Capítulo VIII Fray Berenguer de Palmerola
«¿Sois hijo de dama y caballero, de linaje de caballeros y nacido de matrimonio legal?»
Las obras de construcción del gran convento dominico de Santa Caterina seguían su ritmo. Empezadas dos años antes, en 1263, el trabajo continuaba y se colocaban los fundamentos de lo que sería su gran iglesia. Los frailes se habían habituado al trajín constante de materiales y operarios de lo que se convertiría en el convento más grande de la ciudad. Fray Berenguer de Palmerola se hallaba enfrascado en una discusión con uno de los capataces, y aunque carecía de conocimientos en el arte de la arquitectura, estaba convencido de la importancia de sus opiniones y de la ineptitud de todos aquellos hombres que, día a día, y piedra a piedra, levantaban el edificio.
– ¿Una nave, una sola nave?
– Así fue diseñada y después aprobada, fray Berenguer, de eso hace veintidós años. -El capataz estaba irritado, intentando controlar su enfado.
– ¿Y este ábside? ¡No me diréis que va a tener siete lados! -Nos encontramos en una parte delicada de la construcción, fray Berenguer; como veis, el arranque de las vueltas obliga a una cuidadosa reflexión. Os ruego que no distraigáis a los operarios.
– ¡Que no…! ¡Cómo os atrevéis a dirigiros a mí en ese tono! Tendré que hablar seriamente con mis superiores, no os permito estas formas, vos no sabéis quién soy yo y no tolero faltas de respeto.
– Hablad con ellos, os lo ruego. Yo también lo haré.
Fray Berenguer dio media vuelta, enfurecido por las palabras del capataz, y se dirigió hacia los edificios del convento. Todavía no había conseguido contarle a su superior los entresijos de su viaje, y la espera le impacientaba. Sus propios hermanos no parecían estar interesados en los grandes riesgos que había sufrido e incluso le evitaban. Incluso su acompañante, fray Pere, había desaparecido de su vista desde el día de su llegada y desconocía dónde podía estar. Y qué decir de las obras que se prolongaban durante tantos años, una orden tan importante como la suya y viviendo en medio de cientos de operarios y miles de cascotes por todos lados. Era una vergüenza, aquello más parecía una cantera que la casa del Señor.
Cuando entró en las dependencias, le dieron aviso de que tenía una visita esperándole en el locutorio. Se quedó sorprendido, calculó que hacía unos veinte años que nadie venía a verle, y lleno de curiosidad marchó con rapidez hacia la Sala de Visitas. Una amplia sonrisa apareció en su rostro al contemplar a quien le esperaba.
– ¡Mi buen amigo, esto es un honor para mí, no tenía ni idea de que os encontrarais en la ciudad! -El fraile estaba encantado, su hosco carácter se había transformado en los más exquisitos modales.
– ¡Querido fray Berenguer! El placer de volveros a ver es para mí una grata sorpresa. Me enteré por casualidad que habíais llegado de un largo viaje, y encontrándome aquí, de paso, no quise dejar escapar la oportunidad de saludaros.
– ¡Es un honor, caballero, un gran honor! Cuando fuimos presentados, no creí jamás que volvierais a acordaros de este pobre fraile.
– No seáis modesto, amigo mío, nos dejasteis realmente impresionados de vuestros conocimientos y sabiduría.
– Por favor, tomad asiento, caballero. ¿Puedo ofreceros algo de beber?
– Sois muy amable, fray Berenguer, gracias pero por ahora mi sed es escasa. En realidad, quiero confesaros que en cuanto oí que estabais en la ciudad, el cielo se abrió ante mí. Sólo vos podéis ayudarme, querido amigo. Tengo un desagradable problema y necesito de vuestros sabios consejos.
– Me sobrevaloráis, caballero, soy sólo un simple fraile. -Vos y yo sabemos que eso no es cierto. Deberíais estar en un cargo digno de vuestra estatura moral, hermano. No comprendo cómo vuestra orden no se beneficia más de vuestros estudios y de vuestra competencia. Quizás es que sois demasiado humilde y dado al recogimiento.
– Sois muy amable conmigo, caballero. Os ayudaré en todo lo que pueda. -Fray Berenguer rezumaba satisfacción por todos sus poros, los halagos habían hecho mella en él.
– Veréis, es un asunto sumamente delicado, una misión diplomática difícil. Me han enviado tras la pista de un hombre muy peligroso, uno de los enemigos de nuestro querido rey Luis. Nos han llegado rumores de que se está preparando algo contra la vida de mi señor, Dios no lo permita, y me encuentro en un momento decisivo.
