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– ¡La cueva de los secretos! -musitó Mauro.

– No tocaremos nada, no miraremos nada. Sólo haremos lo que hemos venido a hacer -instruyó Guillem.

Sacó de su camisa un paquete cuidadosamente atado y protegido con brea y tendió una mano a Abraham. El anciano judío, rebuscó entre sus ropas y le entregó el Manuscrito de Nahmánides, envuelto en varias capas de tirante cuero. El joven miró a su alrededor, pero Arnau se le había adelantado, ofreciéndole un paño blanco, con la cruz del Temple bordada en rojo, en uno de sus costados, y unos cordeles dorados. Con un gesto, le indicó uno de los nichos. Cuidadosamente apilados, paños blancos y cordeles dorados, parecían soñar el momento de descubrir su utilidad. Guillem escogió uno de los nichos vacíos y se apoyó en él, envolvió con delicadeza ambos objetos -Nahmánides y los pergaminos de Guils, hermanados en el secreto- y los ató con firmeza. Después los colocó en el nicho y se retiró unos pasos.

Abraham se acercó y besó el paquete.

– Buena suerte, querido amigo, aquí estarás seguro -dijo en un murmullo suave y bajo.

Los cuatro permanecieron unos minutos allí, contemplando el fruto de su aventura, en silencio. Después, volvieron sobre sus pasos y salieron al estanque, cerraron de nuevo la losa y se encaramaron a los veintiún escalones, aferrándose a la peana. Volvieron a girar la llave, pero esta vez el estrépito no les sobresaltó. El agua subía con la misma rapidez que había desaparecido, apoderándose de sus ropas, impregnando sus helados huesos. Nadaron hacia la orilla del estanque, exhaustos, tirados sobre la hierba, intentando recuperar la respiración.

Guillem apretaba la llave en su mano, mientras el estanque volvía a su tranquila apariencia, sus aguas rizadas por una ligera brisa.

En un muelle abandonado en la playa, cerca de la ciudad de Marsella, tres hombres se reunían cerca del fuego. Pan, queso y uvas ocupaban parte de la mesa y el vino corría con generosidad. Jacques el Bretón se levantó para sentarse en el suelo, cerca del fuego. Tenía frío en el cuerpo y en el alma. Mauro, en un rincón, parecía amodorrado, con una jarra balanceándose en sus rodillas.

Guillem seguía hablando:

– Entonces encontré los pergaminos de Guils, en el Santuario Madre, donde él los había guardado. Eran tres documentos, en realidad. Dos pergaminos eran muy antiguos, uno escrito en arameo y el otro en griego. El tercero estaba en latín, con el sello de la orden, escrito hace setenta y siete años. Por comodidad, decidí empezar por éste. Era un informe de las excavaciones en el templo y ofrecía con todo detalle el resultado de un hallazgo especial, el descubrimiento de una tumba real. Explicaba las medidas de un sepulcro, construido con una piedra parecida al mármol, en perfecto estado de conservación. Por sus inscripciones, en arameo, descifraron que el cuerpo allí exhumado pertenecía a un tal Joshua Bar Abba, para nosotros, Jesús Hijo del Padre, perteneciente a la línea davídica y por lo tanto de linaje real. Su cuerpo mostraba indicios de haber sufrido crucifixión y tenía las piernas rotas. Dentro del sepulcro, encontraron los pergaminos: el texto arameo era el resumen de un juicio, llevado a cabo por los romanos, y que un escriba del sanedrín había abreviado para información de los sacerdotes. Se acusaba a Joshua Bar Abba de sedición y rebelión contra Roma, de encabezar innumerables revueltas contra el Imperio, de cobrar diezmos e impuestos y de practicar la delincuencia junto a sus tropas. La condena era a muerte por la cruz, junto a dos de sus lugartenientes. El escriba del sanedrín añadía otros datos más, a instancias del sumo sacerdote: la constatación de dos ataques al templo de Jerusalén, agresiones a cambistas, mercaderes y peregrinos, que señalaban igualmente a Joshua Bar Abba y sus tropas como autores de los delitos. El texto griego es una traducción de todo lo anterior. En un añadido posterior de nuestro documento latino, dando cuenta del resultado de las excavaciones, se asegura que todo volvió a dejarse en el mismo lugar en que se había encontrado, tapiando la cámara mortuoria y abriendo un pasadizo desde allí hasta el almacén de grano de la explanada del Templo, cerca de las caballerizas. Y volvieron a tapiar la entrada. Otro breve apunte afirma que un año antes de caer Jerusalén de nuevo en manos musulmanas, el sepulcro fue trasladado, con gran secreto, a San Juan de Acre, «en espera de que el Consejo tome una decisión», textualmente. No hay firmas ni nombres, sólo el sello templario, nada más.

