Capítulo XIV El secreto
«Ecce quam bonum et jucundum habítare fratres.»
– ¿De verdad te encuentras bien? -Arnau estaba preocupado, la palidez de Abraham era visible y las grandes ojeras que se marcaban bajo sus ojos no indicaban nada bueno.
– Estoy cansado, amigo mío, nada más. Me vendrá bien descansar unas horas.
Finalmente habían llegado. Parecía una posada limpia y en condiciones, y Arnau había temido que su amigo no fuera capaz de llegar hasta allí. Se había arrepentido de haber iniciado el viaje, hubiera tenido que esperar o volver a la Casa, arriesgarse había sido un error. Había ayudado a su compañero a desmontar y le acompañó hasta la entrada. Esperaba encontrar una habitación digna. Sabía el tipo de posadas que uno podía encontrarse en el camino, una pandilla de ladrones que cobraban por un pajar el precio de un aposento real.
– Deja ya de maldecir, Arnau, todavía no sabes nada de esta posada, además ya te lo he dicho, sólo quiero dormir unas horas, no me ocurre nada malo -respondió Abraham ante la sorpresa del boticario.
– ¡Pero si no he dicho nada!
– Tus pensamientos son muy ruidosos, Arnau.
Entraron en una amplia sala comedor, y el boticario se apresuró a ofrecer una silla al anciano judío, en tanto le comunicaba que iba a ver qué se podía encontrar allí. Se dirigió hacia lo que parecía la cocina, atraído por un tentador aroma a asado, y encontró a un hombre corpulento inclinado ante el hogar. La amabilidad del cocinero sorprendió agradablemente al boticario, y todas las complicaciones que había temido se transformaban en un trato exquisito. Desde luego que había habitaciones libres, naturalmente que le serviría algo de comer y beber. No debía preocuparse por su amigo enfermo, en su posada cualquier dolencia huía ante una buena comida. El posadero rió con voz potente y atronadora, mientras Arnau salía de la cocina con una sonrisa beatífica en los labios. Su estómago había iniciado un escandaloso concierto ante la perspectiva de olores y texturas. Sin embargo, al dirigirse hacia la mesa en donde había acomodado a Abraham, sufrió un sobresalto al ver que no se hallaba allí.
– ¡Arnau, Arnau! No te lo vas a creer. -Los gritos de Abraham llamaron su atención. Su amigo estaba instalado en otra mesa, más alejada, hablando animadamente con dos hombres, uno de ellos un templario.
– ¡Por todos los santos, Abraham, no vuelvas a desaparecer de mi vista! Los latidos de mi corazón se pueden oír hasta el otro lado de los Pirineos. Estoy demasiado viejo para sobresaltos. -El asombro se pintó en su rostro-. ¿Guillem, Guillem de Montclar?
El joven se levantó de un salto, abrazando al boticario, incrédulo ante su presencia.
– ¡Mi buen Arnau! ¡Amigo mío!
– Pero ¿es esto posible? ¿Qué haces por aquí, muchacho? No te había reconocido vestido así, como un perfecto caballero templario. Creí que tu profesión…
– Por lo que veo, prefieres verme con mis disfraces. Por una vez que puedo manifestarme como lo que soy. -Guillem reía, alborozado de ver a sus viejos amigos en perfecto esta do-. Vamos siéntate, Arnau, tenéis muchas cosas que contarme. Soy el primer asombrado al contemplar a Abraham vestido así, como yo. ¿Qué ha ocurrido en Barcelona?
– Abraham tiene que descansar, es mejor que se acueste un rato.
– ¡Ni hablar, Arnau! Ver a este muchacho me ha devuelto los ánimos. No estoy dispuesto a perderme un rato de diversión. -El rostro del anciano judío se había iluminado y el cansancio desapareció por arte de magia.
– ¡Está bien, está bien! Pero será mejor que comas algo antes de descansar. ¿Mauro, es posible que seas tú? -Arnau contemplaba con sorpresa al hombre que se había levantado detrás de Guillem.
– Exacto, viejo compañero, pero no me preguntes cuánto tiempo llevo muerto. La pregunta empieza a irritarme. -Pero, muchacho, el propio Bernard me explicó una historia increíble de tu muerte y…
– Lo sé, lo sé. A Bernard siempre le he hecho más falta muerto que vivo, ¡qué le voy a hacer! Como puedes comprobar, sigo en este valle de lágrimas, Arnau. Me alegro de verte.
