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Había sido un viaje para despedir a un viejo amigo. Sabía que no volvería a verlo, que ya no estaría en condiciones para volver a emprender aquel largo viaje. Como médico no dudaba de que su enfermedad no le dejaría tranquilo durante muchos años, aunque intuía que era posible que sus problemas de salud fueran una simple anécdota en comparación con los que podría tener por su condición de judío.

Su viaje a Palestina, a Haiffa, para ver a Nahmánides le había entristecido el alma y los pensamientos. Hacía casi dos años que su amigo estaba exiliado de su propia tierra, casi dos años de aquel gran desastre. Entonces le había insistido en el peligro de su postura, de la ingenua confianza que parecía tenerle al rey, pero ninguna de sus palabras sirvieron para convencerlo del riesgo que corría.

En el mes de julio de 1263, Jaime I, rey de Cataluña y Aragón, ordenaba a Nahmánides, más conocido entre los cristianos como Bonastruc de Porta, que se presentara en la ciudad de Barcelona para que se llevara a cabo la Controversia con un converso llamado Pau Cristiá.

A la nobleza y, sobre todo, al clero cristiano les entusiasmaban este tipo de actos, donde se discutían y se exponían los fundamentos de la fe y de forma repetitiva, la religión cristiana salía vencedora en detrimento de la fe judía. Para la Iglesia comportaba un gran acto de propaganda pública que se traducía en cientos de conversiones, más o menos espontáneas. El miedo era uno de los mejores argumentos para convencer a los infieles.

Una vez en el palacio condal de Barcelona, el anciano Nahinánides pidió al rey libertad de palabra, cosa que le fue concedida, y el 20 de julio realizó una apasionada defensa de su fe hebraica. Tan apasionada y convincente que se transformó en su propia condena. Sin embargo, Nahmánides se sentía seguro, deseaba explicar los fundamentos de su religión, compartir sus conocimientos y cuando se le solicitó que hiciera una copia por escrito de sus argumentaciones, no vio ningún inconveniente en hacerlo. Y una vez aceptado, se convirtió en la principal prueba de una acusación por blasfemia contra la religión cristiana.

De nada habían servido los avisos de Abraham Bar Hiyya, su amigo y compañero de estudios, cada vez más asustado del giro que estaban tomando las cosas.

El rey, presionado por la Iglesia, lo condenó a dos años de exilio y a la quema de todos sus libros. Sin embargo, sus enemigos no quedaron satisfechos, por considerar que la condena era insuficiente. Sin perder tiempo, escribieron y apelaron al Papa, exigiendo un castigo ejemplar. Y no tardó mucho el Papa en responder a su demanda y ordenó al rey a que cambiara la condena y sentenciara al anciano judío al exilio de por vida. De esta manera, el gran filósofo fue arrancado de su Girona natal, la cuna de sus antepasados, y forzado a emprender el largo viaje hacia Palestina. Nunca volvería a pisar la tierra que le vio nacer.

Los recuerdos producían en Abraham una angustia sofocante, deseaba que su memoria desapareciera, que todo se convirtiera en un mal sueño, en una pesadilla irreal que se desvaneciera al despertar.

Se levantó, con esfuerzo, y caminó hacia la popa de la embarcación. Le convenía un poco de ejercicio, tanto para su cuerpo como para su mente. Andaba despacio, inseguro, no estaba acostumbrado al vaivén marinero. A poca distancia, contempló al pensativo Guils, apoyado en la borda, con la mirada perdida. «Su mente parece tan perdida como la mía -pensaba Abraham- Guils… sí, creo que se llama así, Bernard Guils, un mercenario, o eso me han dicho, que vuelve a casa.» Abraham reflexionaba para sí, descansado de que su mente se hubiera interesado en otro tema, agradeciendo aquel respiro que alejaba de su pensamiento las ideas oscuras y deprimentes. Contempló a Guils con interés y vio a un hombre maduro, de complexión poderosa, alto y delgado, con un parche negro cubriéndole el ojo izquierdo. Recordó la delicadeza con la que le ayudó a embarcar, tan poco acorde con la fiereza de la mirada de su único ojo. Como médico, Abraham había sido requerido, antes de embarcar, para atender a uno de los miembros de la tripulación. Lo habían encontrado detrás de un montón de sacos de trigo, a punto de ser cargados, y cuando el anciano judío llegó, se encontró a Guils, inclinado sobre el cadáver. Le indicó un imperceptible punto, enrojecido, en la base de la nuca. Ambos se miraron, calibrándose uno al otro, sin una palabra y, sin haberse visto jamás, se reconocieron.

