– Hicisteis todo lo posible por él, Abraham -le interrumpió frey Arnau, que conocía la pena que le causaba la muerte. -Sólo hice lo que sabía, Arnau, y por los resultados no sabía lo suficiente.
– Abraham, ¿os dijo algo?, ¿os confió algo que llevara? -Guillem despertaba de la impresión, su misión seguía siendo la misma y el trabajo se imponía.
– Os llamó repetidas veces y después me rogó que guardara algo que llevaba entre las ropas, pero nada encontré. Registré su ropa, pieza por pieza, desconociendo si lo que re clamaba era grande o pequeño, delgado o grueso. Pero allí no había nada.
– ¿Y durante el trayecto, os fijasteis si ocultaba algo en la embarcación o en algún otro lugar?
– Observé, por su gesto, que guardaba algo entre sus ropas. Su brazo parecía pegado al torso, custodiando algo celosamente, quizás en el pecho o bajo el mismo brazo. Recuerdo que su mano iba repetidamente hacia su pecho, como si comprobara que fuera lo que fuese, seguía allí. Pero acabé pensando que era una simple precaución, la tripulación de estas naves no son gente de fiar ni tampoco muchos de sus pasajeros. No sé si sabéis a qué tipo de gente me refiero, pero hay algunos que parecen salidos directamente de la mazmorra. Supongo que pensé que cuidaba de su bolsa, como todos los demás, y no le di importancia.
– ¿Y cuando desembarcasteis? -Guillem empezaba a tener una sospecha.
Abraham pensó durante unos segundos, intentando recordar con precisión.
– Tuvieron que ayudarme a bajarlo a la barca, y después a llevarlo hasta la playa. Aquellos asnos creían que estaba borracho y no pararon de hacer bromas groseras durante todo el trayecto, casi tuve que suplicar su ayuda.
– Veamos, Abraham. ¿Quién os ayudó a bajarlo a la barca? ¿Quién se acercó a él durante el trayecto hasta la playa? -El joven se aferraba a su disciplina de trabajo, guiando al anciano judío por los rincones de su memoria. «Debes empezar por el principio -le decía Guils-, con paciencia, no te descontroles, abandona toda especulación que creas cierta y aférrate a los hechos. Esto no es un trabajo para filósofos, chico, sino para artesanos.»
– Está bien, joven Guillem, procuraré ir en orden y no confundirme. Veamos: cuando lo bajamos a la barca, me ayudó el fraile más joven y dos miembros de la tripulación, uno de ellos muy fuerte y tosco. También me ayudaron D'Aubert y Camposines. Recuerdo que el viejo fraile despotricaba contra borrachos y judíos y se negó a prestarnos la más mínima ayuda. Incluso ya en la barca, se colocó lo más lejos posible de nosotros. Cuando llegamos a la playa, creo que me ayudaron los mismos y unos mozos de cuerda que esperaban para embarcar. En cuanto al trayecto, nadie se nos acercó. Yo sostenía a vuestro amigo mientras los demás nos contemplaban como a auténticos leprosos.
– Lo más probable es que el robo tuviera lugar al bajarlo o en la misma playa -interrumpió frey Arnau-. Tuvo que ser en un momento de confusión entre tanta gente, de lo contrario alguien se hubiera dado cuenta. Haced un esfuerzo, Abraham, quizá recordéis algo de utilidad.
– ¡D'Auberti -exclamó Abraham, excitado-, se quedó solo con Guils cuando yo buscaba ayuda para transportarlo a mi casa. Fui a hablar con Camposines y al volverme, D’Aubert había desaparecido. Guils estaba tendido en la arena, solo, y aunque yo sólo estaba a unos pasos, le rogué que se quedara unos segundos con él.
– ¿D’Aubert? ¿Quién es este hombre? -preguntó Guillem. -Según él, un mercenario y no puedo negar que se esforzaba en comportarse como tal, ya sabéis, contando heroicidades y fantasías que nadie creía.
– ¿Y pensáis que ocultaba algo?
– Es muy posible -respondió Abraham, pensativo-. Lo único que os puedo decir, es que no me pareció que fuera quien decía ser. Se esforzaba demasiado en demostrar lo que nadie le pedía. No me caía bien, lo siento, me desentendí de su persona a los pocos días.
