– Quizá tengáis razón, frey Dalmau. No hay otro remedio que volver atrás, examinar todo el asunto desde una nueva perspectiva.
– Necesitamos conocer los movimientos de Guils desde que se le entregó el transporte. Conocemos la demora de tres días. Hay que averiguar qué hizo en ese espacio de tiempo.
– Desconocemos este dato, frey Dalmau, Bernard desapareció. Tenía que embarcar en uno de nuestros navíos rumbo a Chipre, pero no se presentó. En su lugar nos mandó un aviso: nos comunicaba que se responsabilizaba de la misión y que era mejor que nadie estuviera al corriente de sus movimientos. No nos sorprendió, era muy meticuloso y desconfiado, y desde la traición de D'Arlés no se fiaba ni de nosotros. Por esta razón lo elegimos. Era el mejor de nuestros hombres y desde luego, nuestra confianza en él era ilimitada.
– Quizás escondió los auténticos pergaminos en algún lugar que sólo él conocía. -Dalmau intentaba pensar como lo hubiera hecho Bernard.
– Es posible, frey Dalmau, pero nuestra misión es hacer todo lo posible para volver a encontrarlos, no importa el tiempo que nos lleve. ¿Habéis hablado con Guillem?
– No, señor. Todavía no. Creo que es mejor solucionar este asunto primero.
– Eso puede llevarnos varias vidas, frey Dalmau. Pensad que el lugar de Bernard sigue vacío, y que preparó al muchacho para sustituirle. Sin embargo, es posible que tengáis razón. La muerte de su compañero es muy reciente. Le daremos algún tiempo y, si es necesario, otra persona se encargará de comunicárselo.
– No será necesario, señor, yo mismo lo haré dentro de un tiempo prudencial.
– Bien, frey Dalmau, esperamos estar de acuerdo con vuestra prudencia.
Capítulo XI El rumor
«Gentil hermano, procurad habernos dicho la verdad a todas las preguntas que os hemos hecho porque, a poco que hayáis mentido, podríais perder la Casa, cosa de la que Dios os guarde.»
Mateo atravesó el Mercadal a paso rápido, molesto ante la muchedumbre que se agolpaba, curiosa, en la plaza. Oyó a unos comerciantes discutir el precio del trigo delante de él, impidiéndole el paso, como si la plaza les perteneciera. ¿Qué podía importarle a él el precio del grano? «¡Malditos ladrones!» Los empujó bruscamente, haciéndoles ver que estaban molestando y lanzándoles una mirada incendiaria. Pero éstos, lejos de sentirse ofendidos, se mofaron de sus modales y siguieron discutiendo sus problemas. Mateo siguió su camino hacia la Vía Francisca, hacia la iglesia de Marcus. Su destino era la hospedería de la iglesia, un lugar de descanso para los viajeros y los encargados de correos, un lugar en donde disponía de un buen amigo que le debía muchos favores que esperaba que le devolviera con creces. A medida que se acercaba, observó cómo el número de pordioseros aumentaba y pensó que ya era la hora del mendrugo de pan, aunque con un poco de suerte llegarían a tomar un plato de sopa caliente, si es que se podía llamar sopa a aquella bazofia.
Entró en aquella especie de posada y hospital buscando con la mirada a su conocido, sin encontrarlo. Después de vagabundear en todas direcciones, preguntó a un hombre que parecía el encargado del reparto de la sopa.
– Lo siento, buen hombre, hace mucho que vuestro amigo se marchó y no sé dónde podríais encontrarle. ¿Queréis un plato de sopa caliente? -le contestó solícito.
Enojado ante la respuesta, Mateo pidió una habitación para pasar la noche. Aquello era una contrariedad que no había previsto, algo que le obligaba a cambiar sus planes por completo. Había confiado en que su amigo le proporcionaría caballerías para emprender el viaje, necesitaba huir de la ciudad con rapidez. La idea de pagar por aquel servicio le ponía enfermo. Pero lo hubiera tenido que preveer, su amigo era un perfecto truhán que debía favores a más de la mitad de los habitantes de la populosa ciudad, y era muy propio de él huir sin pagarlos. Se echó en el catre, seguro de que iban a cobrarle una fortuna por la miserable habitación en que se encontraba, pero quería estar solo, poder pensar en lo que iba a hacer. La idea de compartir una habitación con algún maloliente parroquiano le repugnaba, y no se sabía nunca quién iba a tocarte de compañero. La última vez que había recurrido a aquel antro se había pasado la noche entera en vela ante los espantosos ronquidos de un mercader de lanas que apestaba, además, a rebaño de ovejas.
