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Guillem asintió en silencio, sabía exactamente lo que Bernard hubiera deseado y así lo manifestó.

– Bernard hubiera deseado descansar en Tierra Santa, en el desierto de Judea, junto al lugar donde reposa Alba, su mejor yegua árabe. Sentía un afecto especial por aquel caballo y juraba que tenía más corazón que la mayoría de personas que había conocido en su vida.

Abraham dio un respingo que casi lo hizo caer de la silla. Los dos hombres le miraron con asombro y cierta preocupación, Arnau creía que se trataba de un síntoma de su enferme dad. El anciano les explicó su sueño, al lado del moribundo Guils: un hermoso corcel blanco como la nieve, con su crin agitada al viento y con un relincho impaciente que atravesó sus oídos, despertándole.

Guillem estaba profundamente impresionado y contempló en la mirada de frey Arnau el mismo sentimiento. Finalmente el boticario habló.

– Posiblemente, el lugar donde enterremos al hermano Guils no sea importante. Lo que me transmite el sueño de Abraham es que él está donde quería estar, su alma ha vuelto al desierto que tanto amó, junto a su caballo blanco que le esperaba. Ambos ya están juntos de nuevo y nada volverá a separarles.

– Tenéis razón, Arnau. Estoy convencido de que soñé lo que Guils también soñaba y que ésta fue su manera de agradecer mi ayuda. Me regaló un sueño y un mensaje para su joven alumno, decirle que está bien, que no está solo en su viaje y que no debe preocuparse por él.

Ambos ancianos asintieron en silencio, mirándose con mutua comprensión. El mundo estaba tejido con hechos asombrosos y desconocidos, y uno de ellos los había convertido en espectadores involuntarios del milagro. Los dos sabían que la esencia misma del milagro no necesitaba comprenderse, únicamente contemplarse.

Guillem de Montclar observó a los dos sabios, con afecto. Entre ellos había encontrado el único consuelo que podían darle, el milagro de la esperanza. Lejos de desdeñar aquel sueño, le habían dado forma y consistencia, transformándolo en un mensaje de su querido Bernard. Una gran paz se adueñó de su interior, como un bálsamo que curara y aliviara sus heridas. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer a continuación y dando unas breves instrucciones a los dos ancianos, salió de la Casa. La noche caía sobre la ciudad y los grandes hachones encendidos iluminaban la fachada de la Casa del Temple. Más allá, la oscuridad levantaba su reino, y hacia ella se dirigió Guillem sin vacilar.

Capítulo IV La Sombra

«¿Habéis estado en otra orden y pronunciado vuestros votos y vuestra promesa? Porque si lo hubierais hecho y esta orden os reclamara, se os despojaría del hábito y se os de volvería a esta orden, pero antes se os habría vejado lo suficiente y habríais perdido la Casa para siempre.»

Guillem de Montclar no tardó mucho en llegar a la casa de Abraham Bar Hiyya. Había tomado todas las precauciones para comprobar que no le seguían y que nadie vigilaba la casa del anciano. Buscó la llave que le había entregado el médico y abrió la puerta. Un penetrante aroma a hierbas medicinales le dio la bienvenida, aunque también pudo percibir otro olor que empezaba a apoderarse de la casa, el del inconfundible aroma de la muerte.

Encendió un candil que encontró cerca de la puerta, tal como Abraham le había indicado, para que un poco de luz despejara la oscuridad que lo rodeaba. Y cuando lo hizo, comprendió que alguien se le había adelantado. La casa estaba patas arriba, revuelta hasta en los más mínimos detalles, los escasos muebles del judío, tirados o reventados en el suelo y sus frascos medicinales convertidos en miles de fragmentos cristalinos que, a la tenue luz del candil, devolvían reflejos fantasmales que danzaban en las paredes.

