudiera ser alguien de la orquesta, tuvo que ser alguien que trepó para atacarlo por detrás.
– Como sea -dijo Beth moviendo la cabeza-, sólo espero que lo atrapen pronto y todo termine. -Puso una mano en el picaporte, y se dio vuelta para decirme:- Por supuesto, tu novia puede venir a la fiesta también. Es la chica con la que jugabas al tenis ¿no es cierto?
Cuando Beth se fue volví a guardar lentamente las fotos en el sobre. La tarjeta de invitación había quedado abierta sobre la cama. El dibujo correspondía, en realidad, a una fiesta de no cumpleaños. Una de las trescientos sesenta y cuatro fiestas de no cumpleaños. El lógico que era Charles Dodgson sabía que siempre es abrumadoramente más extenso lo que queda afuera de cada afirmación. La manta era un mensaje de alerta pequeño y desesperante. ¿Cuánto más había en cada uno de los casos que no habíamos sabido ver? Esto era tal vez lo que Seldom esperaba de mí: que imaginara lo que no estaba allí y hubiéramos debido ver.
Busqué en mi cajón la ropa para ducharme, pensando todavía en Beth. Sonó el teléfono. Era Loma: le habían dado un franco adicional y también tenía libre aquella noche. Le pregunté si quería acompañarnos a la función de magia.
– Claro que sí-dijo-, no pienso perderme ninguna otra de tus salidas. Pero seguramente, ahora que voy yo, sólo vamos a ver estúpidos conejos saliendo de galeras.
CAPITULO 21
Cuando llegamos al teatro no quedaban ya entradas en las primeras filas, pero Seldom se ofreció gentilmente a cambiar con Lorna la suya y quedarse más atrás. El escenario estaba en sombras, aunque se alcanzaba a distinguir una mesa sobre la que sólo había una gran copa de agua y un sillón de respaldo alto enfrentando al público. Apenas más retiradas, una docena de sillas vacías rodeaban en un semicírculo la mesa por los costados y por atrás. Habíamos entrado en la sala unos minutos después de hora y cuando ocupamos nuestros asientos las luces empezaron a bajar. El teatro quedó a oscuras por lo que me pareció apenas una fracción de segundo. Al encenderse de nuevo un foco sobre el escenario, vimos al mago sentado en el sillón, como si hubiera estado desde siempre allí, tratando de escrutar al público con la mano como una visera sobre la frente.
– ¡Luz! ¡Más luz! -ordenó, mientras se ponía de pie, rodeaba la mesa, y se acercaba con la mano todavía sobre la frente al borde del escenario para recorrernos con la mirada.
Una luz cruel de quirófano alumbró su figura encorvada. Recién entonces reparé con sorpresa en que era manco. El brazo derecho le faltaba limpiamente desde el hombro, como si nunca lo hubiera tenido. Su brazo izquierdo volvió a alzarse en un gesto imperioso.
– ¡Más luz! -repitió. Tenía una voz ronca, poderosa, sin ningún acento-. Quiero que lo vean todo, que nadie pueda decir; era un efecto de humo y penumbras… Aun si se ven mis arrugas. Mis siete pliegues de arrugas. Sí, soy muy viejo ¿no es cierto? Casi increíblemente viejo. Y sin embargo, tuve una vez ocho años. Tuve una vez ocho años, tenía dos manos, como todos ustedes, y quise aprender magia. No, no me enseñe trucos, le decía yo a mi maestro. Porque yo quería ser mago, no quería aprender trucos. Pero mi maestro, que era casi tan viejo como lo soy yo ahora, me dijo: el primer paso, el primer paso es saber los trucos. -Abrió
los dedos de la mano y los extendió como un abanico frente a su cara.- Puedo decirles, porque ya no importa, que mis dedos eran ágiles, velocísimos. Tenía un don natural y muy pronto estaba recorriendo todo mi país, el pequeño prestidigitador, casi como un fenómeno de circo. Pero a los diez años tuve un accidente. O quizá no fue un accidente. Cuando me desperté estaba en una cama de hospital y sólo me quedaba esta mano izquierda. A mí, que quería ser mago, a mí, que era diestro. Pero allí estaba otra vez mi viejo maestro y mientras mis padres lloraban él sólo me dijo: este es el segundo paso, quizá, quizá seas mago algún día. Mi maestro murió, nunca nadie me dijo cuál era el tercer paso. Y desde entonces cada vez que me subo a un escenario, me pregunto si habrá llegado ese día. Tal vez sea algo que sólo ustedes pueden decir. Por eso siempre pido luz, y pido que pasen, que pasen y vean. Aquí, por aquí -hizo subir de a uno al escenario a la mitad de la primera fila para que se sentaran alrededor de él en las sillas vacías-. Más cerca, bien cerca, quiero que vigilen mi mano, que no se dejen sorprender, porque recuerden que hoy yo no quiero hacer trucos.
Extendió la mano desnuda sobre la mesa, sosteniendo entre el índice y el pulgar algo blanco y diminuto que no se alcanzaba a ver desde donde estábamos nosotros.