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Y sin permitir más preguntas, salió del lugar dejando a Guillem con la boca abierta y la carta en la mano.

– ¿Qué significa todo esto? -lanzó la exclamación en voz alta, sin recibir contestación, ni tan sólo una mirada de consuelo de la muchacha que, ajena a cualquier problema, seguía sentada en el mismo lugar. Manoseó la carta, estudiando cada centímetro del papel cerrado y enrollado. Incluso la olió, sin saber muy bien qué esperaba de tan minucioso examen. A punto estuvo de abrirla en un arranque de enfado y desconfianza, pero no llegó a hacerlo.

¿Tal vez fue su intuición lo que le obligó a no abrir la carta?, pensaba Guillem mientras cabalgaban alejándose de la ciudad, en dirección norte, arrastrando todavía a la muchacha silenciosa. Intuición, una de las palabras mágicas de Bernard y que a él le costaba interpretar, otorgarle el sentido que él ir daba, como un talismán que abría todas las puertas. No sabía por qué seguía las indicaciones de aquel desconocido, aunque era probable que lo hacía porque todo aquel misterio era muy propio de Bernard. La carta seguía escondida en su camisa, sin abrir, como los pergaminos falsos, celosamente guardados por su maestro. Acabaría la jornada y leería la carta, y entonces averiguaría si alguien se estaba divirtiendo a su costa… Por ejemplo, aquellos dos, Dalmau y Jacques, ansiosos por apartarle de su particular ajuste de cuentas. Se enfadó pensando que podía ser una jugarreta y, torciendo su boca y dando una extraña forma a sus cejas, la ira apareció en sus facciones. Pero ¿y la cruz? ¿Otra treta? No se trataba de una cruz templaria normal, como había creído al principio. Tenía esa forma, desde luego, pero cada uno de sus lados mostraba unas oberturas irregulares y diferentes, como si fueran cuatro llaves unidas. No tenía la menor idea de para qué podía necesitar un artilugio como aquél. Otra vez vino a su mente la imagen de sus dos amigos, sus repetidas negativas a que él participara en la caza de la Sombra. ¿Estarían montando aquel colosal engaño para tenerlo apartado?

Un novicio arrancó a fray Berenguer de la insoportable traducción en la que estaba trabajando, indicándole que se presentara ante la presencia del padre superior. No debía demorarse lo mas mínimo, ya que la llamada era urgente. En un arranque de crueldad, fray Berenguer pensó que quizá le esperaba otra regañina por presentarse en la enfermería del convento y haber expresado toda su repugnancia ante el comportamiento mentiroso y servil del joven Pere de Tever. «¡Que pecado peor que la mentira era la traición!», mascullaba colérico. Aquel jovenzuelo le había traicionado, había abusado de su confianza y ahora tenía que cargar con todas las culpas a causa de su aborrecible conducta.

Llamó con fuerza a la puerta, no iba a permitir que le amilanaran por culpa de aquel jovencito impertinente, ya había comprobado cómo utilizaba su estúpida caída para medrar a su costa. E1 propio bibliotecario le había comunicado que fray Pere de Treve ocuparía un lugar destacado de trabajo en la biblioteca por sus grandes conocimientos. ¡Aquello era escandaloso! Abrió la puerta al oír una voz que le autorizaba y entró en la estancia, pensando en encontrar a fray Pere cómodamente sentado. Pero no fue así. En su lugar, un hombre de negro ocupaba la silla preferente y su superior le recibió con una gélida mirada de hostilidad.

– ¡Al fin se ha hecho la luz, hermano Berenguer, y vuestras intenciones se han manifestado!

– El superior estaba realmente enojado.

– No sé de qué me habláis.

– Vuestro delito es de suma gravedad, hermano Berenguer. Nunca había tenido la lamentable responsabilidad de enfrentar un caso parecido -el hombre de negro habló al tiempo que se volvía para mirarlo-, ni la vergüenza de tener que admitir en un hombre de la iglesia tal comportamiento.

– Os consideraba capaz de graves infracciones, hermano, pero esto no me atrevo ni a nombrarlo. -El superior lo observaba con desagrado-. Vuestra falta es tan grave que me siento incapaz de juzgaros con imparcialidad. A Dios gracias, Monseñor me evitará tan pesada tarea.

