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– Pensamos con Michael que quizá quieras venir con nosotros en el auto, si no te importa llegar un poco antes. Estamos ya por salir.

Recogí un pulóver delgado de hilo y la seguí por el camino que bordeaba el jardín. Había visto antes sólo una vez a Michael, de lejos, desde la ventana de mi cuarto. Estaba cargando el violoncelo de Beth en el asiento de atrás y cuando finalmente se asomó para saludarme, vi una cara alegre e ingenua con las aureolas rojas en las mejillas de un campesino o un tomador feliz de cerveza. Era muy alto y corpulento, pero había algo blando en sus facciones que me hizo recordar la frase despectiva de Beth. Estaba vestido con un frac arrugado, que ya no alcanzaba a cerrarle sobre el abdomen. Un mechón largo y lacio de pelo rubio le había caído sobre la frente, pero vi que el movimiento de echárselo con dos dedos hacia atrás era un tic que repetía continuamente. Pensé con malevolencia que pronto se quedaría pelado.

El auto se puso en marcha y salimos a paso de hombre de la ondulación del clóse. Cuando nos aproximábamos al cruce con la avenida los faros iluminaron sobre el pavimento al animal despanzurrado que nadie había recogido. Michael dio un brusco giro al volante para evitar pasarle por encima y bajó la ventanilla para mirar los despojos, sobre la gran mancha de sangre seca. Los restos estaban ahora totalmente aplanados pero conservaban todavía monstruosamente la forma en dos dimensiones.

– Es un angstum -le dijo a Beth-: debe haber caído del árbol.

– Está ahí desde hace días -dije-, yo tuve que pasar al lado cuando recién lo habían atropellado. Creo que tenía una cría. Nunca había visto en mí vida un animal así.

Beth se asomó por sobre el brazo de Michael y dio una mirada rápida, sin mucha curiosidad.

– Es como un marsupial, con la forma de una rata grande: creo que en América también existen, en los pantanos del sur. Seguramente la cría cayó de la bolsa y la madre saltó detrás para protegerla. El angstum hace todo por salvar a su cría -dijo.

– ¿Y nadie va a recoger los restos? -pregunté yo.

– No. Los recolectores son supersticiosos. Nadie se anima a tocar a un angstum, creen que contagian la muerte, Pero los autos se lo van a ir llevando de a poco.

Michael aceleró para tomar la avenida antes del cambio de luces y cuando el auto entró en el cauce normal del tránsito se volvió hacia mí para formularme las mismas preguntas corteses de siempre. Recordé que una escritora inglesa, probablemente Virginia Woolf, había excusado una vez los formalismos sociales de sus compatriotas explicando que la conversación inicial aparentemente trivial sobre el clima era el deseo de establecer un territorio común y una atmósfera cómoda antes de pasar a temas más importantes. Pero yo ya empezaba a preguntarme si existiría realmente esa segunda etapa, si llegaría alguna vez a enterarme de esos temas más importantes. Les pregunté en un momento cómo se habían conocido ellos dos. Beth dijo que se sentaban uno al lado del otro en la orquesta, como si aquello lo explicara todo, y en realidad, cuanto más los miraba, aquella parecía, sí, la única explicación. Contigüidad, rutina, repetición, la amalgama más efectiva. No había sido ni siquiera, como podían decir otras mujeres, "el primero que pasó"; había sido algo más inmediato: "el que tenía sentado más cerca". Por supuesto, ¿qué sabía yo? No, no podía saber, pero sospechaba que el único atractivo de Michael era que otra mujer antes lo había elegido.

