En proa, las oraciones no lograban tranquilizar el ánimo de fray Berenguer de Palmerola. Había sido un viaje de pesadilla, en medio de bárbaros que se llamaban a sí mismos cristianos. Jamás hubiera tenido que aceptar aquella misión, pero su ambición se había impuesto con fuerza, pensando que un encargo de aquella naturaleza le haría brillar a los ojos de sus superiores. Finalmente comprobarían su innata valía, su inteligencia, menospreciada durante demasiado tiempo entre las paredes del convento.
Sus conocimientos de árabe y hebreo, que él había considerado el punto de partida para una brillante carrera, le habían encerrado en bibliotecas, aferrado a una pluma y traduciendo aburridos textos que nadie leería. Se había sentido decepcionado y encolerizado ante la indiferencia de sus superiores -que no apreciaban sus extraordinarias dotes como predicador-, y sus súplicas para ser enviado en misiones de conversión habían sido repetidamente denegadas.
Pero había creído que llegaba su hora cuando su superior le llamó para encargarle aquella delicada misión hacía ya dos años. Debía trasladarse a la corte del Gran Khan mongol y ponerse en contacto con los cristianos que allí había. Le sorprendió saber que entre aquellos salvajes pudiera haber hermanos de fe, pero su superior le comunicó que se trataba de una secta cristiana primitiva, llamada de los Nestorianos, y que la propia madre del Khan y su esposa principal pertenecían a dicha religión. Se enteró también de que los mongoles habían destruido los principales nidos de los infieles musulmanes, que habían caído ciudades como Bagdad, Alepo y Damasco. Era el momento adecuado para emprender aquel viaje y entablar relaciones con el pueblo mongol, y su superior quería un informe completo de la situación.
A pesar de su edad, fray Berenguer emprendió el viaje con la fe de un soldado y la ambición de un príncipe. Soportó las penalidades imaginando que iba a convertirse en la figura más admirada, que todas las tribus mongolas se rendirían ante sus inspiradas palabras, y que el propio Papa suplicaría su ayuda. Hasta era muy posible que llegara a alcanzar la cima más alta dentro de su orden de Predicadores. Por fin, después de tantos años, iba a demostrar su gran talento.
Pero ninguno de sus sueños se había cumplido y el viaje pronto se convirtió en su peor pesadilla. Desde el principio, el Gran Khan se negó a recibirle, ordenándole de forma obstinada que se entrevistara con su hermano, el Ilkhan Hulagu. Nada pudo hacer para convencer al soberano mongol de la importancia de su visita, ni tan sólo cuando, en un arranque de desesperación, juró que le enviaba el mismísimo Papa y que su negativa a recibirle podría acarrearle la excomunión. El Gran Khan no pareció conmoverse lo más mínimo.
Durante un año había esperado la audiencia con el Ilkhan Hulagu, entonces concentrado en conseguir una alianza con los bizantinos, y cuando lo consiguió, sus encendidas palabras no causaron un gran efecto, más bien una cortés indiferencia y el consejo de que lo mejor sería que hablara con su primera esposa, la emperatriz Dokuz Khatum.
Fray Berenguer había quedado escandalizado ante el comportamiento de aquella secta de mal llamados cristianos, de su ignorancia y del libertinaje de sus eclesiásticos, de sus bárbaras ceremonias y de su tolerancia hacia otras religiones herejes. Se había apresurado a escribir a su superior un informe incendiario, notificando que la única solución para aquel pueblo de salvajes era que una lluvia de azufre los borrara de la faz de la tierra, que no había salvación posible para ellos y que la orden de Predicadores haría bien ahorrándose aquel penoso viaje.
«Aniquilarlos completamente -pensó en tanto la plegaria salía de sus labios-, ésa era la respuesta.» Si él, con su talento indiscutible, no había podido convencerlos del error en que vivían, nadie iba a conseguirlo, de eso estaba totalmente seguro. Sentía una gran rabia y frustración, aquellos malditos nestorianos, que con sus ritos humillaban la liturgia romana, se habían convertido en un obstáculo para su carrera. Ni tan sólo había esperado la contestación a su carta, ya que podía tardar meses, y no estaba dispuesto a seguir en aquella tierra de pecado. Más que partir, había huido lleno de cólera y rabia.
