Guillem, todavía conmocionado, se adentró en el torbellino de gentes e idiomas diferentes, cruzándose con un nutrido grupo de marineros que se dirigían en tropel a la taberna más próxima. Se acercó al lugar donde el Temple tenía su mesa propia y sus oficiales vigilaban y controlaban sus envíos a Tierra Santa. Frey Dalmau, un maduro templario encargado de todas las transacciones que allí se realizaban, lo vio acercarse con una sonrisa. Sus largas barbas y la cruz roja en su capa blanca eran señal inequívoca de su condición, a diferencia de Guillem que, por su especial trabajo, podía parecer cualquier cosa a excepción de un caballero templario.
Frey Dalmau le miraba con una sonrisa en los labios. Conocía a aquel muchacho desde que era un crío, desde los viejos tiempos en que visitaba la encomienda de Barberá.
– Vaya, vaya, hermano Guillem, en los últimos tres años no te había visto tanto como en el día de hoy. Me alegro de tu visita a este viejo administrador.
– Buen día, hermano Dalmau, vengo en busca de un poco de información.
– ¿Información? -repitió frey Dalmau-. Me parece que tratándose de ti, poca información es un término muy extenso. -Tenéis razón, poca o mucha, necesito información. Esta mañana, rondando por aquí, he visto arribar a un barco veneciano. ¿Habéis visto algo de interés en su llegada?
Frey Dalmau lo observó con atención, había algo más que preocupación en la mirada del joven, quizá miedo, pensó. -Llegó un barco veneciano, estáis en lo cierto. Su capitán es un tal D'Amato, creo. Traía pasajeros, he visto desembarcar a dos frailes predicadores, a un judío, a un comerciante llamado Camposines al que conozco, uno de los pasajeros parecía enfermo, acaso borracho, no lo sé. Armaron un gran revuelo para sacarlo de la barca. El hombre parecía inconsciente.
– Hermano Dalmau -Guillem sintió un viento helado en los pulmones-, necesito que hagáis un esfuerzo de memoria y, conociendo vuestras habilidades, sé que podéis hacerlo mucho mejor.
– Estáis preocupado, muchacho, algo os perturba y sería mucho mejor que fueseis al grano y me preguntarais qué es, exactamente, lo que queréis saber.
– Quiero saber todo lo que recordéis de cada uno de los viajeros que transportaba esta nave, de todos los que desembarcaron.
Guillem intentaba controlar su impaciencia, el miedo a tener que oír algo que no deseaba escuchar. «Tengo que calmarme, no crear sospechas inútiles y averiguar todo lo que pueda», se dijo a sí mismo.
– Está bien, haré lo que me habéis pedido. Veamos: la primera barca venía bastante llena, daba la impresión de que todos tenían mucha prisa por desembarcar. Ya os he dicho que bajaron dos frailes, uno bastante viejo y otro joven, de vuestra edad aproximadamente. El viejo estaba encolerizado y se marchó dejando plantado al joven; otro hombre, de mediana edad, que cojeaba levemente y se quedó por allí, curioseando; un anciano judío arrastrando a un hombre inconsciente y dos, quizá tres tripulantes; el comerciante Camposines y el capitán, la barca era de Romeu, a veces trabaja para nosotros, pero el barquero era nuevo, un chico joven.
– ¿Y el enfermo? ¿Os fijasteis en él, pudisteis ver cómo era? -Sentía que el pulso le golpeaba en las sienes, que estaba a punto de estallar.
– Era un hombre maduro. -Frey Dalmau había cambiado el tono de voz, más grave, aunque el joven no lo percibiera.
– ¿Nada más? ¿Maduro y nada más?
– Alto y muy corpulento, se necesitaron varios brazos para sacarlo de la barca. Y era tuerto. Llevaba un parche oscuro sobre uno de sus ojos. Eso es lo único que os puedo decir.
Guillem tuvo la impresión de que el mundo acababa de caerle encima. Todo el peso de aquel siglo estaba sobre sus espaldas, a punto de tumbarle, de dejarle sin respiración. Hizo un inmenso esfuerzo para sobreponerse, para no manifestar sus emociones, pero frey Dalmau percibió su dolor.