El auto salió al anillo periférico y por unos pocos minutos, mientras Michael aumentaba la velocidad en la autopista y cruzábamos como relámpagos carteles de publicidad, sentí que volvía al mundo moderno. Doblamos en dirección a Woodstock por una franja estrecha de asfalto con árboles a los dos lados. Las ramas se entrelazaban arriba en un largo túnel que sólo permitía ver la próxima curva adelante. Atravesamos el pequeño pueblo, hicimos unos doscientos metros por un camino lateral y al trasponer un arco de piedra, vimos aparecer con el último sol de la tarde los inmensos jardines, el lago, y la silueta majestuosa del palacio, con las esferas doradas en el techo y las figuras de mármol que asomaban desde las balaustradas como vigías. Dejamos el auto en el estacionamiento de la entrada. Beth y Michael caminaron con los instrumentos atravesando el jardín hasta la glorieta donde estaban acomodados los atriles y los asientos para los músicos de la orquesta. Las sillas para el público, todavía vacías, habían sido ordenadas por una mano amante de los detalles en semicírculos concéntricos impecables. Me pregunté cuánto duraría aquel pequeño prodigio de geometría una vez que llegara la gente y si alguien más alcanzaría a admirar ese trabajo. Decidí caminar por el bosque y por el borde del lago en la media hora que quedaba. Anochecía. Un hombre muy viejo con uniforme gris estaba tratando de reunir los pavos reales del jardín para ponerlos a resguardo. Vi algunos caballos sueltos a través de los árboles. Un cuidador con dos perros me cruzó en el camino e inclinó hacia abajo su sombrero para saludarme. Cuando llegué al extremo del lago había oscurecido por completo. Miré en dirección al palacio; como si un gigantesco interruptor se hubiera alzado, todo el frente se iluminó por completo con la fulguración serena de una joya antigua. El lago, alcanzado por el reflejo, parecía extenderse mucho más allá de lo que había imaginado. Desistí de rodearlo y decidí volver por el mismo camino. Gran parte de las sillas ya estaban ocupadas y me asombró la cantidad de gente que seguía llegando en pequeñas caravanas perfumadas, arrastrando la cola de vestidos largos. Vi que Seldom me hacía señas con el programa en alto desde una de las primeras filas. Estaba también sorprendentemente elegante, con un smoking y un moño negro. Hablamos por un momento del seminario que estaba organizando en Cambridge, del secreto que rodeaba a la presentación de Wiles y muy brevemente de mi viaje a Leeds. Me di vuelta y vi que dos empleados se apuraban abriendo sillas para formar una fila adicional.

– No imaginé que vendría tanta gente -dije.

– Sí -dijo Seldom-, casi todo Oxford está aquí: mire hacia allá -y señaló con los ojos unos asientos atrás a la derecha.

Volví a darme vuelta con más disimulo y vi a Petersen con una mujer muy joven, probablemente la niñita rubia que había visto en la foto, unos veinte años después. El inspector nos hizo un pequeño saludo con la cabeza.

– Y hay alguien más que ahora encuentro en todos lados -dijo Seldom-: dos filas detrás de la nuestra, el hombre de traje gris que finge leer el programa. ¿Lo reconoce sin el uniforme? Es el teniente Sacks. Petersen parece creer que nuestro hombre puede intentar un acercamiento más directo la próxima vez.

– Entonces, ¿volvió a hablar con él? -pregunté.

– Sólo por teléfono. Me pidió que escribiera en los términos más sencillos posibles la justificación del tercer símbolo, la ley de formación de la serie, como yo la imagino. Le envié desde Cambridge la explicación. Es apenas media página, contra ese informe tan… imaginativo que nos leyó. Creo que tiene un plan, pero seguramente todavía duda. Es interesante el poder de seducción de las conjeturas psiquiátricas. Aunque sean falsas o incluso absurdas resultan siempre más atractivas que un razonamiento puramente lógico. La gente tiene una resistencia natural, una desconfianza instintiva hacia los esquemas lógicos. Y aun con todas las razones equivocadas, en el fondo de esta resistencia, si uno estudia la formación histórica de la lógica en el cerebro humano, hay quizás algún fundamento.

Seldom había bajado insensiblemente la voz. Los murmullos a nuestro alrededor cesaron y las luces se atenuaron casi hasta extinguirse. Un poderoso haz blanco iluminó dramáticamente a los músicos en la glorieta. El director dio dos golpes breves sobre el atril, extendió la mano hacia el violinista y escuchamos la primera línea solitaria de la sonata que abría el programa, como una voluta de humo que se esforzaba por elevarse y se abría paso a tientas en el silencio.

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