Lo único que le faltaba era verse obligado a compartir el escaso espacio de aquel maldito barco con un repugnante judío, que pronto se convirtió en blanco de sus iras. Fray Berenguer ni siquiera reparaba en el resto de pasajeros porque su mirada se había concentrado, desde el principio, en el venerable anciano que para él representaba toda la mezcla pecaminosa de vicios y herejías que había encontrado entre los mongoles. Para él, no había la más mínima diferencia.
Para su compañero, fray Pere de Tever, esta postura había representado un grave problema desde el principio. La intransigencia y el fanatismo de fray Berenguer habían sido malos compañeros de viaje. Sin embargo, su función era la de un simple ayudante además de que, dada la edad de su hermano en religión, más parecía una muleta que un secretario. Su juventud le inclinaba hacia la curiosidad y la excitación de un viaje como aquél, y se había sentido cómodo entre el pueblo mongol. Le había sorprendido la gran tolerancia que existía en aquella corte y las múltiples embajadas de países remotos en espera de audiencia, le habían permitido ocupar muchas horas en conocer a gente diferente y de costumbres tan opuestas. Estaba fascinado por la religión del Gran Khan, el chamanismo, con su creencia de que existe un solo Dios, al que se puede adorar de muchas formas diferentes. Perplejo, contempló cómo el Ilkhan Hulagu asistía a diferentes ceremonias religiosas -budistas, cristianas, musulmanas- con el mismo respeto que le merecía la suya propia.
De todo ello no había dicho ni una palabra a fray Berenguer que, desde el principio, se había negado a aceptar cualquier hecho positivo allá donde fueran. Criticaba ferozmente la comida, la vestimenta e incluso la tradicional cortesía mongol. La propia emperatriz Dokuz Khatum quedó desagradablemente sorprendida ante la violencia de sus argumentos, aunque le escuchó con amabilidad, y no volvió a recibirle, a pesar de los ruegos del joven fraile y de la ira de fray Berenguer, ciego ante todo aquello que no fueran sus propias creencias.
En realidad, los mongoles dejaron a su viejo hermano hirviendo en su propia rabia y frustración, negándose a escuchar sus palabras y, al mismo tiempo, tratándole con suma amabilidad. Y eso había sido lo peor, aquella cortesía era cien veces peor que la tortura y el martirio para su intolerante hermano. Por otro lado, fray Pere de Tever no había conocido nada igual en su corta vida. Como hijo segundón de una familia de la nobleza rural, había sido entregado a la orden de Predicadores con diez años y había crecido entre las paredes del convento, pensando que su vida permanecería inmutable, de la misma manera. Desde muy joven demostró un gran talento para el estudio y el aprendizaje de las lenguas: el latín, el griego, el árabe, el hebreo. Le apasionaban las bibliotecas de los monasterios, la traducción de antiguos y olvidados libros, y durante mucho tiempo pensó que su futuro estaba allí. Al cumplir dieciséis años, su orden lo enviaba de monasterio en monasterio a copiar algún pergamino, a traducir un texto o simplemente a averiguar el número de libros que poseía alguna gran biblioteca conventual. Y le gustaba su trabajo, le gustaba mucho.
Cuando su superior le comunicó la orden de emprender aquel viaje, su ánimo se inquietó y la perturbación se adueñó de él. No conocía de la vida nada más que el orden estricto del convento y del mundo exterior sólo los rumores de grandes peligros que murmuraban los frailes de más edad. Pero toda su turbación desapareció por arte de magia, cuando embarcó en Marsella rumbo a lo desconocido. La vida agitada de la travesía, el aire marino que le impregnaba los pulmones como nunca antes nada le llenó, la visión de la inmensidad de océanos y estepas, todo ello le transmitió el sentimiento de lo minúsculo que era el mundo de donde procedía. Su realidad se ampliaba a cada paso que daba y su mente se enriquecía ante el estallido de colores, lenguas y costumbres que conocía.