Se paró en seco, deteniendo el ritmo de sus pensamientos. Tenía la desagradable sensación de que alguien lo seguía, pero sólo logró observar, en medio de la creciente oscuridad, un juego de sombras dispersas, casi inmóviles. Hubiera jurado que en tanto se giraba, la sombra de un aleteo de capa se había movido a sus espaldas, desapareciendo en un instante y disolviéndose en un rincón oscuro, como un espejismo. El silencio era total, vacío de cualquier sonido familiar.
Abraham apresuró el paso, ciñéndose la capa a su delgado cuerpo. Un escalofrío le había recorrido la espina dorsal y estaba seguro de que no era a causa del frío, era simplemente miedo. Se reconoció asustado, muy asustado y demasiado viejo para aquel tipo de experiencias. En la penumbra, a pocos pasos, reconoció la imponente mole de las torres del Temple y respiró aliviado, ellos sabrían qué hacer y cómo actuar.
Una sombra extraña se dibujaba en un muro sin que luz alguna ayudara a proyectarla. Parecía una mancha de la propia piedra, castigada por las lluvias de siglos. Cuando Abraham desapareció por el portón del Temple, una brisa silenciosa arrancó la sombra de la piedra, desvaneciéndose.
Capítulo III Guillem de Montclar
«Primeramente, os preguntaremos si tenéis esposa o prometida que pudiera reclamaros por derecho de la Santa Iglesia. Por que si mintierais y acaeciera que mañana o más tarde ella viniera aquí y pudiera probar que fuisteis su hombre y reclamaros por derecho de la Santa Iglesia, se os despojaría del hábito, se os cargaría de cadenas y se os haría trabajar con los esclavos. Y cuando se os hubiera vejado lo suficiente, se os devolvería a la mujer y habríais perdido la Casa para siempre. Gentil hermano, ¿tenéis mujer o prometida?»
Se levantó del banco de piedra y volvió al ventanuco. Exactamente seis pasos, multiplicado por las veinte ocasiones en que había hecho el trayecto, daba como resultado ciento veinte pasos. Y como en las veces anteriores, echó un vistazo al exterior. Contempló la torre del monasterio de Sant Pere de les Puelles, la que llamaban «Torre dels Ocells», aquel enorme convento había dado vida a todo un barrio. Tierras y molinos, muchos molinos cerca de las aguas de la corriente del Rec Condal.
El molino en que se encontraba, propiedad del Temple, había sido punto de encuentro de innumerables citas con Guils, porque era uno de sus lugares favoritos para tratar de temas delicados.
– Verás, muchacho, ¿a quién se le puede ocurrir que dos malditos espías como nosotros, se reúnan en este viejo molino? Además como es nuestro, todo queda en familia y nadie nos va a molestar, pensarán que somos miembros selectos del sector jurídico de la orden, enredados en algún pleito con las monjas del monasterio por cualquier trozo de tierra, como siempre -le comentó Guils con sorna, al ver su expresión perpleja la primera vez que quedaron citados allí.
No era un mal lugar, había reconocido Guillem, un espacio tranquilo y bastante solitario a excepción de las inquisitivas miradas de sus hermanos del Temple que se ocupaban del molino. Sin embargo, en aquel momento Guillem de Montclar estaba realmente preocupado por la tardanza de su superior. No era habitual que éste llegara tarde a una cita y recordó los consejos de Guils referentes al tema.
– Una demora de quince minutos es motivo de grave preocupación, y media hora equivale a la alerta máxima y a prepararse para correr en dirección contraria. Métetelo en la cabeza, chico, es posible que alguna vez te salve la vida. -Guils le insistía, una y otra vez, en tono doctoral.
Sin embargo, habían pasado cuatro horas y Guillem seguía allí, pegado al ventanuco, negándose a aceptar que hubiera podido pasar algo grave, algo realmente grave.
