Capítulo VI Leví el cambista
«¿Estáis sano de cuerpo y libre de toda enfermedad aparente? Porque si se probara que sois víctima de alguna antes de que seáis nuestro hermano, podríais perder la Casa, cosa de la que Dios os guarde.»
Guillem de Montclar salió de la Casa en dirección al barrio de Santa María del Mar. Parecía que todo lo que estaba sucediendo le empujara, de forma obstinada y tenaz, hacia el mismo camino.
«Salgo del punto de partida para volver a él -pensó-, como si girara dentro de un círculo cerrado del que no puedo salir.» Se sentía atrapado, dando vueltas a un mismo eje: «Guils, Guils, Guils».
En aquella ocasión, no siguió la línea recta en dirección al mar, sino que se encaminó hacia el norte. Iba encorvado, sumido en sus pensamientos, reflexionando en la mejor manera de enfrentar al viejo cambista para aprovecharse de sus debilidades. Recordaba las explicaciones de sus experimentados amigos: «Lo verás sólo entrar en el lugar de los Cambios -le habían dicho- como un pavo real entre un rebaño de cabras, vestido de sedas y oropeles, viejo y enteco como una ciruela secada al sol del mediodía y con unos ojos de pajarraco carroñero, avistando nuevas presas, en tanto su puntiaguda barba protege su bolsa. No hay pérdida, muchacho, Leví es la excentricidad hecha carne».
Mantenía una cuidadosa vigilancia a su alrededor. Desde que conocía la naturaleza de la Sombra, no estaba dispuesto a descuidar su protección. Su mirada, aunque pareciera distraída, no dejaba de observar cada centímetro de calle y a cada individuo que se cruzaba con él. Se acercaba la hora del mediodía y un cálido sol atravesaba las estrechas callejuelas por las que deambulaba, hasta que desembocó en el lugar donde se agrupaban los artesanos de la plata. Un sonido agudo y repetitivo salía de los talleres, en donde los operarios se afanaban con sus pequeños martillos de metal. De improviso, aflojó el paso, como si un gran interés le hiciera detenerse ante el trabajo de un aprendiz que, con cara de aburrimiento, bruñía un candelabro. No captó ningún brusco cambio de ritmo en el andar de las gentes, todo parecía estar en orden.
A medida que se acercaba al lugar de los Cambios, su rostro empezó a sufrir serias transformaciones, acentuándose el aire distraído e ingenuo, un paso vacilante e inseguro, como si no estuviera demasiado convencido de adónde ir. Al desembocar en la amplia zona donde los cambistas tenían instaladas sus mesas, un nuevo Guillem apareció a la luz del mediodía, más joven e inseguro, con alguna grave preocupación que le contraía el rostro, vacilante y con las manos tironeando de la capa, incapaces de mantenerse quietas.
Sólo entrar en la plazuela, descubrió a su objetivo y comprendió que Abraham y Arnau no habían exagerado lo más mínimo. A unos metros, en un rincón detrás de su mesa, el pavo enseñaba las plumas sin el menor recato, vestido con las mejores sedas y alhajas, con su puntiaguda barba recortada con esmero y hablando con un incauto que le escuchaba con desconfianza. Guillem se acercó, mirando en todas direcciones, como si se hubiera perdido, cada vez más encorvado.
– Ése es un interés muy alto, Leví. -El cliente hablaba en tono suplicante-. Es un riesgo que excede mis posibilidades. Además, mi amigo Bertrand, el naviero, me ha comentado que ofrecéis un interés que, a la vuelta, se duplica milagrosamente. Ya sabéis que esto no es legal y que puede traeros muchos problemas.
– ¡Ay, ay, ay, amigo mío! Intentáis amenazarme y esto no está nada bien. -Leví ronroneaba como un gato satisfecho, falsamente escandalizado por las insinuaciones-. Vos no me habéis pedido un servicio reglamentario ni conforme a ley alguna que yo conozca y por lo que yo sé, ¡pobre de mí!, esto tampoco es legal. Vos no queréis complicaciones, pero esperáis que me las quede yo solito, y no está bien, nada bien… Acostumbro a tener una idea exacta del precio de mis complicaciones, cosa que vos ignoráis. Sois demasiado pusilánime y la cobardía encarece mis servicios, tenedlo en cuenta. Además, si no os gustan mis condiciones, largaos a otro lugar y no me hagáis perder el tiempo.
