– Lo intentaremos, Jacques, y que sea lo que Dios quiera. Y ahora, por favor, ¿quieres explicarme cuál es tu plan de acción? Jacques el Bretón se lo quedó mirando con ternura. Su compañero había envejecido, como él, como todos. Otros se habían quedado en el camino, sin posibilidad de hacerlo. Se convenció de que su recuerdo les daría las fuerzas que los años les arrebataban, y acto seguido empezó a hablar. Dalmau le escuchaba con toda atención.
Capítulo IX El traductor de griego
«¿Sois sacerdote, diácono o subdiácono? Si lo ocultáis, podríais perder la Casa».
El clérigo andaba todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas. La sotana, raída y en estado deplorable, estaba a tono con un rostro surcado por el recuerdo de una antigua viruela que, de forma inexplicable, le había permitido sobrevivir. Tenía la nariz ancha y abotargada, de un color casi púrpura, y un cuerpo que a partir del pecho se convertía en un tonel de vino añejo. Andaba sumido en sus propias reflexiones, indiferente a su entorno, molesto con aquel ladronzuelo de D'Aubert que le estaba haciendo perder su precioso tiempo. La traducción del pergamino que le había entregado le dejó confuso y desorientado, sospechando que su cliente no le había dicho toda la verdad. ¿Acaso se trataba de una clave secreta, un código desconocido? Todo aquello no tenía ningún sentido y cada vez se convencía más de que D'Aubert intentaba estafarle. Pero, ¿por qué razón? ¿Qué ganaba aquel miserable con el engaño? Mateo, el clérigo, no entendía nada, y esa sensación le mantenía inquieto y preocupado. ¿Qué importancia podía tener aquella carta? Lo único indiscutible era su antigüedad, aquel pergamino era auténtico, no se trataba de ninguna falsificación, de eso estaba completamente seguro. Había trabajado durante muchos años en pergaminos parecidos en el convento, incluso había falsificado bastantes bajo la sabia dirección de sus superiores; ése era su trabajo más admirado, su habilidad en simular e imitar los trazos antiguos con una perfección notable.
Sin embargo, el que le había entregado D'Aubert no era una falsificación, simplemente no podía entender que la naturaleza del texto mereciera tanto secreto. Cierto que el ladronzuelo lo había robado y el asunto debía ser llevado con discreción, pero aquel estúpido creía tener el mapa de un fabuloso tesoro, el secreto de la mismísima piedra filosofal. Pensó con desprecio que más bien se trataba de una simple carta, una notificación en la que alguien comunicaba que iba a emprender un viaje. Una voz anónima, muerta desde hacía siglos, hablando con otra, igualmente difunta, de su interés en hacerle una visita, de que sus parientes estaban bien de salud y esperaba que los suyos también estuvieran en perfectas condiciones.
– ¡Menuda estupidez! -murmuró Matero-. Para esto tanto secreto.
En cuanto al otro pergamino, eso era ya otra cosa; él desconocía el arameo y por lo tanto ignoraba su contenido. Le había sido imposible localizar a uno de sus viejos compañeros para que lo tradujese, pero si era como el anterior, estaban perdiendo el tiempo. Aquello no tenía ningún valor, excepto si se trataba de un mensaje oculto en el texto, una especie de enigma escondido entre banalidades. Y si era así, el precio acordado con D'Aubert debía ser corregido y aumentado, tendría que hablar con aquel embaucador y exigirle explicaciones, desde luego. A buen seguro, sabía mucho más de lo que decía saber y él no estaba dispuesto a que le engañaran con historias para tontos. Si todo el asunto resultaba ser lo que sospechaba, iba a sacar una magnífica tajada. Todavía no había nacido nadie capaz de estafarle, a menudo se olvidaba de que él mismo era un artista en estos menesteres.
Mateo, irritado, se apresuraba en dirección a la taberna de El Delfín Azul, aquel maldito agujero donde D'Aubert se escondía, y a cada paso su rostro reflejaba una sonrisa más amplia, perdidos los pensamientos en la forma, cada vez más llena, de una bolsa repleta de dinero.
En una de las habitaciones de El Delfín Azul, Giovanni contemplaba cómo su compañero Carlo golpeaba al desgraciado que decía ser el nuevo encargado de la taberna. Se habían encontrado con la desagradable sorpresa de la desaparición de Santos. No había el menor rastro del gigante y nadie parecía saber nada.