No, Abraham no cree que Guils fuera un mercenario, ha visto a muchos hombres pendencieros en su vida y ése no era uno de ellos. Un mercenario haría sentir su presencia, no dejaría de hablar de sus supuestas heroicidades, ciertas o inventadas, y Guils era un hombre silencioso. Más bien parecía un soldado, un fiel servidor de alguna causa que el judío desconocía, y parecía preocupado y abatido, aunque no dejaba de observar todo lo que sucedía a su alrededor, de forma discreta, sin llamar la atención.

Abraham sentía un especial interés por ese hombre. Extrañamente, era el único que le transmitía una corriente de confianza y seguridad y eso era algo raro, ya que él no era una persona inclinada a confiar en extraños, la vida le había enseñado a ser prudente y cauteloso. En sus conocimientos sobre la raza humana, la confianza había sido un factor que había ido desapareciendo con el tiempo. «Quizá fuera por la intensa sensación de tristeza que Guils transmite», reflexionaba Abraham, una tristeza profunda, como si fuera el único contenido de su alma.

Contrariamente, el resto de los pasajeros eran una fuente de inquietud para el anciano judío. Los dos frailes dominicos, sobre todo el de mayor edad, que intentaban evitarle por todos los medios, le producían una intensa desazón. La gran nave en la que viajaban parecía empequeñecerse ante las maniobras de los frailes para evitar su cercanía, su mirada. Si por ellos fuera, ya estaría en medio del océano, abandonado entre las olas, sin necesidad de ninguna tormenta. «En realidad, la peor tormenta son ellos», pensaba Abraham sin poder evitar una triste sonrisa.

También viajaba con ellos un comerciante catalán, un tal Ricard Camposines, siempre vigilante de la carga que la galera transportaba en su vientre. Aunque su actividad, lejos de in quietarle, le divertía, viéndole subir y bajar de la bodega, persiguiendo al capitán veneciano con sus problemas… «El capitán, ése es otra historia -seguía meditando Abraham-, una mala persona. Qué se puede decir de venecianos y genoveses, siempre dispuestos a sacar provecho de la peor desgracia.» Pero al momento se arrepentía de sus prejuicios. Abraham tenía buenos amigos en Venecia y Génova, los prejuicios habían condenado a su buen amigo Nahmánides y también podían condenarle a él mismo. No, en realidad, no le gustaba el capitán, fuera de donde fuera, pero los pensamientos sombríos habían vuelto a su mente. Se sentó en un rincón de la cubierta, más próximo a popa, cerca de Bernard Guils, acariciando su vieja bolsa en la que guardaba sus útiles de medicina. Pero había algo más en ella que sus instrumentos y sus remedios, algo que no debían descubrir los dos frailes que viajaban con él, algo que debía ser protegido y ocultado por un tiempo, quizás un largo tiempo.

En la bodega de la embarcación, Ricard Camposines aseguraba, por milésima vez, las cuerdas que mantenían la carga estabilizada y fija. Desconfiaba de aquella tripulación de ineptos, divertidos ante su preocupación, a los que no parecía importar lo más mínimo que la carga llegara en perfecto estado.

Pero aquella carga era una de las cosas más importantes en la vida de Camposines, un riesgo que corría para asegurar la felicidad y la paz de su familia. Había invertido hasta su última moneda, todo su patrimonio, y lo que era peor, se había endeudado con los prestamistas que, a su llegada, le esperarían dispuestos a cobrar la deuda. Esa carga representaba su futuro.

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