– Sois un sinvergüenza, Leví, mi amigo ya me avisó de vuestras estratagemas para engañar a los ingenuos, y yo no lo soy.
– ¡Señor, qué miedo me dais! No sé si seré capaz de superar tal espanto. ¡Que alguien me ayude! -Leví gesticulaba, poniendo voz de falsete y burlándose del pobre hombre que lo miraba entre asombrado y asqueado. Sin decir una sola palabra más, su interlocutor se dio media vuelta y se marchó a toda prisa.
Leví hizo un grosero gesto de despedida a las espaldas de su frustrado cliente, con una sonrisa de oreja a oreja y lanzando un profundo suspiro que acabó convirtiéndose en una risa es tridente y desagradable. Era un descanso para él sacarse de encima a individuos como aquél, que sólo le hacían perder su precioso tiempo. ¡Malditos cobardes, ovejas de corral sin miras ni ambiciones! Aquel estúpido estaría arruinado en menos de lo que canta un gallo, y era lo que se merecía, él lo sabía. Lo único que le pesaba era que los beneficios de su ruina no fueran a parar a su bolsillo. El mundo estaba lleno de infelices desgraciados, dispuestos a llenar sus arcas, pensó satisfecho.
Su mirada se detuvo, con penetrante interés, en un jovenzuelo de apariencia estúpida que vagaba de mesa en mesa, vacilando, con el miedo dibujado en su cara. Allí había un sujeto apropiado, un tierno cordero con problemas. Por su forma de vestir dedujo que era hijo de algún rico comerciante, inexperto y con cara de haber cometido bastantes errores, una fuente de riqueza para Leví. Sonrió, con su cara más honorable, aunque no lo consiguió del todo.
– Buenos días, joven -saludó desde su mesa.
– ¡Oh, buenos días…! -respondió Guillem, titubeante en su papel.
– Acercaos, no temáis. ¿Puedo ayudaros en algo?
– Sinceramente, no estoy seguro. He venido a familiarizarme con todo esto, mi padre es comerciante y desea que me acostumbre a este ambiente, pero…
– Una medida muy inteligente, ésa es la mejor manera de aprender, joven, 1a mejor manera.
Leví estaba encantado de la posibilidad que se le ofrecía, una fruta madura a punto de caer, lo había captado al primer vistazo. Un muchacho aterrado de enfrentarse a su padre y confesarle algún error comercial grave. Leví conocía perfectamente la casta de aquellos duros comerciantes, valientes en el riesgo y la aventura e incapaces de asumir que sus hijos no valían ni la mitad que ellos. Jóvenes estúpidos e inútiles, criados entre plumas y criados, pensó.
– No sois de aquí, mi joven amigo. Tengo un olfato especial para los acentos y a pesar de que habláis con gran corrección, noto su particularidad. Quizá provenzal… aunque lo más seguro es que sea marsellés. ¿Me equivoco?
– ¡Es increíble! Nadie se percata normalmente. -Guillern le miraba con los ojos abiertos como platos, genuinamente admirado-. Sois muy inteligente, maese…
– Leví, maese Leví -contestó el cambista, encantado con las maneras del joven. Aunque sus clientes le reportaban grandes fortunas, eran todos descorteses, con una mala educación indescriptible-. No quisiera ser indiscreto, joven, pero os veo muy preocupado, como si tuvierais graves problemas -continuó Leví lanzando su espesa tela de araña.
– Cuánta razón lleváis, maese Leví, tengo un grave problema y muy poca experiencia. No sé a quién recurrir. Cometí un pequeño error y quisiera enmendarlo antes de que llegara a oídos de mi padre.
El cambista se frotó las manos, estaba orgulloso de su fina inteligencia, no había nadie en el mundo capaz de engañarle. Podía captar las más pequeñas sutilezas con una precisión asombrosa y allí estaba aquel estúpido joven para demostrarlo. Hasta él mismo estaba admirado de su perspicacia. -Supongo que se trata de dinero, mi joven amigo. -Leví se conducía con precaución de equilibrista, no quería asustar a su víctima antes de tiempo.