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– ¡Terribilis est locus iste!

La posada era una sencilla y agradable casa de campo, amplia y luminosa, a decir de sus grandes ventanales abiertos a los campos de trigo. La noche empezaba a caer y Guillem decidió que la jornada completa había finalizado. Pidió una única habitación, arriesgándose a la maliciosa mirada de la robusta posadera, pero sin atreverse a dejar a la muchacha sola en aquel estado, desconocía de lo que era capaz. La arrastró escaleras arriba hasta la habitación que le indicó la mujer. Agradeció que fuera una estancia limpia, con una gran cama de matrimonio en su centro, una pequeña mesa y una silla. La posadera le enseñó una amplia ventana, asegurándole que los aires de aquella zona eran los mas saludables de la comarca. Guillem le aseguró que no tenía ninguna duda de ello, aunque le estaría mucho más agradecido si le proporcionaba algo de comer allí mismo. La robusta mujer pareció aprobar la decisión y desapareció de su vista tras asegurarle que así lo haría.

Guillem dejó las alforjas en un rincón y acomodó a la enajenada muchacha en la cama, tapándola con suavidad. Después se instaló en la mesa, que arrastró hasta la ventana, contemplando el anochecer y esperando la comida. Sentía la carta, como una voz reclamando atención, quemándole la piel, pero aún no era el momento. Seguiría las estrictas normas del manual de Bernard Guils a rajatabla: «Con el estómago vacío no se puede pensar bien».

– Bien, compañero, tengo hambre y comeré. Mi cabeza y mi estómago estarán en perfectas condiciones cuando abra la carta. Nada turbará mi atención.

– Se pondrá bien, mi querido amigo. Crecerá sana y fuerte, no debéis preocuparos. -Abraham consolaba a un emocionado Camposines, con los ojos enrojecidos por el llanto, manteniendo su mano entre las suyas.

El anciano médico estaba satisfecho de su decisión. En esta ocasión sus conocimientos eran útiles y aquella dulce criatura se salvaría de la muerte. Contempló divertido a su amigo Arnau que se había quedado dormido en la silla, tieso como un palo de escoba, con la cabeza caída hacia atrás en una postura imposible. Su cuerpo sufría regulares sacudidas al compás de sus sonoros ronquidos. Abraham lo señaló con un gesto y junto a Camposines, rieron por lo bajo, casi en silencio, para no turbar el sueño de la pequeña ni del viejo guerrero. Elvira, la mujer del comerciante, se había retirado a dormir, exhausta por las emociones. Todos necesitaban descansar, la jornada había sido interminable y el cansancio se acentuaba en sus facciones. Abraham tocó levemente al boticario, que se levantó de golpe, con la mano en la espada.

– Cálmate, Arnau, no hay peligro. Siento haberte despertado, pero estabas en una postura insana y mañana no hubieras podido dar ni dos pasos.

– ¿Dormido, qué dices? Sólo estaba pensando. ¿Cómo está la pequeña? -Arnau mantenía los ojos fijos, como si saliera del sueño de los justos.

– Se pondrá bien, amigo mío, nuestros esfuerzos han encontrado la recompensa.

– No podemos seguir aquí, Abraham, temo por tu vida. -El boticario seguía empecinado en la seguridad de su amigo. -Está bien, Arnau, ahora tienes toda la razón. He hablado con Camposines y le he recomendado a un colega mío. Acabo de escribir una carta de presentación, dándole instrucciones.

El peligro ya ha pasado, pero hay que tomar muchas precauciones

con esta bella muchachita. Estará aquí mañana, a primera hora, le he mandado aviso y me ha respondido afirmativamente. Ahora podemos pensar en nosotros.

– ¡Por fin! -exclamó el boticario-. Perdóname, Abraham, no es que la salud de esta chiquilla no me importe, pero estoy preocupado. Me alegro de que la hayas salvado, me alegro por ella y por ti, pero, como dices bien, es tiempo de pensar en nosotros.

– A partir de ahora, me pongo en tus manos, Arnau. ¿Qué debemos hacer?

– Partiremos mañana por la mañana, en cuanto llegue tu colega. Mientras tanto hablaré con Camposines, vamos a necesitar un par de caballos y un asno, provisiones, mantas…

– ¿Nos vamos de viaje? ¿No vamos a volver a la Casa, amigo mío? -preguntó Abraham sorprendido. La insistencia del boticario en su seguridad le había hecho pensar que volverían a la Casa del Temple de la ciudad.