Estaba cansado de tanto correr y los párpados tendían a cerrársele de forma involuntaria. Echaría una breve siesta, quizás así podría pensar con más claridad. Unos suaves golpes en la puerta le obligaron a hacer un esfuerzo para abrir los ojos. «¿Quién demonios sería ahora? Si es ese estúpido insistiendo en que dé un donativo para el hospital, iba a acordarse durante mucho tiempo de quién era Mateo.» Se levantó pesadamente, le dolían las piernas y casi ni notaba los tobillos.
– ¡Ya os he dicho que no pienso daros nada, maldito pedigüeño, dejadme en paz! -gritó a través de la puerta cerrada.
– Lamento molestaros, señor -hablaba una voz educadamente-, pero me han dicho que os avise. El amigo al que buscáis está abajo, en el comedor.
Mateo despertó de golpe. Aquélla era una inmejorable noticia. Aquel bribón iba a pagarle hasta el último favor con intereses. Abrió la puerta y fue empujado sin miramientos, cayendo en el camastro con la sorpresa pintada en el rostro.
– Pero ¿qué significa esto?
– ¡Por fin! Mateo, no sabéis las ganas que tenía de conoceros.
Mateo abrió los ojos como platos, asombrado ante la irrupción de aquel intruso al que jamás había visto, aunque sí era cierto que algo de él le resultaba familiar. No había acabado de recuperarse de su modorra cuando un violento golpe en la mandíbula le devolvió al mundo de los sueños.
– ¡No está bien, nada bien! Andarán como locos buscándonos. ¡Esto es una auténtica locura, Abraham! -Frey Arnau estaba inquieto y nervioso, pero la obstinación de su amigo se había impuesto, y de nada habían servido sus advertencias.
– Estamos donde debemos estar, Arnau, donde se nos necesita.
El boticario exhaló un profundo suspiro de resignación ante lo inevitable, y se sentó en una silla cercana mientras observaba a su compañero. Llevaba horas pensando en la difícil situación en que se encontraban. Intentó recordar los hechos, desde aquella mañana en que estaban a punto de trasladarse a las estancias de Dalmau, en la Torre. Había recibido un aviso urgente para que se presentara en la puerta, alguien estaba empeñado en verle y juraba que no se marcharía de allí sin antes haber hablado con él. Bajó al portón con desconfianza para atender al visitante, que no era otro que el comerciante Camposines.
– Vos no me conocéis, frey Arnau, pero soy uno de los compañeros de viaje de Abraham, y necesito verlo urgentemente. Él me prometió que me ayudaría y es ahora cuanto más lo necesito y… -El hombre calló de pronto, sacudido por los sollozos.
Arnau, conmovido, lo condujo hasta una de las salas y le ayudó a sentarse, obligándole a tomar una copa de vino con especias. Recordaba las palabras de Abraham acerca de él, se trataba de un buen hombre que le había ayudado a trasladar a Bernard, pero Dalmau no entendía el motivo de la desesperación del comerciante.
– Amigo Camposines, decidme cuál es vuestro problema, quizá yo pueda ayudaros.
– Sólo Abraham puede ayudarme, frey Arnau. Necesito hablar con él.
– ¿Por qué creéis que Abraham está aquí?
– Un amigo suyo del Call me sugirió que preguntara por él en vuestra Casa. Allí no saben nada de él. Muchos creen que todavía está en Palestina, pero ¡Dios misericordioso, necesito encontrarlo!
– ¿Para qué lo buscáis? Perdonad mi indiscreción.
– Mi hijita, mi pobre hijita se está muriendo. He llegado demasiado tarde. ¡Señor, tanto esfuerzo y sufrimiento y todo es inútil! Es un castigo por no haber ayudado más al anciano judío y ahora él no está para ayudarme a mí. -Camposines, abatido, lloraba con una pena profunda y sin esperanza.