Guillem calló, absorto en sus propios pensamientos. La autoridad del Papa fluye directamente de Pedro, pensaba, y a la Iglesia de los primeros tiempos, sacudida por graves enfrentamientos internos, le convenía aceptar aquella verdad, la resurrección del Cristo como un hecho real y literal. Los beneficios eran inmensos, un inmenso poder sobrenatural, de ultratumba, que les ofrecía el poder absoluto sobre la masa de creyentes. Un poder para unos pocos escogidos…
– ¿Qué creía Bernard de todo esto, Bretón. -El joven buscaba la seguridad del maestro.
– Bernard creía en la vida y en la existencia irrefutable de los espías papales. -Jacques soltó una carcajada-. Déjalo, muchacho, no conseguirás nada por este camino, da media vuelta y entra en tu interior, allí están las respuestas.
– Bernard está orgulloso de ti, Guillem… -La voz de Mauro los sobresaltó, ambos creían que el anciano dormía.
– Abraham y Arnau ya habrán vuelto a Barcelona -murmuró Guillem, llenando de nuevo su copa.
Se envolvió en la capa oscura, el vino le proporcionaba una agradable calidez y le protegía del frío helado que se había instalado en su interior. Subía en suaves oleadas por su garganta, destellos azules en su mente. Estaba flotando en la estancia sin esfuerzo…, el Bretón estaba acurrucado junto al fuego como una vieja, el inmortal Mauro dormía con los ojos abiertos, las cenizas de Bernard Guils soñaban en su caja de madera tallada. El frío desaparecía y una dulce modorra le invadía, meciéndole, suspendido en el aire. Un rostro se acercaba a él envuelto en una lluvia de pétalos rojos. «Timbors, Timbors…»