– Sentaos, Guillem. -Le pasó un brazo por los hombros, guiándole hacia su silla de contable-. Este hombre parecía muy indispuesto, pero no conozco la causa ni la gravedad de su enfermedad. El anciano judío estaba pendiente de él, vi cómo hablaba con Camposines y éste le proporcionaba un mozo de cuerda para transportar al enfermo. Marcharon los tres, mozo, anciano y enfermo, el pobre judío parecía no poder con su alma. Y ahora, decidme qué es lo que os perturba tan profundamente, muchacho, que aunque sepa que vuestro trabajo no os permite confianzas, os ayudaré en lo que pueda.
Todo daba vueltas en la cabeza de Guillem de Montclar, joven espía del Temple, y la realidad se abría paso lentamente, con esfuerzo. La soledad ya no era una simple sensación, era algo palpable y espeso que ya nunca le abandonaría. Y la realidad le indicaba que estaba obligado a actuar, encontrar a Guils vivo o muerto, aunque todas las señales le llevaban a pensar, con infinita tristeza, que su maestro había emprendido un viaje al que él no podía acompañarle.
– Os agradezco vuestra ayuda, frey Dalmau. -La voz aún débil e insegura. El joven salía de su conmoción, nadie le había preparado para un golpe así y le costaba adaptarse a una situación de la que desconocía todas las normas. Por primera vez, era Guils quien le necesitaba allí donde estuviera, le exigía una respuesta, la aplicación de todos los conocimientos que, año tras año, le había transmitido. Por primera vez, la vida le pedía un cambio total, el inicio de un nuevo ciclo en el que Guils no estaría para guiarlo, para protegerlo. Y estaba asustado, dudaba de su capacidad sin la ayuda del maestro, pero necesitaba encontrarlo-. Os agradezco vuestra ayuda, frey Dalmau -repitió automáticamente, al contemplar la mirada preocupada del administrador-, pero tenéis razón, mi trabajo no me permite muchas confianzas. Sólo quiero saber si conocéis al anciano judío del que me habéis hablado.
– Le conozco perfectamente, es un viejo amigo del Temple de Barcelona, muchacho. Su nombre es Abraham Bar Hiyya, uno de los mejores médicos de la ciudad y os lo digo con cono cimiento porque me ha atendido en muchas ocasiones. Es un gran amigo de frey Arnau, nuestro hermano boticario, ambos acostumbran a compartir secretos de hierbas y ungüentos. También conozco muy bien al comerciante Camposines, un buen hombre. Os ruego que contéis con mi ayuda.
Guillem le miró agradecido, no quería preocuparle más de lo necesario y tampoco podía confiarle sus problemas, porque eso sólo conseguiría poner en peligro al administrador. Recordó una de las frases lapidarias de Guils: «Cuantos menos conozcan tu problema, menos muertos en tu conciencia». Sí, ciertamente, éste era el lado malo de su trabajo, no podía confiar en nadie aunque en aquellos momentos era una condición difícil de cumplir.
Se despidió agradeciendo su colaboración y tranquilizándole con las primeras palabras que encontró. Tenía que encontrar a Abraham Bar Hiyya, tenía que dar con Guils.
Mientras se apresuraba, dejando el barrio marítimo a sus espaldas, reflexionó sobre cuál tenía que ser su próximo paso. ¿Debía detenerse en la Casa del Temple y hablar con el herma no boticario? ¿Dirigirse directamente hacia la judería y preguntar por el médico? Todos conocerían su domicilio, seguro que era un personaje conocido. Se detuvo, respirando con dificultad. Estaba claro que lo primero que tenía que hacer era recuperar el control de sus nervios. Si Bernard Guils estuviera a su lado no podría ocultar su decepción ante el comportamiento atolondrado e imprudente de su alumno. Se obligó a controlarse. Cerró los ojos respirando hondo, sin pensar en nada, permitiendo que su mente se llenara de un único color, el blanco dominando al negro.
Una mujer, que pasaba por su lado acarreando un pesado saco, se lo quedó mirando, perpleja ante su inmovilidad. Le preguntó si se encontraba bien o si necesitaba ayuda. Guillem le contestó, amablemente, que estaba bien, que había tenido un ligero mareo, y ya estaba casi recuperado. La mujer se alejó, mirándole, poco convencida de sus palabras. Él todavía se quedó allí, inmóvil, durante unos instantes. Después sus facciones se endurecieron y emprendió la marcha sin vacilar. Algo había cambiado en su interior, ya no había lugar para el muchacho que unos segundos antes ocupaba su lugar.