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Y frey Dalmau, desde luego, sabía mucho más de lo que decía, estaba seguro. Ya tenía demasiada información que asimilar, pensó: sombras y reliquias, traiciones y muertes. ¡ La Santa Esponja! ¿Quién podía creerse tal cosa? El rey de Francia, por ejemplo. ¡Por los clavos de Cristo, aquello era un monumental laberinto! Se arrepintió de la maldición y, por un breve momento, deseó estar en la seguridad de la capilla, junto a sus hermanos, en el orden regular de los rezos, sin sorpresas ni sobresaltos.

– Abraham, esto es una auténtica maravilla. -Frey Arnau acariciaba, con delicadeza, la página del manuscrito, casi con veneración.

– Estoy de acuerdo con vos, Arnau, es una auténtica maravilla. Incluso su título, El Tesoro de la Vida, expresa con fuerza sus extraordinarias palabras. Debemos evitar que caiga en malas manos, amigo mío, encontrarle un refugio seguro lejos del peligro de las llamas.

Abraham se expresaba con excitación, sus mejillas enrojecidas por la fiebre, mientras reseguía cada página, cada línea del manuscrito que el boticario sujetaba con respeto. Ambos lanzaban frases de admiración, vencidos por el verbo luminoso del sabio judío.

– Podéis estar seguro, Abraham, de que este tesoro no alimentará ninguna hoguera y, si lo creéis necesario, os lo prometo por mi propia vida. Encontraremos el lugar más seguro para que nada ni nadie pueda amenazar su existencia.

– Gracias, amigo mío, no sabéis la ayuda que me estáis ofreciendo, vuestra fortaleza compensa mi debilidad. -Animaos, Abraham, pronto os habréis recuperado. Tenemos mucho que pensar y mucho que hacer. -Frey Arnau apretaba una de las manos del anciano entre las suyas, transmitiéndole todo el calor y la vitalidad que necesitaba.

Unos golpes en la puerta sobresaltaron a los dos hombres y el pánico se reflejó en el rostro de Abraham. El boticario se levantó de un salto, guardando el manuscrito en el maletín del médico e indicándole, con gestos, que guardara silencio. Si hasta entonces aquel escondrijo había resultado seguro, pensó, que siga siéndolo.

– ¡Ahora voy, enseguida abro la puerta, un momento por favor! -gritó Arnau, dirigiéndose a la puerta y lanzando gestos tranquilizadores hacia Abraham.

Guillem asomó la cabeza, sorprendido por encontrar la puerta cerrada y ante la expresión de los dos ancianos.

– ¿Qué ocurre? ¿Habéis visto a un fantasma? No he dormido mucho y es seguro que tengo mala cara, pero no me imaginaba que fuera algo tan espantoso.

– ¡No, no, muchacho, no es eso! Lo que ocurre es que estos dos viejos se habían dormido corno marmotas y vuestra llamada nos ha despertado de golpe -le contestó frey Arnau, con una risita nerviosa.

El joven los observó con escepticismo. Frey Arnau era un pésimo mentiroso y Abraham, pese a sus esfuerzos, conservaba una mirada de pánico en sus ojos. El boticario mantenía una sonrisa rígida, como si la hubiera cogido prestada y todavía le faltara encajarla en el lugar correspondiente. Algo le ocultaban, aunque procuró disimular y conformarse con la explicación que le habían dado.

– Bien, me alegro de veros más animado, Abraham, porque necesito de vuestra ayuda.

– Contad con ella, muchacho. Este pobre enfermo hará lo que pueda para ayudaros. -Las manos de Abraham todavía temblaban.

– Bien, necesito encontrar a un traductor de griego -soltó Guillem, escuetamente.

– ¿Un traductor de griego? -repitió frey Arnau, sorprendido-. Pues no tenéis que ir demasiado lejos, tanto Abraham como yo conocemos el idioma.

– Muy agradecido, pero yo también conozco el idioma. No se trata de esto, caballeros. Veréis, necesito al tipo de traductor que un ladrón escogería, alguien sin escrúpulos pero con cono cimientos y que por un buen puñado de monedas sepa guardar un secreto.

Viendo la cara de perplejidad de sus amigos, Guillem les puso al corriente de sus últimas pesquisas.

– Creo que vais por buen camino -asintió Abraham-. Lo que Guils ocultaba tenía que ser de pequeño tamaño, quizás un manuscrito o documentos, posiblemente escritos en esta lengua.