– Decidme, Abraham, ¿pasó algo durante la travesía que os llamara la atención? -siguió interrogando Guillem.
– Una tormenta espantosa que estuvo a punto de engullirnos a todos -contestó de inmediato el anciano-. Estuve convencido de que el Altísimo había decidido mi hora, jamás viví algo parecido, os lo juro.
Abraham quedó mudo por el recuerdo, nunca volvería a pisar una nave si podía evitarlo. De golpe, algo le vino a la memoria como un relámpago.
– Tuvimos un asesinato en Limassol, antes de embarcar.
– ¡Un asesinato! -Guillem y frey Arnau habían soltado la exclamación al unísono, asombrados.
– Abraham, amigo mío, podríais haber empezado por ahí -le comentó el boticario. Pero todas las alarmas se habían encendido en el cerebro de Guillem.
– ¿Recordáis los detalles, Abraham, o sólo oísteis rumores? -Fuimos espectadores de primera fila, Guils y yo. El capitán D Amato me rogó que, en mi condición de médico, le diera mi opinión sobre la muerte de un marinero cuyo cadáver había aparecido aquella misma mañana. Fuimos hasta allí y encontramos a Guils, que estaba examinando al muerto. A1 principio no hallamos señales de violencia. D'Amato temía que hubiera muerto a causa de alguna enfermedad contagiosa, pero al rato, Guils me indicó una finísima marca en la base del cuello. Llegamos a la conclusión de que alguien había atravesado al infeliz con un estilete muy fino que casi no dejó marca. Guils me pidió que no dijera nada de ello y así lo hice. En realidad, no sé por qué, no le conocía de nada, pero era el único que me inspiraba confianza. Cuando el capitán se interesó por mis conclusiones, mentí y le dije que lo más probable era que hubiera muerto del corazón. -Abraham -preguntó Guillem con cautela-, ¿se sustituyó el hombre asesinado, se buscó a alguien que hiciera su trabajo?
– Casi de inmediato. Estábamos a punto de partir y el capitán estaba furioso, la tripulación era escasa y no podía permitirse continuar con un hombre menos. Admitió al primero que se presentó.
– ¿Y recordáis algo de ese nuevo tripulante?
– ¡Oh, sí, desde luego! Fue uno de los que me ayudó con Guils. Se portó muy amablemente conmigo, incluso se ofreció sin necesidad de pedírselo.
Frey Arnau y Guillem se miraron con preocupación.
– Abraham, amigo mío, ¿recordáis cómo era, qué cara tenía? -Frey Arnau había hecho la pregunta con curiosidad y tacto, no deseaba alarmar a su viejo compañero.
– Era de mediana edad, no tan alto como Guils. Normal, un hombre corriente.
– ¿«Normal, corriente»? ¿Qué demonios quiere decir esto? -La impaciencia volvía al ánimo de Guillem.
– Lo más posible, hermano Montclar -interrumpió de nuevo el boticario, lanzando una mirada de aviso al joven-, es que Abraham quiera decir que era de ese tipo de personas sin ningún rasgo característico que las definan. Caras y cuerpos anónimos hay muchos, ¿no es así, Abraham?
Frey Arnau sufría por su amigo, conocía su enfermedad y había notado las muestras de cansancio de éste ante el interrogatorio del joven. El día había estado lleno de emociones fuertes para su fatigado corazón, en una jornada excesiva para él. Guillem también percibía el agotamiento del anciano y decidió terminar. Tiempo habría para aclarar sus dudas. Sin embargo, era preciso empezar a tomar precauciones.
– Abraham -dijo en tono serio-, no podéis volver a casa por ahora. Éste es un asunto peligroso y alguien podría creer que sabéis más de lo necesario. No quiero arriesgar vuestra vida, ya hemos tenido bastantes muertos por hoy.
– Estoy totalmente de acuerdo -confirmó el hermano boticario-. Abraham se quedará aquí, conmigo, todo el tiempo que haga falta. No hay sitio más seguro en toda la ciudad que esta casa, nadie se atrevería a entrar.
– ¿Y Guils? -preguntó el anciano judío en tono bajo. -Hay que ir a buscarlo y darle una sepultura digna. Reconocer en su muerte lo que en vida no pudo manifestar a causa de su trabajo, enterrarlo como el magnífico templario que fue. -Frey Arnau había hablado con firmeza.