– No volveremos, Abraham. He estado pensando y creo que ya es hora de buscar un refugio seguro para «tu amigo de Palestina». De esta manera también pondremos distancia entre la Sombra y nosotros. Es mucho mejor, aprovechar el momento y alejarnos de la ciudad.

– Ya sabes que confío en ti, Arnau, como si fueras mi propio hermano. Tú eres el estratega y sabes lo que nos conviene. ¿Ya sabes adónde ir?

– Tengo una idea, creo que debemos ir al norte, hacia la encomienda del MasDeu. Allí tengo a un buen amigo mío que podrá aconsejarnos… ya sabes… ¿Crees que estarás en condiciones de viajar?

– Estoy mucho mejor, no te preocupes -respondió Abraham con una sonrisa cómplice-. Y siempre estarás tú para perseguirme con las medicinas, amigo mío. Sí, creo que estoy preparado. Mi promesa a Nahmánides me da fuerzas para seguir adelante, incluso me siento más joven. Pero ahora necesitamos descansar, Arnau, o mañana no llegaremos muy lejos.

Guillem repasó el plato con un gran trozo de pan tierno, había comido un excelente estofado de cordero con verduras y se sentía en plena forma. No consiguió que la muchacha comiera nada y la dejó dormir, sin insistir. Colocó el candil en el alféizar de la ventana medio abierta. El aire frío le ayudaba a pensar, y sacó la carta. Desdobló el papel y lo alisó, la letra era de Bernard.

Querido muchacho:

Si estás leyendo esta carta, significará que mi viaje al otro mundo ya se ha iniciado, y espero que hayas tenido un instante para desearme suerte. He ordenado a Abdelkader que te entregue esta carta si las cosas se tuercen, es una persona de toda mi confianza y un buen amigo, no debes sospechar de él, aunque a buen seguro ya lo has hecho. Me imagino que en estos momentos estarás metido en un buen lío y que ya habrán descubierto la falsedad de los pergaminos que llevaba encima. Te confesaré que sólo de pensarlo me entran ganas de reír, me imagino a Dalmau y a Jacques, a los que inevitablemente habrás conocido, preparando de nuevo los planes de nuestra particular guerra con la Sombra, aunque también me entristece no estar a su lado. Sin embargo, como soy un espectro primerizo, no estoy seguro de no poder actuar junto a ellos. ¿Quién sabe? Tú debes apartarte de la Sombra, no ir a su encuentro, tengo otros planes más interesantes para ti.

D'Arlés, el maldito bastardo francés, ha sido una de las piezas que me ha obligado a retocar mis planes, pero, como habrás comprobado, he conseguido atraerlo hacia Barcelona, tal como tenía previsto, para facilitarles el trabajo a mis compañeros. Ésa era mi parte. Este detalle es importante, siendo ésta mi última misión, no podía evitar la fascinación que sentía por la casualidad (¿casualidad?) de que D'Arlés estuviera implicado en todo esto, como si algún elemento mágico me recordara el juramento que hice en medio de un desierto, junto a dos buenos amigos. Comprendí que se me daba la posibilidad extraordinaria de cerrar el círculo y que no podía desaprovechar la situación.

Dos días antes de que me entregaran los pergaminos, detecté la presencia de D'Arlés y sus hombres a mi alrededor, y fue entonces cuando empecé a preparar mi plan, no sólo para proteger los documentos, sino también para tender la trampa a la Sombra. Quien me entregó los documentos me dio instrucciones muy precisas, las suficientes como para no cumplir ninguna de ellas, como puedes suponer. Mis superiores conocen mi inclinación a obedecer desobedeciendo. Durante tres días, al tiempo que desaparecía para el Temple, me hacía visible para los hombres de D'Arlés, viajando de un lado para otro, hablando con cientos de personas de todo tipo, entregando multitud de paquetes parecidos al que llevaba. En una palabra, creo que conseguí volverlos completamente locos. Finalmente, desaparecí para ambos bandos durante doce horas (doce horas completamente organizadas) hasta el día que embarqué en Limassol. Aquí, en este hermoso puerto chipriota desde donde te escribo, ya se ha cometido otro asesinato: uno de los tripulantes de la embarcación en la que viajaré ha sido encontrado muerto. Ha sido un aviso que me hace temer lo peor, pero lo que debe ser protegido ya está en lugar seguro, gente anónima y de toda confianza está en ello. Esta carta es el último eslabón que queda para que el círculo inicie su giro en la dirección adecuada. Todo está previsto y ni tan sólo el factor humano podrá detenerlo. El círculo se cerrará a tiempo, a pesar de que muy probablemente lo hará conmigo en su interior. Tendrás que aceptar que es una bella forma de morir.

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