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Giovanni se detuvo unos instantes, contemplaba la extraña sucesión de sentimientos en el rostro de Monseñor: la cólera, el resentimiento, el asombro, el horror y el miedo.

– Y -continuó- se teme que no llegará a tiempo. Ha comunicado al fraile la sospecha de que muchos de vuestros servidores, sobre todo los más jóvenes, son víctimas de vuestra espantosa lujuria.

– ¡Maldito bastardo! ¡El diablo se llevó su alma en el mismo momento de nacer!

– Lo que ignoro, Monseñor -siguió Giovanni, impasible-, es lo que puede hacer fray Berenguer al respecto, no es ninguna personalidad ni tiene ningún tipo de influencias, ni…

– ¡No importa quién sea, estúpido! ¡No puedo permitir que ese bastardo provoque un escándalo en estos momentos! Un pequeño error, Giovanni, un sólo pequeño error y mis enemigos caerán sobre mí como aves carroñeras.

– Me encargaré de solucionarlo, Monseñor. No debéis preocuparos por fray Berenguer, nadie notará su ausencia.

– ¡No! -exclamó rotunda y firmemente. Monseñor no podía ocultar su turbación, pero intentaba mantener el control-. No -repitió, con la mirada perdida-. No vas a encargarte de nada, Giovanni. Eso es asunto mío. Lo único que quiero es que me traigas a ese malnacido embustero, bastardo de Satanás. ¡Maldigo su vida mil veces! Tráemelo y olvídate de lo demás. Y ahora vete, necesito pensar. ¡Largo de aquí!

Giovanni retrocedió hacia la puerta, desconcertado por la reacción que habían causado sus palabras. Quería grabar en su memoria la imagen de aquel hombre en proceso de destrucción. Se detuvo, todavía tenía una noticia que dar.

– Por cierto, Monseñor, corren rumores de que Bernard Guils no ha muerto.

Esperó unos breves segundos, por una sola vez en muchos años, Monseñor no tenía una respuesta preparada, únicamente le miraba con estupefacción. Se giró, dirigiéndose hacia la puerta de salida, sin poder evitar una ancha sonrisa. Ya no necesitaba ver ni oír nada más.

En una esquina cerca de la Casa del Temple, uno de los espías de D'Arlés combatía el aburrimiento de la vigilancia. Nadie había entrado ni salido de la Casa, ni siquiera los mendigos habían acudido en demanda de su habitual mendrugo de pan. Se apoyó en la pared, le dolían los pies y tenía todo el cuerpo agarrotado. Pensó en la posibilidad de encontrar un nuevo trabajo y buscar una buena mujer, iba siendo hora de crear una familia y volver a casa. Empezaba a estar harto de viajes y de aquella maldita ciudad, húmeda y tediosa. Incluso su jefe había cambiado, todo el mundo le temía y últimamente actuaba como un ser enloquecido y demencial. Recordaba con espanto cómo había matado a uno de sus compañeros, uno de sus propios hombres sólo porque las noticias que traía no eran de su agrado. Lo había acuchillado sin parar, sin que nadie pudiera impedirlo, ni apartarlo, ni convencerlo de que aquel hombre ya estaba muerto.

Un escalofrío helado le recorrió el cuerpo ante el recuerdo de aquella carnicería. Aquel hombre no estaba bien, estaba descontrolado y representaba un peligro para sus propios hombres. Nunca le había gustado D'Arlés, pero necesitaba el trabajo y éste traía consigo una suma considerable de monedas. Las grandes puertas de la Casa del Temple se abrieron, sorprendiéndole en mitad de sus reflexiones. Abandonó el gesto cansino y se puso alerta. Dos hombres salieron llevando de la mano las bridas de sus respectivas monturas; reconoció de inmediato a Jacques el Bretón, no era fácil de confundir, pero el otro… «¡Por todos los santos! -murmuró-. O sea que es cierto lo que dicen, los rumores no mentían, es Guils, Bernard Guils en persona.» Estudió con detenimiento al hombre, iba envuelto en una capa oscura, con la capucha echada sobre el rostro, pero había visto perfectamente el parche negro sobre su ojo. No había error posible, él conocía a Guils, estaba más delgado, pero era él.