– ¡No lo entiendo! No sé de qué me habláis. A buen seguro, fray Pere de Tever intenta causarme daño con otra mentira y…

– ¡No pongáis el nombre de esta inocente criatura en vuestra boca! Os lo prohíbo. Bendigo a Dios porque este joven no haya caído todavía en vuestras sucias garras. -La voz atronadora de Monseñor golpeó a fray Berenguer, que se quedó atónito, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. El hombre de negro se volvió hacia el superior del convento, con gesto compungido.

– No sabéis cuánto lamento que hayáis tenido que pasar por todo esto, querido hermano. Teníais una serpiente en el nido y no es fácil descubrirla. Sólo la voluntad de Dios ha puesto en nuestro camino a un testigo que, salvando la vergüenza y el deshonor, se ha atrevido a desenmascarar a este corrupto fraile.

– ¡Os lo suplico, señores, decidme de qué se me acusa y quién lo hace! No creáis más mentiras y difamaciones! -Fray Berenguer empezaba a estar asustado, aquello no tenía ningún sentido y debía tratarse de un error, un espantoso error.

– ¡Ya basta, no deseamos oír vuestras palabras! Seréis juzgado y condenado, ningún tribunal dudaría de ello.

Monseñor se levantó enérgicamente y dio una palmada. Al momento, tres hombres entraron en la habitación y rodearon a fray Berenguer.

– No deseo alargar más este penoso asunto, mi querido amigo, sé lo que representa para vos. Pero no sufráis, no habrá escándalo, llevaremos este asunto con la máxima discreción. Vuestra orden no se verá manchada por las acciones de este vil fraile. Tenéis mi palabra, nada de lo que aquí nos hemos visto obligados a hablar saldrá de esta habitación. Rezad por nosotros, querido hermano.

Monseñor se dirigió hacia la puerta. Los tres hombres cogieron a fray Berenguer por los brazos y lo arrastraron tras de él. Los gritos del fraile rebotaron en las paredes del claustro, sobresaltando a los hermanos en la hora del rezo. Finalmente, el eco se apagó y el silenció retornó, inundando todos los rincones del gran convento.

Cuando despertó, fray Berenguer se dio cuenta de que se había desvanecido. Tantos acontecimientos imprevistos le habían conmocionado y confundido, aunque estaba seguro de que todo era una pesadilla, un mal sueño provocado por alguno de los dulces de los que últimamente había abusado. «No debo comer tanto -pensó-, mi salud empieza a resentirse y eso no es bueno.» En aquel momento empezó a ampliar su perspectiva. Se incorporó y vio que no se encontraba en su cama, ni tampoco en su celda. Había una gran oscuridad, sólo una tea encendida, a la izquierda, iluminaba tenuemente el lugar donde se encontraba. No había ventanas, era imposible saber la hora del día. Pensó que tal vez seguía soñando. Se levantó y, guiándose por la tea que brillaba de forma irregular, caminó hasta que chocó contra algo duro y frío, golpeándose la cara. Sus manos palparon una reja, barrotes. ¡Toda la pared era una continuación de barrotes! Un sudor frío le recorrió el estómago. ¿Qué clase de lugar era aquél? Gritó en demanda de auxilio y contempló cómo un hombre se acercaba. La tea que llevaba el hombre en la mano iluminó el lugar.

– ¡Más vale que no gritéis, miserable, aquí no nos gusta el escándalo ni el vocerío! ¿Lo habéis entendido, puerco cebado? -El hombre, mugriento y con los dedos llenos de grasa, hablaba al tiempo que daba grandes mordiscos a un trozo de carne-. Veo que estáis muy gordo, maldito fraile, pero no creo que aquí eso os sirva de mucho.

Rompió a reír al ver la cara aterrorizada del dominico. Fray Berenguer contemplaba a la luz tenue de la antorcha un lugar de pesadilla, y no estaba ocurriendo en sus sueños. No, no era una celda de su convento, era una mazmorra lóbrega e inmunda. Retrocedió ante las sonoras carcajadas de su carcelero, aquella bestia con forma humana, y se refugió en las sombras. De la negrura, su voz, en un aullido sin nombre, chilló cuatro palabras, repitiéndolas como en una letanía sin fin.

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