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Repasó, cuidadosamente, las cuerdas que sostenían los fardos repletos de materiales colorantes, pigmentos de los más variados colores, un hermoso arco iris cromático que embellecería pieles y tejidos y que los artesanos del tinte, con sus conocimientos, se encargarían de fijar en telas de tonalidades extraordinarias.

Llevaba un año fuera de casa, viajando por países remotos, tras la pista de aquellas materias de colores y texturas diferentes. Le gustaba su trabajo, le permitía conocer países y gentes diversas y abría su corazón y su mente. En Occidente se juzgaba con demasiada rapidez, con excesiva crueldad, pensó, en tanto observaba al anciano judío sentado en la popa de la nave.

Sus viajes le habían proporcionado otra forma de contemplar a sus semejantes. Había conocido a toda clase de gente, personas sencillas, preocupadas por el bienestar de su familia, por su salud, por su trabajo… igual que en todos los lugares. ¿Qué importancia podía tener el nombre del Dios que cada uno adoraba?

Acarició los fardos pensando en su mujer Elvira, en sus ojos de un gris profundo semejantes a las aguas de un lago en otoño. Amaba a su mujer desde el primer día en que la vio, en una de las innumerables ferias que por aquel entonces recorría. Amaba su fortaleza, la alegría con la que se enfrentaba a la vida y recordó su voz, sus risas. No habían tenido muchos motivos de alegría en los últimos años, la enfermedad de su hija había hecho decaer el ánimo de toda la familia. Y ése era uno de los motivos de aquel interminable viaje, conseguir el dinero necesario para poder pagar a uno de los mejores médicos.

Hacía un año que Ricard Camposines había jurado que su familia no volvería a pasar privaciones nunca más y nadie de aquella maldita tripulación conseguiría que su misión fracasara. Recordar aquella determinación le hizo sentirse un hombre nuevo.

Subió de nuevo a cubierta, indiferente a cómo el capitán veneciano lo observaba irónicamente. No le gustaba aquel tipo ni su mirada de ave carroñera, lista para atacar en el momento más propicio. Se acercó al lugar donde reposaba el anciano judío y le saludó cortésmente. Había observado el comportamiento de los dos frailes dominicos, su obsesión por evitar a Abraham, como si éste sufriera la peor de las pestes y pudiera contagiarles. Dudó unos instantes, al propio Ricard le asustaba acercarse a él, atemorizado por si aquellos dos frailes le vieran hablar o aproximarse demasiado al anciano judío. Les creía capaces de todo, incluso de acusarle de connivencia con los infieles tan sólo por darle los buenos días a Abraham. Deseaba mantener con él una conversación intranscendente y superficial sobre la última tormenta, o hacerle notar el azul brillante y oscuro que tenía el mar a esa hora y comentarle lo hermoso que sería poder teñir una tela con ese color.

Pero no lo hizo y pasó de largo, sin detenerse. Su conciencia se entristeció, aunque escuchó con atención a su mente que le aconsejaba prudencia, porque el viaje estaba llegando casi a su fin y no podía arriesgar tanto esfuerzo por un anciano judío que parecía absorto en sí mismo.

Estiró sus miembros entumecidos y respiró hondamente el aire marino, limpio y transparente, que dio energía a sus pulmones. Se dispuso a dar su paseo diario por cubierta para que sus piernas no olvidasen la función para las que estaban hechas.

Vio a Bernard Guils, apoyado en la popa, como si contemplara todo aquello que se alejaba con pesar, indiferente a todo lo que se aproximaba. A los dominicos en proa, alejados todo lo físicamente posible del viejo judío, rezando sus oraciones, sin dejar su vigilancia. Observó el movimiento de sus labios pendientes de la letanía, en tanto sus mentes y sus miradas prescindían de la plegaria, atentos al mundo exterior. También vio a Arnaud d'Aubert, junto al capitán, contándole una de sus innumerables hazañas en donde él mismo era el principal protagonista, y que no se cansaba de repetir a quien quisiera escucharle. «Éste sí tiene pinta de mercenario -pensó Camposines-, éste y no el otro que dice que lo es. Las apariencias siempre engañan.»

