La tarde declinaba cuando llegó al barrio judío y se dio cuenta del tiempo que había perdido esperando inútilmente en el molino, un error que no debía repetir. Se cruzó con un hombre de mediana edad al que detuvo para preguntar por la casa del médico.
– Aquí mismo, en la calle de la Gran Sinagoga, a la vuelta de la esquina. Pero me temo que no vais a encontrarle, Abraham está de viaje a Palestina, hace ya mucho tiempo que partió y no sabemos nada de él. Vaya a saber, un hombre de su edad y enfermo emprendiendo un viaje tan peligroso. Guillem se dirigió al lugar señalado, una respetable casa de dos pisos, muy cerca de una carnicería judía. Llamó y esperó, sin oír ningún ruido, la casa parecía vacía. Esperó y volvió a llamar, sin resultado. «Bien -pensó-, continuaremos con la segunda opción, la Casa del Temple y el hermano boticario.» Se dio la vuelta y observó, a su izquierda, una sombra que parecía querer ocultarse en el rincón más alejado. Alguien estaba espiando la casa de Abraham Bar Hiyya. ¿O tal vez le estaban siguiendo a él? Preocupado, pensó que se estaba saltando todas las normas de seguridad desde primeras horas de la mañana y que si alguien estuviera interesado en matarle, hubiera podido hacerlo quinientas veces, con toda tranquilidad.
– ¡Soy un perfecto imbécil! -murmuró-. Si la vida de Bernard hubiera dependido de mí, él mismo me habría asesinado por inepto. ¡Tengo que empezar a actuar con la cabeza!
Bien, si alguien le seguía ahora se daría cuenta muy pronto, y si vigilaban la casa del judío lo tendría presente. Se encaminó hacia la Casa del Temple de Barcelona, con los ojos bien abiertos y enfadado consigo mismo.
El gran convento templario de la ciudad estaba construido en los terrenos suroccidentales de la muralla romana, en las torres denominadas den Gallifa, a las que la misma muralla servía como muro protector. En realidad, la Casa madre se hallaba a unos kilómetros de la ciudad, en Palau-Solitá: allí estaba el centro administrativo y neurálgico de la encomienda desde hacía muchos años. Sin embargo, poco a poco y por razones prácticas, debido a sus grandes intereses en la ciudad, el convento de Barcelona había tomado mayor importancia.
Al llegar, Guillem preguntó por el hermano Arnau, el boticario, y le indicaron unas dependencias situadas en un extremo, muy cerca del huerto. Se dirigió allí y llamó a la puerta. Una voz le invitó a pasar.
Entró en una amplia habitación muy iluminada, atestada de libros y frascos, con un intenso aroma a especias y hierbas medicinales. Dos ancianos le contemplaban con curiosidad. Uno de ellos, vestido con el hábito templario y sentado en un desvencijado sillón, tomaba un brebaje humeante. Sus pequeños ojos azules parecían no corresponder a su rostro curtido, de facciones cortantes y con unas inmensas barbas grises. El otro anciano era, sin lugar a dudas, un judío. Su capa con capucha y la rodela roja y amarilla no permitían equivocaciones. También sostenía un tazón en la mano, dando la impresión de una gran fragilidad, quizá por su extrema delgadez y el color pálido de su piel.
Eran muy diferentes uno del otro y sin embargo, Guillem tenía la sensación de encontrarse ante dos hermanos, como si un hilo invisible de familiaridad les uniera.
– Adelante, joven, adelante. ¿Qué os trae por aquí? -La voz de frey Arnau era suave y afectuosa-. Entrad y sentaos, si podéis encontrar algo con qué hacerlo, tengo que ordenar esta habitación un día de éstos. ¿Qué pueden hacer dos ancianos boticarios por vos? ¡Oh, por cierto!, os presento a mi buen amigo Abraham Bar Hiyya.
– A él precisamente iba buscando, frey Arnau -respondió Guillem, mirando con atención al anciano judío. Parecía sereno y eso le dio esperanzas. Era posible que al buen Guils no le hubiera pasado nada grave, que estuviera cerca, descansando.
– ¿Me buscáis a mí, joven? ¿Os encontráis mal, estáis enfermo?
– No, no. No se trata de mi salud, sino de la de un compañero con el que tenía que encontrarme esta mañana. En el puerto me han dicho que parecía muy enfermo y que vos os habéis encargado de su cuidado. Quisiera saber dónde puedo encontrarlo.