– Vamos, vamos, es sólo una simple pregunta, ¡por el amor de Dios! Dinos dónde podemos encontrar a Santos, nada más, y te dejaremos en paz.
– No lo sé, os juro que no tengo la menor idea de dónde está. -El hombre tenía la cara ensangrentada y sus palabras eran casi ininteligibles.
– ¡Que no lo sabes, maldito embustero! ¿Y qué demonios haces tú en su lugar? ¡De dónde sales tú, desgraciado! -Carlo se estaba poniendo nervioso y no cejaba de zarandear al hombre.
– ¡Hug, me llamo Hug! Preguntad en el puerto, todos me conocen por el apodo de «Sisas». ¡No sé nada, dejadme por favor!
– Bonito nombre para un ladrón de gallinas. -Giovanni reía divertido ante las súplicas de Hug-. Deberías ser más inteligente, amigo mío, haces mal en provocar a mi compañero, tiene muy poca paciencia.
– ¡Os juro por lo mas sagrado que no sé nada! Santos dijo que tenía problemas urgentes que solucionar, que debía volver a casa y que me encargara de la taberna en su ausencia. ¡Nada más, os juro que no sé nada más! -El infeliz estaba aterrado, cubriéndose el rostro con ambos brazos, en un desesperado intento de protegerse de los golpes de Carlo.
– ¿Has oído, Giovanni? Este maldito bufón está blasfemando.
– Tranquilízate, es posible que nos esté diciendo la verdad, Carlo. ¿No es así, Hug? ¡Hug, Hug, Hug, me gusta este nombre! Como única contestación, Carlo reanudó los puntapiés y patadas de forma mecánica, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. El hombre suplicaba, con la cara convertida en un amasijo de carne y sangre, los huesos partidos, irreconocible, sus palabras convertidas en murmullos sin sentido.
– Más vale que pares, así sólo conseguirás matarlo y estaremos como al principio. -Giovanni estaba asqueado del espectáculo-. Sólo sabe lo que Santos tuvo a bien decirle, o sea, nada. Me temo que tenemos un grave problema.
Carlo tardó en captar el mensaje, como si le costara abandonar la tarea y sin poder evitar un último revés, brutal, que envió a su víctima contra la pared más alejada, inconsciente, como un muñeco de trapo abandonado.
– No son buenas noticias a Monseñor no le va a gustar -susurró en voz baja.
– Tu inteligencia es extraordinaria, Carlo, a mí no se me hubiera ocurrido un pensamiento tan profundo. Eres un perfecto imbécil… y Antonio sin aparecer. ¿Dónde demonios se ha metido?
– Quizá la Sombra lo ha atrapado. -Carlo se santiguó. Giovanni lanzó una imprecación de desprecio. Se acercó al ventanuco de la habitación, mirando fijamente el muro que tenía a tan sólo dos palmos. «¡Una ventana que daba a un muro, menuda taberna!», pensó. Empezaba a estar harto y las cosas no podían ir peor. Monseñor no era comprensivo con los problemas ajenos y mucho menos con los de sus esbirros. ¿Dónde demonios estaría Santos? Como un buen sabueso adiestrado, había olido el peligro y se había largado. Santos, invisible, era todavía un peligro mayor, Giovanni le conocía bien. Rió para sus adentros, a buen seguro el gigante estaría preparando una trampa mortal para D'Arlés, no le dejaría escapar fácilmente. Suspiró, le gustaría estar presente, contemplar cómo Santos acababa con aquel maldito bastardo sería algo impagable. Pero ¿dónde se había metido Antonio? La idea devolvió el gesto ceñudo a su semblante abstraído, pensaba a toda prisa, concentrado en encontrar una salida, una manera de cumplir las órdenes de Monseñor.
«¡Maldito el día en que le conocí!», pensó. Dos sonidos cortantes y secos, como zumbidos, le sacaron de su ensimismamiento, y se dio la vuelta, molesto, creyendo que Carlo había decidido por su cuenta liquidar al infeliz. Se quedó paralizado, con un gesto de incredulidad en la mirada, el miedo ascendiendo como una culebra en su estómago. Carlo estaba en el suelo, con los ojos muy abiertos, las dos manos apretando el vientre del que sobresalía la punta de una flecha y un charco de sangre extendiéndose entre sus piernas. En la esquina, el cuerpo de «Sisas», con otro dardo atravesándole la garganta, sin haberse enterado siquiera de su breve paso al mundo de los difuntos.