Dio por acabado su paseo y volvió a bajar a la bodega. No iba a permitir que ningún fardo se rompiera, ni que un gramo de su preciosa carga quedara abandonado en aquella maldita nave. Ni hablar, si de él dependía, eso no iba a suceder.

El capitán Antonio d'Amato escuchaba, indiferente, el relato de Arnaud d'Aubert. No creía una sola palabra del discurso del provenzal, ni tan sólo que lo fuera, había trabajado, tratado e incluso matado a muchos provenzales para creerse a aquel charlatán. Sordo a su torrente de palabras, le observó con detenimiento. Era de estatura mediana y muy delgado, aunque bajo la camisa se adivinaba una musculatura tensa, preparada para la acción. Poseía unos ojos claros, azules o grises, desvaídos, aunque en ocasiones un destello de crueldad asomara en ellos. Y después estaba la cojera, aquel andar arrastrando levemente la pierna izquierda. Según D'Aubert, era una vieja herida de guerra, una flecha musulmana que le había atravesado el muslo. Pero D'Amato dudaba mucho de la veracidad de aquella historia, incluso de la propia cojera. Había observado que en algunas ocasiones desaparecía totalmente, y que D'Aubert se levantaba con excesiva rapidez para un tullido. El veneciano no tenía ni idea de por qué un hombre sano finge no serlo, y no le importaba en absoluto. Únicamente pensaba que tal disimulo no podía esconder nada bueno.

El capitán tenía ganas de llegar a puerto y deshacerse de toda la carga de pasajeros que había embarcado en Chipre. No le gustaba aceptar viajeros excepto que ello le reportara beneficios interesantes, y era necesario tener la bolsa muy repleta para satisfacer sus exigencias. Por eso le sorprendió encontrar a tantos pasajeros dispuestos a soltar sumas tan importantes sin una sola queja ni un intento de regateo. Era un caso asombroso, meditó, tantos a la vez y en una misma dirección: Barcelona… nunca había encontrado tantos pasajeros y con los bolsillos tan rebosantes, y eso que llevaba muchos años dedicado a la navegación y al transporte.

En el puerto de Limassol era tiempo de embarque de peregrinos hacia Tierra Santa, aunque el negocio estaba a la baja a causa de las hostilidades en el Mediterráneo. Aquel puerto se había convertido en refugio de comerciantes y náufragos sin destino, y de esos últimos había demasiados y de todas las nacionalidades. El lucrativo negocio de las Cruzadas, tan rentable durante años para los venecianos, estaba en sus peores momentos y la guerra abierta entre las repúblicas italianas no mejoraba la situación. El peor problema para D'Amato en aquellos momentos no era encontrarse frente a una flota egipcia, sino frente a una sola nave genovesa.

Ningún monarca cristiano estaba interesado en salvar Tierra Santa, sus intereses estaban en Occidente, en afilar sus espadas para apoderarse de los restos del gran Imperio alemán, una vez muerto Federico, el último emperador HohenstaufFen. «Los buitres se pelean por cada trozo de despojo -meditó D’Amato-. Pronto se devorarán entre sí y será un buen momento para mí.» De todas maneras no se podía quejar, la guerra comercial contra Génova le había reportado grandes beneficios y, por lo que parecía, iba a poder continuar con el saqueo.

No soportaba a los genoveses, ni a los pisanos; en realidad, D'Amato no soportaba a casi nadie.

Demasiados pasajeros, volvió a mascullar con malhumor. Su mente regresaba al punto de partida, pero faltaba muy poco para llegar a Barcelona y había sido una buena ganancia desviarse de su ruta hacia Venecia. Pensó en las hermosas piedras preciosas que el viejo judío le había entregado en pago a su pasaje. Sacaría una buena tajada por ellas en cuanto llegara a casa, una cantidad equivalente a seis viajes como aquél en el mercado marítimo. Mucha prisa debía de tener aquel judío para volver a casa o quizás era tan rico que no le importaba gastar una suma semejante. De todas maneras, los motivos de sus pasajeros eran la última preocupación del veneciano.

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