El posadero, con una gran sonrisa, avanzaba hacia ellos con cuatro humeantes platos. Todos se lanzaron sobre el asado como náufragos sobre un madero, intercambiando bromas y hambre. Una vez saciados y ante unas generosas jarras de buen vino, Abraham se disculpó:
– Señores, ha sido una comida exquisita y vuestra compañía ha devuelto fuerzas a mi ánimo, pero ahora me retiraré. Necesito unas horas de sueño para que mañana Arnau tenga un compañero de viaje en condiciones.
Abraham se encaminó hacia su habitación, tras una polémica con el boticario que se empeñaba en acompañarlo, en la que acabó jurándole que él mismo podía tomarse sus medicinas. Los tres hombres quedaron en silencio unos minutos, satisfechos del encuentro y paladeando sus jarras.
– Bien, Arnau, cuéntame -suplicó Guillem.
– Voy a decepcionarte, Guillem -respondió el boticario-. No tengo ni idea de lo que ha ocurrido en Barcelona. Abraham y yo llevamos un par de días de viaje. Verás, antes de trasladarnos a la Torre, a las habitaciones de Dalmau, apareció el comerciante Camposines pidiendo ver a Abraham con urgencia. Al principio le negué que estuviera en la Casa con todo lo que estaba pasando, no me hubiera fiado ni de mi madre, pero, Abraham, ¡maldito obstinado!, se empeñó en recibirle. Camposines tenía a su hijita gravemente enferma y suplicaba la ayuda de Abraham. No hubo manera de convencerlo de lo peligroso que todo aquello resultaba, salir de la Casa… ¡En fin! Salimos por los subterráneos hasta la casa del comerciante y allí, Abraham salvó a la pobre criatura de una muerte cierta. Después, se me ocurrió que lo mejor era largarse de la ciudad, aprovechando la situación él parecía encontrarse bien pero… ¡en mala hora! El viaje está resultando muy duro para él.
– ¿Y adónde pensabas ir? -preguntó Guillem.
– Al Mas-Deu, como al principio, tengo buenos amigos allí.
– ¡Esto sí que es una casualidad, Arnau Nosotros también vamos en la misma dirección -exclamó Mauro, ante la sorpresa de Guillem.
– Es extraordinario: Abraham va a alegrarse mucho de vuestra compañía. Además, tenemos un pequeño problema. No te lo habíamos dicho porque ya tenías muchas dificultades y no queríamos ser una carga para ti.
– ¿Qué clase de «pequeño problema», Arnau? -La mirada de Guillem todavía estaba fija en el viejo Mauro, que en ningún momento le había comunicado la dirección de su camino, pero éste parecía ajeno a su enfado.
– Es un poco delicado, muchacho, puede reportarte muchos problemas y también a Mauro.
– ¡Oh, no te preocupes por los problemas, Arnau! Últimamente nuestro trabajo está plagado de conflictos diversos y variados, ¿no es cierto, Mauro? -Guillem no pudo evitar el sarcasmo.
– Bien, no sé cómo empezar. ¿Os suena el nombre de Nahmánides?
– Bonastruc de Porta -interrumpió Mauro-. ¡Cómo no vamos a saber quién es, Arnau!
– Se trata de él y de Abraham. -Arnau había bajado la voz, obligando a sus interlocutores a inclinarse hacia él-. Veréis, Abraham fue a Palestina a visitarlo (una especie de despedida, sabía que no volvería a verlo con vida) y Nahmánides le entregó algo para que lo custodiara.
– Pensaba que nuestra etapa de secretismos empezaba a terminar y creo que no ha hecho más que empezar. -Guillem miraba con atención al boticario. Arnau se quedó en silencio.
– Tienes razón, no debo cargarte con nuestros problemas, Guillem, ha sido un error y lo siento.
– Perdóname tú a mí, Arnau. -Guillem estaba arrepentido de sus ironías-. No debí decir algo parecido. Estoy harto y cansado y te lo hago pagar a ti, no es justo. Olvídate de mis palabras, te lo suplico. Sigue, por favor.,
– De todas formas, no debí empezar a contarte nada, tengo que consultar a Abraham y… -Arnau se levantó, estaba compungido y herido. Mauro le cogió por un brazo, obligándole a sentarse de nuevo.