Jacques no se había movido. Le escuchaba sin mirarle, junto al fuego.

– Hubo rumores, hace muchos años -dijo en un murmullo casi inaudible.

– ¿Quieres decir que sabíais algo de todo esto, Jacques? -Quiero decir lo que he dicho, muchacho. Oímos rumores de que había un secreto, algo muy peligroso de conocer, algo que podría salvar o destruir nuestra orden.

– ¿Y crees que es verdad, que no se trata de una nueva falsificación, que son documentos auténticos? -Guillem parecía esperar la respuesta del Bretón.

– Te daré dos respuestas a eso, puedes quedarte con la que más te plazca. Hace años, me explicó un hombre muy sabio que me encontré en Alejandría, que en el siglo cuarto después de la muerte de Cristo los mandatarios de la Iglesia ordenaron realizar multitud de copias de los textos considerados sagrados, y destruyeron los originales. No contentos con ello, copiaron y mutilaron obras de historia y filosofía. Siempre según él, estos mismos personajes reescribieron la historia y la adecuaron a sus intereses. Con el tiempo eran tantas las falsificaciones y las contradicciones, que ni ellos mismos podían recordar dónde empezaba la verdad y terminaba la mentira. Este hombre del que te hablo creía que el poder necesita mentir para conservar sus privilegios y que todo esto no era más que un grano de arena en la gran historia de la infamia.

– ¿O sea que crees que los pergaminos son auténticos?

– Mi segunda respuesta, muchacho -continuó Jacques sin levantarse-, es que soy un simple servidor del Temple, que no me importa la verdad o la mentira, cuando están tan íntimamente mezcladas que, siendo opuestas, resultan iguales. Soy viejo, Guillem, he aprendido a soportar la mentira del poderoso, pero soportar no es creer.

– ¿Te das cuenta de lo que representa, de lo que significa este hallazgo, Jacques? Todo el poder de Roma, de la Iglesia, se basa en la resurrección de Cristo, en el privilegio de los primeros doce apóstoles, con los que compartió el misterio.

– Deja de pensar, muchacho, te volverás loco -atajó Jacques, con un gesto de malhumor.

Los doce apóstoles fueron los únicos que conocían la verdad, y la autoridad de Roma, del Papa, emana directamente de ellos, de su experiencia. Pedro fue el primer testigo de la resurrección. ¿Y si mintieron? -Guillem parecía pensar para sí, concentrado en sus propias reflexiones, ajeno a la expresión de indiferencia del Bretón-. ¿Te das cuenta, Jacques? Esa resurrección convirtió a ese selecto grupo de apóstoles en un poder incontestable. Nadie podía acceder a Cristo si no era a través de ellos y de sus continuadores, hasta ahora.

– ¿Y qué importancia puede tener todo ello, Guillem?, ¿qué demonios importa ahora? ¿Tan vital es descubrir quién mintió? Alguien lo hizo, de eso no hay duda, pero es posible que ellos hablaran en un sentido simbólico, no real, del momento de la muerte como una resurrección espiritual, de iluminación.

– Y alguien lo transformó en un instrumento de poder -puntualizó el joven con el ceño fruncido.

– ¿Y qué, Guillem, qué cambia esta teoría? El mundo avanza mentira sobre mentira, así ha sido desde el principio de los tiempos, y así continuará, el poder es el eje sobre el que bailamos, muchacho, ¡deja de atormentarte!

– Ninguna de estas respuestas me sirve, Jacques.

– Está bien, lo comprendo, pero no tengo otras. Tendrás que construir tus propias respuestas, chico, y actuar en consecuencia.

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