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Núria Masot

La sombra del templario

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Capítulo I El viaje

Abril de 1265

«Señor, he venido ante Dios, ante vos y ante los hermanos, y os ruego y os requiero por Dios y por Nuestra Señora que me acojáis en vuestra compañía y que me hagáis partícipe de los favores de la Casa.»

La Regla de los templarios

Bernard Guils estaba inquieto y preocupado y este estado de ánimo representaba un peligroso aviso para él. Aquel viaje estaba planteando muchas dificultades, más de las previstas en un principio, y había que tener en cuenta que había previsto muchas. Su fino olfato, adiestrado en el riesgo, no cesaba de enviarle señales de alarma.

Para empezar, le desagradaba el capitán de la galera en la que viajaba, un tal Antonio d'Amato, un veneciano de cara afilada y oscuros ojos de ave de presa, que no dejaban de observarlo constantemente. Le molestaba su presencia, a pesar de las garantías que le había dado el Gran Maestre. No eran los mejores tiempos para la confianza, y la sensación de ser espiado era demasiado intensa para permitirse bajar la guardia. Sonrió ron ironía, al fin y al cabo, él mismo era un espía que se sentía espiado.

Estaba cansado, cansado y derrotado, como si un negro presagio se hubiera detenido sobre su cabeza. Había dedicado su vida a la guerra, en Oriente y en Occidente, y su propio cuerpo reflejaba una escaramuza de cicatrices, huesos mal soldados y un ojo vacío. Por un momento recordó, con absoluta precisión, la cara del joven lancero musulmán que le había herido y que no sobrevivió para contemplar su proeza. Ni tan sólo él, en el fragor de la lucha, se había dado cuenta de su pérdida, de que a partir de aquel momento su visión quedaría reducida a la mitad. El bueno de Jacques el Bretón lo había arrastrado lejos de la batalla, en tanto él seguía dando golpes con la espada, como un poseído, ajeno a la espantosa herida, ajeno a casi todo. Le curaron en la Casa del Temple de Acre, y no sólo sanaron aquella cuenca, vacía ya de vida, también salvaron su alma maldecida.

Pero entonces era joven y fuerte y el dolor pasajero. En cambio, ahora parecía que el dolor se había instalado en sus huesos, en su estómago, en sus propias entrañas, en lo más hondo de su ser y no daba señales de querer abandonarlo. Intentó consolarse al pensar que sería su última misión tras muchos años de fiel servicio, lo había solicitado y el maestre lo aceptó. Se retiraría a una encomienda tranquila, cerca de su hogar, trabajaría la tierra, criaría caballos. Le gustaban aquellos animales y su confianza en ellos superaba con creces a la que tenía en los humanos. Con un poco de suerte, incluso podría ver a alguien de su familia, si es que no estaban todos muertos. Hacía treinta años que no sabía nada de ellos.

Volvería a ser un templario normal y corriente, reconocible a los ojos de los demás, sin máscaras ni disfraces; retornaría a los rezos cotidianos con los hermanos, a su hábito, lejos de in trigas y de guerras. «Demasiado tiempo en este trabajo -pensó-, demasiado tiempo luciendo mil caras hasta olvidar la mía; quizá lo que me ocurre es que ya no puedo recordar quién soy en realidad.»

Apartó los pensamientos de su mente. Lo estaban distrayendo de su trabajo y sabía que era algo que no podía permitirse. La misión era de gran importancia y el maestre confiaba plenamente en él. Debía entregar un paquete en Barcelona y, en tanto no llegara a su destino, tenía que defenderlo con su propia vida.

– Es una misión de vital importancia, hermano Bernard, una misión de la que depende nuestra propia existencia -le había dicho el Gran Maestre, Thomás de Berard-. Es imprescindible que este paquete llegue a su destino en Occidente. Siempre he confiado en tu extraordinaria capacidad para llevar a cabo tu trabajo, eres el mejor, y gracias a ti tenemos unos de los mejores servicios de información, el Temple siempre estará en deuda contigo. Será tu último servicio de esta naturaleza, después podrás retirarte a la encomienda que tú mismo decidas. Ésa será la recompensa por tantos años de fiel servicio.