– ¡Por todos los santos! No puedo creer que sucedan tales cosas.
– El diablo anda suelto en estos tiempos, fray Berenguer, vos lo sabéis tan bien como yo y es una lástima que el resto del mundo parezca tan poco interesado… Por eso he pensado que vos podríais ayudarme. Mi señor, Carlos d'Anjou, el amado hermano de nuestro rey, me comentó que sería una suerte contar con vuestra ayuda, y aquí estáis, como si de un milagro se tratara.
– ¡Bendito sea vuestro señor, caballero, disponed de mí! -El hombre que busco es judío, un médico judío, y creo que goza de buena reputación en vuestra ciudad, hermano Berenguer.
– ¡Esa maldita raza de asesinos de Nuestro Señor! Nuestro rey es demasiado tolerante con ellos, le engañan con el brillo del oro, caballero. No podéis imaginar mis continuas plegarias para que esa convivencia se acabe.
– ¡Cuánta razón lleváis, fray Berenguer, cuánta razón y ya veis lo incapaces que somos de solucionarlo! Veréis, ese hombre se llama Abraham Bar Hiyya y ha desaparecido de su casa desde hace dos días. Nadie sabe nada, dicen que está fuera de la ciudad. Pero ¿cómo voy a creer a gente tan dada al engaño?
Fray Berenguer abrió la boca, como si se estuviera ahogando, con la sorpresa pintada en el rostro.
– ¡Es increíble, realmente increíble, caballero!… Como si el Señor guiara nuestro camino para encontrarnos. ¡Un milagro!
– ¿Acaso sabéis alguna cosa que pueda ayudarme, amigo mío?
– Ese hombre que buscáis viajó conmigo desde Chipre hasta llegar a la ciudad. ¿No lo creéis milagroso? Claro que vi enseguida que no era de confianza, sólo poner un pie en la nave descubrí rápidamente que era un hombre peligroso. Incluso llegué a quejarme al capitán por obligarnos, a nosotros, cristianos, a viajar en compañía tan detestable, pero ya sabéis cómo son estos venecianos. Los conocéis muy bien, me temo.
– ¡Por el dulce nombre de Nuestro Señor! Tenéis razón, es casi un milagro, los propios ángeles me han guiado hasta vos. Sois la respuesta a mis plegarias, fray Berenguer, la persona adecuada para ayudarme. -Robert d'Arlés cogió las manos del fraile entre las suyas, en un intento de besarlas con veneración.
– ¡Oh, no, no, mi buen caballero, no hagáis eso! Vos un caballero tan importante, el mejor amigo de nuestro cristianísimo señor Carlos, el más fiel servidor del buen rey Luis. ¡Soy yo quien tendría que inclinarse ante vos!
Era ya noche cerrada y las calles estaban vacías, en la lejanía se escuchaba a los borrachos, perdidos y desorientados, sin encontrar el rumbo de vuelta a casa. Guillem avanzaba hacia la seguridad de su encomienda con la única idea de desaparecer en su camastro y dormir durante tres días seguidos. No pensar en nada, dejar la mente en blanco sin que un solo pensamiento le turbara. Pero algo le puso en aviso, casi de forma inconsciente. El cansancio desapareció de inmediato y todo su cuerpo se puso en tensión. Alguien le estaba siguiendo, sin lugar a dudas, alguien de su oficio, con la habilidad especial que procuraba un buen adiestramiento y que sólo una fina intuición educada podía percibir.
«Bien -pensó-, otra noche sin sábanas.» Mantuvo el ritmo de sus pasos sin variación, su perseguidor no debía descubrir que le había descubierto. Cambió el rumbo, alejándose de la Casa del Temple, en dirección a la pequeña plaza de Santa Maria y se internó en la callejuela de los Baños Viejos. Reflexionaba en cuál sería el mejor camino para sorprender a su perseguidor, desconocía sus intenciones y por el momento era sólo un leve murmullo a sus espaldas. Pasó el edificio de los Baños y giró a la izquierda, entrando en un oscuro callejón, percibiendo casi al instante la silueta de una puerta medio abierta por la que se coló. Un ronco gruñido de aviso provocó su sobresalto. Un cerdo de considerable tamaño le observaba tras su cerca, inquieto ante la llegada del intruso. Entornó silenciosamente la puerta hasta dejar un delgado resquicio, casi invisible en la oscuridad, y quedó a la espera, inmóvil, agradeciendo interiormente la imprudencia de los propietarios. No eran buenos tiempos para olvidar cerrar las puertas y mucho menos con animales a la vista, pero unos jadeos y el crujido de la madera por encima de su cabeza le hicieron sonreír: tenían una buena razón para el olvido.