Pensó en Bernard Guils. Trabajaba con él desde hacía cinco años y había sido su mentor, su maestro de espías, todo lo que sabía se lo debía a él. Representaba la figura paterna que jamás había conocido o que ni siquiera podía recordar. Su padre había sido asesinado cuando él contaba apenas diez años y su madre se había acogido a la protección del Temple de Barberá, el lugar de donde procedía su familia. Berenguer de Montclar, su padre, pertenecía a la nobleza local y siempre había sido un hombre del Temple, un fiel servidor de la orden y por ello, a su muerte, los templarios se habían hecho cargo del pequeño Guillem, de su educación y de su vida. Se habían convertido en su única familia conocida. Cuando cumplió catorce años, resolvió un extraño caso que tenía a su orden muy preocupada y sus maestros observaron en él una capacidad especial, un «sexto sentido», como decía su tutor. No tardaron en ponerle en manos de Guils.
La ausencia de Bernard se le hacía insoportable y una profunda perturbación interior le mantenía paralizado. «Guils, Guils, Guils, dónde demonios te has metido», pensaba con la inquietud y el miedo inundándole el ánimo. No era posible que le hubiera sucedido nada malo, a él no, podía con todo, era la persona con más recursos que había conocido en su corta vida, el más listo. Intentaba por todos los medios hallar una respuesta lógica y razonada a aquella demora, y no la encontraba.
Hacía poco más de un mes que Guillem había recibido instrucciones de Guils a través de un emisario tunecino. Estaba en la encomienda de Barberá, adonde Bernard solía enviarlo para que se tomara un respiro: «A las raíces -le decía-, húndete en las raíces para no olvidar quién eres». El mensaje cifrado no daba muchas explicaciones, como siempre, sólo las necesarias. Era un transporte prioritario con el sello de la más alta jerarquía. Sabía el día probable de la llegada de la nave de Guils, siempre que no hubiera tormentas o huracanes, naufragios o asaltos de los piratas. Por esta razón, llevaba una semana en la ciudad, vagabundeando por el puerto y la zona marítima, escuchando rumores y avisos de la llegada a puerto de las diferentes embarcaciones. Sabía que Bernard viajaba en un barco veneciano porque estaba convencido de la capacidad de los venecianos para no ver nada más que aquello que les era necesario: una buena bolsa bien repleta y no habría preguntas ni interrogatorios. Y también sabía algo que hubiera preferido ignorar: que Bernard Guils no iba a aparecer por el molino, algo terrible había sucedido y tenía que ponerse en marcha de inmediato. Ya no importaba el haber visto con sus propios ojos la llegada de la nave veneciana al puerto y la actividad que su arribada producía, las correrías de mozos de cuerda y barqueros, de mercaderes y prestamistas. Nadie se había fijado en él, con su apariencia de joven inexperto y despistado, quizás hijo de algún comerciante. Pero él se había fijado en todo y en todos, como le había enseñado Guils, comprobando que no había ningún motivo de preocupación, y que todo parecía en orden. Y siguiendo sus instrucciones, antes de que salieran las barcas en busca de los pasajeros, se apresuró a llegar al lugar de la cita. Y allí seguía, pero la demora de Guils indicaba que sí había motivos de preocupación y que nada estaba en orden.
Salió del molino y respiró hondo. No era momento de vacilaciones, y caminando a buen paso, sin correr para no llamar la atención, se encaminó de nuevo hacia el puerto.
Tenía que empezar desde el principio, sin sobresaltos, poner en marcha lo que Bernard le había enseñado todos aquellos años. Sin embargo, la actividad no disminuyó la intensa sensación de soledad que se abría paso en su plexo solar, como si un vacío intenso se agrandara en su interior. ¿Quizás aquélla no era la nave en que viajaba su compañero? ¿Era posible que algún problema le hubiera obligado a subir a otra nave?
El alfóndigo de Barcelona, l'alfondec, seguía siendo un hervidero de actividad. Su nombre derivaba del árabe, al-fondak, que significaba posada, pero era mucho más que eso. Era un edificio, o mejor un grupo de construcciones que se situaban alrededor de un gran patio central, donde los Cónsules de Ultramar ejercían su cargo y que al mismo tiempo servía de posada, de almacén para los mercaderes, y donde se podían encontrar todos los servicios necesarios: baños, hornos, tiendas, tabernas e incluso capilla. Era el centro neurálgico de la actividad mercantil y portuaria.