Sí, éste sería su último viaje en calidad de espía del Temple, sabía que podía confiar en la palabra de Thomás de Berard, le admiraba y lo consideraba un hombre íntegro y noble. Casi desde el principio, hacía ya nueve años, con una sola mirada habían establecido lazos de mutua comprensión. Y el maestre Kerard no lo había tenido nada fácil. Desde su nombramiento como Gran Maestre de la orden en 1256, había tenido que afrontar graves problemas y sobre todo, el dolor y la impotencia de la imparable caída y destrucción de los Estados latinos de Ultramar. Había visto morir a sus hombres, luchando desesperadamente, ante la indiferencia de Occidente, abandonados por los reyes y por el Papa, más interesados en sus propias batallas de poder.

Jerusalén, la ciudad sagrada que tanta sangre había costado, se había perdido hacía ya años, y los cristianos de Tierra Santa, enfrentados entre sí, parecían haber olvidado los motivos que los habían llevado hasta aquellas lejanas tierras.

Sí, corrían malos tiempos, pensó abatido, y nada ni nadie parecía capaz de frenar aquel enorme desastre. Como si el mismísimo infierno, abandonando sus profundidades, se hubiera instalado entre los hombres. Su misión ya había costado tres vidas y se preguntaba, inquieto, por la naturaleza del paquete que llevaba y que había costado tanta sangre en tan poco tiempo, con el oscuro presentimiento de que el mismo peligro de muerte lo envolvía.

El asesinato de un tripulante de la embarcación, en el puerto de Limassol, en Chipre, le había preocupado profundamente. La mitad de los marineros embarcados se habían negado a seguir, alegando que era una señal, un presagio de muerte y desgracia, provocando las iras del capitán veneciano.

Bernard Guils había arriesgado la vida en innumerables ocasiones a lo largo de su carrera al servicio del Temple, pero esta vez, extrañamente, sentía un frío aliento de muerte a su alrededor, como si todas las extravagantes supersticiones de los marineros de Limassol hubieran atravesado su alma.

«Me estoy volviendo viejo», meditó apoyado en la popa de la embarcación mientras veía alejarse todo aquello que le era familiar, el recuerdo de los desiertos de su juventud de joven cruzado. De este a oeste, del lugar donde nace el sol hacia donde muere. Un helado escalofrío le recorrió la espina dorsal, el pensamiento de la muerte no le abandonaba y eso no le gustaba. Era un mal presagio.

Rezó una breve oración, encomendándose a María, patrona del Temple. Faltaba poco para llegar a Barcelona y allí entregaría aquel importante paquete, que guardaba cuidadosamente en su propio cuerpo, entre la piel y la camisa. Sentía su contacto, el roce de la piel de cordero en que venía envuelto, frío y húmedo de su sudor.

Sí, pronto llegaría a Barcelona, acabaría su misión y empezaría una nueva vida.

Abraham Bar Hiyya estaba sentado en cubierta, sobre unas gruesas cuerdas, mirando el cielo, de un azul intenso. Esperaba no tener que pasar otra tormenta. La última, hacía una semana, había zarandeado aquella nave de tal manera que le había convencido de que su destino era morir en el océano. Pero no había sido así y la galera había superado los embates de las olas, sin casi ni un desperfecto. Se tocó el pecho donde llevaba la rodela, amarilla y roja, que los cristianos le obligaban a llevar para dejar constancia de su condición de judío.

«Malos tiempos se acercan», repitió mentalmente. Era un pensamiento que le acompañaba, sin cesar, los últimos años y que los acontecimientos confirmaban día a día, sin lugar a dudas.

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