Fue hasta la habitación donde yacía el cuerpo de Guils atravesado en el lecho, en medio de un revuelo de plumas y paja. Habían destripado el colchón hasta dejarlo sin forma y el sillón del anciano, en un rincón, era un amasijo de maderas y cuero. Guillem, abatido, contempló a su viejo compañero. El cuerpo estaba boca abajo, el rostro ladeado contra los restos del colchón y su único ojo, ya cerrado, parecía dormir ajeno al desastre. Era la imagen patética del desvalimiento. El joven se desplomó en una esquina de la destrozada cama, la cara inundada de lágrimas, sin necesidad de contener más sus sentimientos y estalló en sollozos. «Guils, mi buen maestro, finalmente te he encontrado, demasiado tarde, pero he conseguido encontrarte. Siempre me avisaste de este momento, desde el primer día, pero yo jamás te creí, convencido de tu naturaleza inmortal y eterna, de que nadie lograría atraparte. ¡Qué voy a hacer ahora, Bernard!» Las últimas palabras resonaron en toda la casa, en un gemido de impotencia y rabia, sin que nada ni nadie pudiera escucharlas ni contestarlas. Pero en la mente de Guillem retumbó una carcajada de Guils. «¡Vamos, muchacho, no te duermas, que pareces un saco de mierda en medio de un establo!» Allí estaba el potente vozarrón inundando su cabeza, riéndose de su ritmo lento y torpe, perdido en divagaciones estériles y llorando como un crío. «Esto no es filosofía, carcamal, si quieres ser filósofo te vuelves a Barberá, bien protegido entre los muros del convento. Despierta de una vez, Guillem, se trata de la vida y la muerte y es de tu querido pescuezo de lo que estamos hablando, no de metafísica barata.»

Como siempre, Bernard tenía razón. Cogió una de las sábanas, tiradas en el suelo, tapó el cuerpo de su maestro y empezó a trabajar metódicamente. Registró la casa, palmo a palmo, las ropas de Guils y el propio cadáver y no encontró nada que le fuera de utilidad. Salió a la calle para inspeccionar la situación y ningún movimiento alertó su instinto, todo parecía en calma.

Fue al pequeño jardín, detrás de la casa, donde Abraham le había indicado que encontraría una vieja carretilla y volvió a entrar. Vistió el cuerpo de Guils con lo más imprescindible para que el sentido del pudor protegiera a su compañero de miradas malintencionadas y después, con dificultad, acomodó el cadáver en la carretilla lo mejor que pudo. La corpulencia de Guils no ayudaba y cuando contempló a su mentor, en aquel miserable transporte, una oleada de sollozos volvió a inundarle la garganta. Estuvo tentado de cubrirlo con una manta vieja, pero no lo hizo, si alguien le hubiera visto habría pensado que llevaba a su compañero borracho de vuelta a casa, lo que no estaría mal a aquellas horas de la noche y con un cadáver a cuestas. A los oficiales reales del Castell Nou no les gustaban las historias extravagantes, eran más tolerantes con las algaradas de borrachos alborotadores.

Volvió a salir a la calle para dar un último vistazo, nadie debía advertir su presencia allí. Apagó el candil y lo devolvió a su lugar. Acto seguido, empujó la carretilla con su carga hacia la puerta entreabierta. Emprendió entonces una carrera apresurada y veloz, inquieto por el chirriante ruido de su transporte, buscando la penumbra más oscura de la calle y sin volver la mirada atrás, igual que un caballo con anteojeras, desbocado y sin freno.

En un instante, se encontró riendo como un loco. Guillem de Montclar, caballero del Temple, aunque nadie lo diría por su aspecto, corriendo calle abajo con una ruidosa carretilla y con el cadáver de su mejor amigo, hecho un guiñapo, como si mil de los peores demonios del abismo le persiguieran con saña.

Frey Arnau, en el portón de entrada de la Casa, estaba vigilante y alerta. No necesitó ninguna consigna especial ni contraseña, el espantoso chirrido de hierros oxidados corriendo a toda velocidad precedía la llegada del joven en medio de la noche. Cuatro hermanos estaban a sus espaldas, con las armas en la mano, dispuestos a solucionar cualquier contratiempo imprevisto. Nadie hizo preguntas, a pesar de la perplejidad en sus rostros al hacerse cargo del cadáver de Guils y de su ruidoso transporte. Guillem, apoyado en la puerta cerrada, respiraba con dificultad, todavía atormentado por convulsiones entremezcladas de risa y llanto, como si el cuerpo humano, llevado al límite, necesitara de los extremos para recuperar de nuevo el punto medio.

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