Los dos ancianos se miraron sin decir nada, impresionados por las palabras del muchacho que tenían delante. Abraham intentaba aparentar una tranquilidad que no sentía y que aumentó al observar una cierta tristeza en la mirada del joven, una tristeza que le recordaba a alguien. No tardó en averiguarlo, con veinte años menos, aquel joven era el espejo, vital y lleno de energía, de Bernard Guils. Y si no hubiera sabido que aquél era un templario, bien podía pasar por su propio hijo.
– ¿Os llamáis Guillem? -preguntó con suavidad. -Así es. Mi nombre es Guillem de Montclar.
– Si estoy aquí, con frey Arnau, es precisamente a causa de vuestro compañero. -Abraham intentaba encontrar las palabras adecuadas para una triste noticia, sin conseguirlo. En su profesión había dos cosas que le producían una honda perturbación, todavía ahora, después de tantos años de ejercer la medicina. La primera era la impotencia que le causaba la propia muerte de sus pacientes; la segunda, comunicarlo a sus seres queridos.
– Os lo ruego, Abraham, decidme dónde está Guils.
Los dos ancianos parecían obstinados en el silencio, buscando palabras perdidas en su mente, negándose a comunicar la tragedia. Su silencio aumentó la angustia que Guillem sentía desde hacía horas, confirmándole sus peores sospechas.
– Guillem, vuestro compañero Bernard Guils murió esta mañana en casa de Abraham -rompió finalmente frey Arnau su silencio.
Aunque esperaba la noticia y se preparaba para ella, las palabras del viejo templario cayeron como un mazo en el alma del joven. Intentó reprimir el dolor que subía por su garganta, pero no pudo evitar que las lágrimas asomaran a su rostro. Inmóvil, en medio de la habitación, con la cara contraída, aguantando la respiración para no gritar, era la imagen del desconsuelo. Abraham y frey Arnau estaban conmovidos por el dolor del joven, pero se mantuvieron en silencio, sabían que debían permitir su sufrimiento, esperar a que se calmara y lo aceptara. La edad y la experiencia les había enseñado a respetar el dolor ajeno, a no inmiscuirse con palabras fáciles y sin sentido. Había que esperar, la pena se colocaría en su lugar correspondiente en silencio.
Y esperaron. Cada uno absorto en sus propios pensamientos, inmóviles, sin intervenir, recordando la primera muerte que les había traspasado el alma. Abraham pensaba en la muerte de su padre, ocurrida a poco de acabar sus estudios de medicina. «Nada puedes hacer por mí, márchate», le había dicho en su agonía, intransigente y orgulloso. No le había perdonado, nunca lo haría, pero él no se marchó, se quedó a su lado probando todos los remedios que conocía, inútilmente.
Frey Arnau estaba perdido en los desiertos de Palestina donde su hermano encontró la muerte, entre sus brazos, arropado con la blanca capa del Temple para protegerlo del frío final. Casi un niño, sin tiempo para crecer. «No me dejes solo, Arnau -había murmurado-, no me dejes solo.»
Así, de esta manera quedaron los tres, estatuas mudas, que no podían evitar la soledad del momento, testimonios de las palabras del sabio poeta que clamaba contra el árido desierto que se extiende en el interior de los seres humanos.
Fue el más joven el que rompió el silencio, cuando ya los dos ancianos se perdían en laberintos de antiguas culpas. Los rescató de su propia memoria, como ocurre en las ocasiones en que la juventud rescata a la vejez del ensimismamiento de antiguas sombras, siempre acechantes en momentos de reflexión.
– ¿Qué ocurrió, Abraham?
– Alguien le envenenó en el barco -respondió Abraham-. Los últimos días de la travesía los pasó en el jergón de la bodega, sin poder aceptar ningún alimento porque su cuerpo lo rechazaba. Tampoco quiso ayuda alguna, por mucho que intenté convencerle. Me pareció que, en cierta manera, deseaba morir. Cuando llegaron las barcas ya no se tenía en pie, aunque su único deseo era pisar tierra firme. En el corto trayecto hasta la playa, perdió el conocimiento y no conseguí que lo recuperara, así que lo trasladé hasta mi casa, pensando que era posible salvarlo. Pero no lo conseguí, el veneno había invadido todo su cuerpo, su avance fue fulminante. Creo que aguantó mucho, era un hombre fuerte. La persona que lo envenenó debía dudar de la eficacia de su acción, al ver que pasaban los días y Guils seguía vivo. Quizás incluso ahora, ignora que su plan ha tenido éxito.