Pegó la espalda a la pared, respirando con dificultad, aquello no iba a gustar nada a su patrón y temía sus excesos, estaba completamente loco. Todavía estaba allí cuando se acercó uno de sus compañeros.

– ¿Lo has visto, lo has visto? -cuchicheaba.

Asintió con la cabeza. Ambos se miraron con temor reverencial, hasta que su compañero sacó una moneda del bolsillo.

– ¿ Cara o cruz?

– ¡Cruz! -respondió, en un arranque de piedad religiosa. La moneda saltó en el aire, mientras ambos la veían caer conteniendo la respiración.

– ¡Cruz! -exclamó su compañero con el miedo en el rostro. Le vio alejarse abatido y asustado, ignoraba si volvería a verlo con vida alguna vez, pero no pudo evitar un suspiro de satisfacción. D'Arlés iba a volverse más loco con la noticia, si es que ello era posible. Ya no se trataba de un rumor, lo habían visto con sus propios ojos, no había ninguna duda. Guils estaba vivo y dispuesto a pasar cuentas al maldito D'Arlés. El hombre se encogió en su esquina, había decidido cambiar definitivamente de trabajo, buscar a una de sus primas… desaparecer. Un rumor corría por la ciudad, una red invisible pero tupida se extendía como una plaga bíblica, distribuyéndose por finos canales, de oído en oído, de boca en boca.

Bernard Guils estaba vivo y había vuelto.

Capítulo XII La carta

«En verdad, gentil hermano, que debéis escuchar bien lo que os decimos. ¿Prometéis a Dios y a Nuestra Señora obedecer al maestre o a cualquier comendador que tengáis, todos los días de vuestra vida a partir de este momento?»

Guillem hizo retroceder su montura hasta ponerse al lado de la muchacha. Se estaba retrasando mucho y no parecía importarle, las bridas de su caballo estaban sueltas, sin dirección, las manos apretando la capa, ausente y distante, ajena al viaje. El joven no se dirigió a ella. Lo había intentado sin conseguir ningún resultado, y se preguntaba si no sería sorda o muda, o ambas cosas a la vez. No había salido del estado en que la encontró, junto a su madre muerta. Recogió las bridas abandonadas, poniendo la montura al mismo ritmo que la suya. Debía hacer una jornada de viaje y sólo al completarla podía abrir la carta, eso era lo único que sabía. Había sido un día muy extraño.

La joven y él llegaron a un nuevo escondite, lejos de la ciudad, y Guillem volvió a acometer, sin conseguirlo, la tarea de averiguar su nombre. Después, resignado ante su silencio, reflexionó con calma: ¿Qué debía hacer con aquella chica? ¿Dejarla al cuidado de las clarisas? ¿Buscar a alguien de confianza que se encargara de ella? Unos discretos golpes en la puerta de su nuevo refugio le arrancaron de sus cavilaciones y cuando abrió, se encontró con un joven musulmán que requería hablar con él. Guillem, sorprendido, desconfió.

– ¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí? -preguntó, inquieto.

– Llevo dos días recorriendo toda la red de refugios, en alguno de ellos os tenía que encontrar. Si no conseguía localizaros en tres días, debía acudir a la Casa. Ésas fueron las órdenes de Bernard y así las he cumplido.

– ¡Bernard! -Guillem respiró con fuerza, el espectro volvía a apoderarse de él.

– Os traigo una carta y esto de su parte -dijo, entregándole un rollo y lo que parecía una cruz templaria de metal. -Bernard está muerto -le espetó Guillem con desconfianza.

– Lo siento, él ya me avisó de que era probable que eso pasara, por eso estoy aquí. Tenía órdenes de actuar sólo en el caso de que él no pudiera terminar su misión. Y tengo otra orden para vos.

– ¿Y cómo demonios voy a creerte? Podría pensar que es una trampa.

Impertérrito, ante la desconfianza de Guillem, siguió con sus instrucciones.

– Debéis abandonar la ciudad, en dirección norte, sin paradas. Al completar una jornada, os detendréis a descansar y entonces leeréis la carta. Ésas son sus órdenes. «Utilizad vuestra intuición, no hay más camino.» Ahora debo partir.

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