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– ¿No cree que pudo haber sido Johnson el que atacó al músico, como piensa Petersen?

– No, no lo creo. Eso es solamente posible desde la argumentación de Petersen. Es decir, si Johnson hubiera planeado también la muerte de Mrs. Eagle-ton y la de Clark. Pero hasta la noche del concierto era muy difícil que Johnson pudiera hacer la conexión correcta entre las primeras dos muertes. Yo creo que esa noche Johnson vio, como yo, una señal equivocada. Tal vez ni siquiera presenció la muerte: se suponía que debía quedarse a esperar a los chicos en el ómnibus. Pero al día siguiente seguramente leyó en el diario la historia completa. Vio la serie de símbolos, una serie de la que él sabía la continuación. Había estado leyendo fanáticamente sobre los pitagóricos y sintió, como yo, que desde alguna esfera superior le daban una posibilidad para su plan. El número de chicos del equipo de básquet coincidía con el número del Tetraktys. A su hija le quedaban apenas cuarenta y ocho horas de vida. Todo parecía decirle: esta es la oportunidad y es la última oportunidad. Esto es lo que trataba de explicarle en el parque, la pesadilla que me acompaña desde la infancia: las consecuencias, las derivaciones infinitas, los monstruos que producen los sueños de la razón. Sólo quería evitar que ella fuera a prisión y ahora llevo once muertes sobre mí.

Quedó en silencio por un instante, con la mirada perdida en la ventana.

– Todo este tiempo usted fue mi medida. Sabía que si lograba convencerlo a usted sobre la serie también convencería a Petersen, y sabía también que si algo se me escapaba era posible que usted me lo señalara con anticipación. Pero quería a la vez ser justo con usted, si esa palabra tiene sentido, darle todas las posibilidades para que pudiera descubrir la verdad… ¿Cómo se dio cuenta finalmente? -me preguntó de pronto.

– Recordé lo que dijo esta mañana Petersen, que es difícil saber lo que haría un padre por una hija. El día que los vi juntos a usted y a Beth en el mercado me había parecido advertir una relación extraña entre los dos. Me había intrigado sobre todo que ella se dirigió a usted como si requiriera aprobación para su casamiento. Me pregunté si era posible que usted hubiera encubierto con una serie de crímenes a una persona a la que ni siquiera veía con demasiada frecuencia.

– Sí, aun en su desesperación supo perfectamente dónde ir a golpear. No sé en realidad, y no creo que nunca lo sepa, si es cierto lo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contado su madre sobre nosotros. Nunca me había dicho nada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarse de que la ayudaría jugó su carta extrema. -Buscó en el bolsillo interior de su saco y me extendió un papel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decía la primera línea, en una caligrafía curiosamente infantil. La segunda, que parecía haber sido agregada en un rapto de desesperación, decía en caracteres grandes y desolados: Por favor, por favor, necesito que me ayudes, papá.

EPILOGO

Cuando bajé los escalones del museo el sol todavía estaba allí, con esa claridad benévola, largamente extendida, de las tardes de verano. Caminé de regreso a Cunliffe Close, dejando atrás la cúpula dorada del Observatorio. Ascendí lentamente la cuesta de Banbury Road, preguntándome qué debía hacer con la confesión que había escuchado. Algunas de las casas empezaban a iluminarse y vi por las ventanas bolsas de papel con provisiones, televisores que se encendían, los fragmentos civilizados de la vida que detrás de los cercos de muérdago continuaba imperturbable. A la altura de Rawlinson Road oí a mis espaldas el sonido corto y alegre, repetido dos veces, de una bocina de auto. Me di vuelta creyendo que encontraría a Lorna. Vi un pequeño auto descapotable, flamante, de un azul acerado, desde el que Beth me hacía señas. Me acerqué al cordón y ella se pasó una mano por el pelo alborotado y se estiró en el asiento para hablarme con una gran sonrisa.

– ¿Puedo acercarte?

Supongo que vio algo desacostumbrado en mi expresión, porque la mano que se extendía para abrirme la puerta quedó a mitad de camino. Elogié mecánicamente el auto nuevo y después la miré a los ojos, la miré como si la viera otra vez desde el principio y debiera encontrar en ella algo diferente. Pero sólo estaba más feliz, más despreocupada, más hermosa.

– ¿Algo está mal? -me preguntó-. ¿De dónde venías?

– Vengo… de hablar con Arthur Seldom.

Una primera señal de alarma cruzó brevísima-mente por sus ojos.

– ¿Matemáticas? -me preguntó.

– No -dije-. Estuvimos hablando de los crímenes. Me contó todo.

Su rostro se ensombreció y sus manos volvieron al volante. Su cuerpo se puso repentinamente tenso.

– ¿Todo? No, no creo que te haya contado todo -sonrió nerviosamente para sí y un antiguo rencor pareció asomar por un instante a sus ojos-: nunca se animaría a contarlo todo. Pero ya veo -dijo y volvió a mirarme con una expresión de cautela-. Veo que le creíste. ¿Y qué vas a hacer ahora?

– Nada, ¿qué podría hacer? Seguramente él iría a la cárcel también -dije. La miraba y entre todas las preguntas, había en realidad una sola que quería formularle. Me incliné hacia ella hasta encontrar otra vez el azul rígido de sus ojos.- ¿Qué fue lo que te decidió a hacerlo?

– ¿Qué fue lo que te decidió a venir justamente aquí? -dijo-. Porque no viniste simplemente a estudiar matemática, ¿no es cierto? ¿Por qué elegiste

Oxford? -Vi que una lenta lágrima asomaba entre sus pestañas-. Fue una frase tuya. El día que te vi tan feliz bajando con tu raqueta de ese auto. Cuando hablábamos de las becas. "Deberías probarlo", me dijiste. No podía dejar de repetirme aquello: deberías probarlo. Creía que ella se moriría pronto y que habría para mí todavía la posibilidad de otra vida. Pero unos días después le dieron los nuevos análisis: el cáncer había remitido, el médico le había dicho que podía vivir otros diez años. Diez años más atada a esa vieja urraca… no hubiera podido soportarlo.

La lágrima que había quedado suspendida rodó por su mejilla. Se la quitó con un movimiento brusco, algo avergonzado, y estiró la mano para buscar un kleenex en la gaveta. Volvió a poner las manos sobre el volante y vi por un instante su pulgar diminuto.

– Entonces, ¿no vas a subir? -La próxima vez -dije-. Es una tarde hermosa, quiero caminar todavía un poco.

El auto arrancó y pronto lo vi empequeñecer y desaparecer a lo lejos en la curva de Cunliffe Close. Me pregunté si lo que Beth creía que Seldom nunca se animaría a contarme sería lo que Seldom ya me había contado, o si habría algo más, algo que temía imaginarme. Me pregunté qué parte sabía finalmente de toda la verdad y cómo debería empezar mi segundo informe. En la entrada de Cunliffe Close miré hacia abajo y ya no pude reconocer dónde había caído el angstum: el último resto de piel había desaparecido y el pavimento que se extendía a mis pies, hasta donde llegaban los ojos, estaba otra vez limpio, inocente, despejado.

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