– O acaso papeles del fraile al que también robó. -Arnau estaba pensativo-. Sea lo que sea, podemos deducir que estaba escrito en griego y que el ladrón lo necesita traducir para averiguar si tiene algún valor.

– O para tirarlo al mar si cree que no puede sacarle beneficio -sugirió Guillem-. Lo realmente seguro es que, tratándose de un objeto robado, recurra a alguien que no le reporte problemas con la ley. ¿Comprendéis lo que estoy buscando? -Leví, el cambista. -Abraham dijo el nombre sin dudar. Guillem se lo quedó mirando, en tanto frey Arnau entraba en profunda meditación, absorto en el nombre que su amigo había dicho. Finalmente, el boticario levantó la cabeza, en un gesto de asentimiento.

– Sois un clarividente, Abraham, no se me hubiera ocurrido. Pero sí, es una posibilidad acertada que encaja con las necesidades del ladrón, de ese tal D'Aubert, como un anillo al dedo. Leví responde a todas las características que buscáis, Guillem, si hay un negocio turbio en esta ciudad, a buen seguro que el

bolsillo de Leví aumentará de peso. Tiene magníficas relaciones con los bajos fondos y una reputación que asustaría a cualquier buen cristiano… y a todo buen judío.

Las palabras del boticario arrancaron una sonora carcajada de Abraham, divertido ante su turbación.

– Leví es escoria, Guillem -dijo, todavía riendo-, pero hay que reconocer que es un tipo listo. No es fácil seguir viviendo entre tantos criminales a los que conoce y de los que sabe demasiado. Creo que debes tener mucho cuidado con él, muchacho, es astuto como un zorro y no se dejará engañar fácilmente.

– Podemos considerar que tiene un punto débil -dijo Arnau mirando a Abraham, cómplice-, su vanidad excede a su inteligencia, está convencido de ser alguien muy importante.

Ambos estallaron en carcajadas, ante el asombro de Guillem que, por un instante, pensó que habían perdido la razón. -Debéis perdonarnos, muchacho -exclamó Abraham, sacudido por la risa-, pero Leví es un personaje que nos ha proporcionado momentos hilarantes a ambos, aunque a prudencial distancia. Lo comprenderéis en cuanto le veáis.

– Es por su forma de vestir -añadió Arnau, sin dejar de reír.

– Por lo visto será difícil que me equivoque de persona, caballeros. Me alegra veros de tan buen humor y espero a mi regreso no sobresaltar vuestro tranquilo sueño.

Guillem no había podido evitar el sarcasmo, pero se arrepintió al momento. Las carcajadas de los dos ancianos pararon en seco y el miedo reapareció en las pupilas de Abraham. El joven salió de la estancia con una profunda sensación de culpa y pesar por haber estropeado aquel momento de placer. -Sospecha, Arnau, este muchacho sospecha de nosotros -murmuró Abraham cuando Guillem hubo cerrado la puerta tras él.

– No me extraña, Abraham, le hemos recibido como si se tratara del mismísimo Satanás, ¡Por el amor de Dios!, debe estar convencido de que le ocultamos algo.

– Y con toda la razón, amigo mío, somos un desastre disimulando.

– De todas formas, no debemos preocuparnos por Guillem, Abraham. Es un buen chico. Incluso he estado tentado de confesarle nuestro problema, pero ya tiene bastantes preocupaciones con las que cargar. Esto debemos llevarlo sobre nuestras espaldas y si flaquean, entonces le pediremos ayuda. Merece toda nuestra confianza, además, ¡por todos los santos, Abraham, tampoco somos tan viejos!

– Estoy de acuerdo en cuanto a Guillem, pero en lo demás… somos viejos, Arnau, dos mulas viejas, ésa es la realidad. -Me alegro profundamente de que después de veinte años de amistad, te hayas decidido a tutearme aunque sea para decirme mula vieja. Pero es hora de descansar, viejo obstinado, tantas emociones acabarán contigo.

Arnau reclinó a su amigo en el lecho y lo abrigó. Después, se sentó a su lado, montando guardia, como en los viejos tiempos. Acariciaba el pequeño puñal que guardaba entre sus ropas, la edad no le había hecho olvidar su manejo, acaso más lento pero no por ello menos preciso. Estaría preparado y vigilante.

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